EL CAMINO DE BELÉN.
Madre Soledad Hernández Muñoz.
Bucaramanga 1999
1. LOS PRIMEROS PASOS
En el principio: el Amor
Todos los cristianos que se deciden a seguir a Jesús desde más cerca, principalmente los fundadores de órdenes y de familias religiosas, han sentido la necesidad de descubrir un camino personal de seguimiento y de vida evangélica. Atraídos por la persona del Señor, pero incapaces, por así decirlo, de reproducir en total su vida de sus enseñanzas, bajo la acción del Espíritu Santo que no se repite, se dan a buscar caminos nuevos de acuerdo a su personalidad y para encarnar en su época y según las exigencias de la misma, un aspecto de la multiforme riqueza del modelo, Jesús.
Es entonces, cuando parece se dicen con el poeta:
Caminante, son tus huellas
El camino, y nada más;
Caminante, no hay camino,
Se hace camino al andar.
Ya gracias a frecuentes y numerosas llamadas interiores, a nuevas luces en la vía y, casi siempre, a una irrupción de Jesús en la vida, -pensamos en Pablo de Tarso, Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, Francisco de Asís-, se produce una transformación que nos lleva a vivir y a anunciar de manera personal un determinado aspecto del Evangelio. De ahí que se pueda decir que al comienzo de toda vida cristiana hay siempre, en alguna parte, una palabra del Señor que lo cuestiona todo y que sacude profundamente.
Esa palabra no es la misma para todos, y si lo fuera sería siempre con nuevas implicaciones. “Ve, vende todo lo que tienes, ven y sígueme” (Mt.19,21) es la palabra que trastoca el corazón de Antonio. “No poseáis oro… ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo…” (Mt.10,9-10) es el espaldarazo dado a Francisco para convertirlo en caballero de la Dama Pobreza. Y la glosa que de Mt. 14,28-29 hace a Pedro de Betancur la piadosa e inspirada tía: “ir al encuentro de Dios como Pedro sobre las aguas”, es la palabra que lo lleva a las Indias y lo comprometen en una vida de amor y de servicio.
Siempre se trata de una irrupción de Jesús, más o menos repentina, más o menos preparada a lo largo de muchos años. Nos dice Santa Teresa en su vida: “tanto me esperó”, y agrega en Moradas: “Bien sabe su majestad aguardar muchos días y años”. No importa, por tanto, si de repente o a través de los años, lo que realmente cuenta es que el hombre o la mujer se dejen arrastrar en su seguimiento. El es el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Él”. (Jn.14,16). Caminando “golpe a golpe, paso a paso” siempre en una marcha laboriosa, siempre tanteando senderos, pero siempre en seguimiento y en búsqueda aprenderán que no conocían aún a ese Jesús que los ha seducido.
Seguir a Jesús es adherirse a un rasgo particular de su Persona; reproducir un determinado aspecto suyo. Es, en la mayoría de los casos, pasar del proyecto personal, al proyecto de Dios; es “la aventura humana y espiritual de un creyente que de pronto se decide a tomar en serio su fe”; que “nos invita a pasar de una religión a veces también asimilada o aséptica que ya no provoca nadie al riesgo del amor de Dios. Volver a descubrir que el Evangelio es tan peligroso como un explosivo, porque desconcierta el horizonte estrecho y la sabiduría de este mundo”. (Michel Hubaut. El camino Franciscano)
Esta aventura evangélica empieza siempre con un desgarrón; se asiste al desmoronamiento del yo, hasta tanto que se aprende a tenerse en pie y a abrir los brazos libres a la luz de Dios. Hay siempre una palabra-mensaje, una palabra-luz; corta tan hondo, causa tanto dolor como el bisturí. Es entonces cuando lo que para otros ese evangelio de seda o terciopelo se convierte en evangelio de fuego, en fuerza para arriesgarlo todo, en renuncia “al deseo de manejar su vida, sus dones y sus bienes, de seguir cada uno su solitario camino, para abandonarse a la voluntad de Dios, para entrar en su proyecto amoroso…(Michel Hubaut. El camino Franciscano)
Estos hombres y mujeres no tienen la pretensión de hacerse maestros, desean solamente seguir a Jesús conforme a su identidad personal, al proyecto intuido, a las exigencias de su época. Viven lo que creen, creen lo que viven, de ahí que es su coherencia resulte fascinante y provoquen en quienes les están más cerca afán de seguimiento; pensemos en Benito, Francisco, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús. Para cada uno de ellos la Palabra del Señor acogida en el amor, viene a constituirse en camino por excelencia para llegar al único Camino hacia el Padre. Estos hombres y mujeres fuera de serie, si bien pertenecen a sus siglo, a su país, a su familia religiosa son universales e inexhaustibles. “Es propio de las grandes figuras -como de las grandes obras literarias o musicales- ser inagotables. El Evangelio mismo nunca acaba de ser leído, releído, comentado, vivido. ¡Siempre resulta nuevo!”. Otro tanto puede decirse del mensaje de cada uno de estos cristianos comprometidos, sobre todo si se trata del fundador de una familia religiosa, por cuanto al caminar su propia senda de espiritualidad, marcan para cuantos un buen día se deciden a tomar parte en su aventura y a vivir de su inspiración, caminos que confluyen en el de la inspiración inicial para de allí, con matices personales, partir a enriquecer la espiritualidad primigenia.
A cuantos hemos entrado a formar parte de una familia religiosa nos gusta beber en las mismas fuentes del fundador y encarnar en nuestra época su propia lectura del Evangelio. Buscamos en su vida y enseñanzas aquello que nos ayude a vivir, en el momento presente, lo que mejor convenga a las exigencias de nuestra época y nos lleve a sentir que el fundador se ha hecho para nosotros una palabra de vida.
Escribir la vida del propio fundador no es tarea difícil. Se trata de seguir cronológicamente su devenir histórico, recopilar sus enseñanzas; tomar en cuenta lo que dijeron sus contemporáneos y elaborar, así, esa mirabilia Dei que es la vida de cuantos apuestan por el Evangelio. Escribir sobre su camino o sea su espiritualidad es, en cambio, por demás difícil. Ordinariamente esos hombres y mujeres fue más lo que guardaron que lo que revelaron de sus tesoros interiores. Y es explicable, porque todos ellos no sólo para orar, sino para vivir su vida con Dios, siguieron el consejo de Mateo 6,6: “entraron en su aposento y cerraron la puerta”.
El camino de Belén
Desde hace tiempo me urge el deseo de entrar a ponderar la vida de los fundadores para rastrear su espiritualidad. Sé que es un deseo que debe realizarse en reflexión, en oración, en diálogo con el Dios de Jesucristo que crea siempre, ilumina con sabiduría y alienta con su Espíritu. Me inquietan desde las estanterías los títulos de: el camino Franciscano, el camino Ignaciano, camino Benedictino, camino Carmelita; y en forma inconsciente y siempre entre interrogantes coloco otro título ¿Camino de Belén? Y los interrogantes no son ante las características de lo que es la ruta de Belén. Los interrogantes son siempre ante mi determinación de rastrear esa ruta: ante mi objetividad para acercarme a ella sin esquemas preconcebidos; ante mi sinceridad y sencillez para caminar tras los fundadores y sobre sus huellas, y no la de traerlos a ellos a caminar tras lo que podría considerarse mi proyecto.
Para no perderme, para no poner hitos desorientadores, he pensado en dejarme ir, como los Magos, tras la estrella de Belén; no separarme de su luz, caminar en pos de ella con docilidad, hasta llegar al pesebre para descubrir en los brazos de María al Dios-Hombre, hecho carne por todos. Y echar a andar por la ruta de Belén con y como Pedro de Betancur y su lectura del Lucas 2,1-12. Y con Encarnación Rosal quien al entrar en la escuela de Pedro cumple en su vida lo que dice el Cantar de los Cantares: “¡Llévame en pos de ti: Corramos!” (Cant. 1,4)
¡No es tarea fácil! Los santos se han abierto el proyecto de Dios en docilidad, sin proyectos elaborados, en la suma sencillez. Han seguido una inspiración inicial, en manera alguna esquematizada. Es más tarde cuando, bien por ellos mismos, bien por sus seguidores, se ha estructurado su experiencia como camino o escuela de espiritualidad.
Pienso que acontece con los santos lo mismo que con los artistas literarios. Cuando estudiamos sus grandes obras vamos descubriendo un como esquema, un entramado un uso de recursos que hacen aparecer sus obras para el cual se previó hasta el último detalle. Y nada más contrario a la labor del artista, a la fuerza de la inspiración, que ese ir casando y ajustando piezas, como si se tratara de montar un rompecabezas. Al descubrir el genio de Shakespeare, Dante, Cervantes a través de sus grandes obras; al glosar sus pensamientos, al analizar el uso que hacen de los recursos literarios y el empleo de las palabras, me he planteado el interrogante de si ellos fueron plenamente conscientes de cuanto al estudiarlos y analizarlos, nosotros vamos descubriendo. Y se me ocurre pensar que si todo hubiera sido traído y preparado para ser realizados por pasos, como si se tratara de un experimento de química o física, sus obras destacaría por la precisión, pero adolecerían de falta de inspiración.
Y así como los literatos no se ciñen estrictamente a tratados de preceptiva literaria para la escritura de sus sobras inmortales, tampoco los santos para vivir sus vidas se ciñen a los tratado de moral, ascética o mística. El santo se deja guiar por la fuerza del Espíritu “que sopla donde quiere”; el artista por el numen poético. Cuando nosotros contemplamos maravillados como obra del ingenio del artista o de la fidelidad del Santo, es sólo obra de la multiforme riqueza del Espíritu, al que nunca podremos encasillar en nuestros moldes, ni medir por nuestros propios parámetros.
¿Dónde y cómo comienza
el camino?
En su prólogo al libro camino Ignaciano, escribe el padre Simón Decloux:
Este libro lo ha escrito un jesuita. Y el estilo que ha escogido, muy cercano a la experiencia, limita su contenido a lo que este jesuita ha podido sentir de su propia vocación. Sin embargo, la percepción de la vida en la Compañía de Jesús que él se esfuerza en transmitir no se reduce a su subjetividad. Dice, hoy intenta decir, lo que otros muchos hermanos suyos han podido revelarle del camino del Señor en su propia vida. (Simón Decloux: Camino Ignaciano)
Mi situación es parecida a la del padre Simón Decloux; cuanto diga y escriba se reduce a cuanto esta Bethlemita ha pensado y sentido sobre su propia vocación, enriquecido y avalado por la experiencia de otras hermanas de quienes, al caminar, se conocen y comparten experiencias, se logran atisbos nuevos sobre la ruta Bethlemita para ir al final, colocando hitos o señalando puntos especiales que puedan ayudar en su marcha a quienes, más jóvenes, inician el camino o lo miran de lejos como posible itinerario hacia Dios.
Cuando se quiere comenzar a recorrer la ruta de Belén, cuando releídos Mateo 2,1-12 y Lucas 2,1-20 se cierran las páginas del libro santo y se mira el camino que por entre montañas conduce a la ciudad de David, sé delinean nítidamente dos figuras: las de María y José.
Si el autor de El camino del Carmelo se remonta el profeta Elías para señalarlo como padre, maestro y modelo de la espiritualidad de la orden y punto de partida del itinerario Carmelitano; también el comienzo de la ruta de Belén, para enriquecimiento espiritual y como inspiración para quienes por ella caminamos ¿por qué no destacar como arquetipos de nuestra espiritualidad a María y a José? Ellos hacen de Belén una meta. *Recorren en fe un camino que ignoran cómo ha de terminar; marchan en alegría y sencillez. Y en suma pobreza, no exenta de señorío y elegancia, se adentran en la ciudad de David, solar de sus mayores. Para ellos caminar hacia Belén es dejar la seguridad de Nazaret, marchar a lo diferente y adaptar la vida a horizontes y a ambientes nuevos. María y José tipifican y ejemplarizan a cuantos se deciden a marchar por el camino de Belén, razón por la cual se debe caminar tras ellos en contemplación de sus sentimientos y actitudes; en aprendizaje humilde de sus enseñanzas y en asimilación amorosa de cuanto los constituye en los primeros adoradores y seguidores de la palabra hecha hombre en Belén. Y este continuado caminar en pos de ellos ha de hacerse, a la vez, desde la vida y el ejemplo de los fundadores, porque ellos polarizaron su atención hacia María de Belén y hacia José, su esposo, y de ellos aprendieron las actitudes que los constituyen, también, en adoradores, glorificadores y seguidores del Verbo hecho Niño en Belén. A este proyecto nos dicen las Constituciones: “Belén es para Pedro la fuente que nutre su espiritualidad, razón del nombre que da a la Orden y misterio que señala a sus seguidores, como escuela de las virtudes que han de vivir, principalmente la humildad”( C.1,2). La Madre Encarnación Rosal vive con fidelidad la espiritualidad Bethlemita, y la trasmite al Instituto enriquecida con nueva vitalidad Evangélica. Ella nos presenta el misterio de Belén como “Altar de los primeros sufrimientos de Cristo y cátedra de sus más grandes virtudes” (C.I,3)
Todo comienza con una anunciación. Se llega a Belén después de una anunciación:
- la de Gabriel a María
- la del ángel del Señor a José
- la de los coros angélicos a los pastores
- la de la estrella a los Magos.
- como María de la quietud y silencio de Nazaret.
- como José de su propio proyecto,
- como los pastores del calor y sosiego de la majada,
- como los magos de su reino distante y milenario.
Esa anunciación, don de Dios, es un acercarse de Él; un adelantarse en busca del hombre; un algo que se da en la suma gratuidad, sin que haya cabido en los proyectos y esperanzas del agraciado, cuanto menos en sus merecimientos. Esa anunciación es nueva de alegría. A María el ángel le dice: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. (Lc.1,28). Para José la anunciación es nueva de paz y de confianza. “… no temas en llevar a tu casa a María, tu esposa, porque la criatura que espera es obra del Espíritu Santo”. (Mt.1,20). Cuando Lucas nos narra la anunciación a los pastores, nos comunica así el mensaje del Ángel: “no teman, pues yo les anunció una gran alegría”.
Toda anunciación es vocación, invitación, libertad de aceptar, de ninguna manera imposición de Dios. A María se le descubre un proyecto, un plan; sin presiones, sin propaganda; en la sencilla claridad con que Dios habla a sus elegidos. Todo orientado a pedir de Ella una respuesta, un sí a algo que se le propone. María responde: “he aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra”. (Lc.1,38) … “José, hizo lo que le había dicho el ángel del señor y se llevó a su mujer a su casa…” (Mt.1,24-25). A los pastores se les comunica una noticia y se les da una señal. Y es en la absoluta libertad, “cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo…” (Lc.2,15), cuando ellos se dicen unos a otros:
-“Vamos derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor”. (Lc.2,15). Fe y disponibilidad es cuanto Dios pide. María cree y dice “hágase”; los Magos porque “han visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje” (Mt. 2,22). Y José en fe es todo receptividad al querer de Dios.
En vida recibimos anunciaciones, embajadas. Dios no se cansa de enviar a sus ángeles; lo que sucede es que no siempre los sabemos acoger. A María la encuentra Gabriel en su entorno ordinario, en sus diarias ocupaciones: “… entrando donde ella estaba”, nos dice Lucas, sin sugerir situaciones ni circunstancias extraordinarias.
La casa de María debía ser tal y como hoy nos muestran las excavaciones arqueológicas: medio gruta, medio casa, habitación compartida probablemente con el establo de las bestias; sin más decoración que las paredes desnudas de la piedra y el adobe; sin otro mobiliario que las esterillas que cubrían el suelo de tierra batida; sin reclinatorios porque no se conocían; sin sillas porque sólo los ricos las poseían. Sin otra riqueza que las manos blancas de la muchacha, sin otra luz que el fulgor de los vestidos angélicos, relampagueantes en la oscuridad de la casa sin ventanas. No hubo otra luz. No se cubrió la tierra de luz alborozada (Como escribe poéticamente Rosales, con ese afán tan humano de “ayudar” a Dios a hacer ”bien” las cosas). No florecieron de repente los lirios y las campanillas. Sólo fue eso: un ángel y una muchacha que se encontraron en este desconocido suburbio del mundo, en la limpia pobreza de un Dios que sabe que el prodigio no necesita decorados ni focos. (J.L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret).
Es en la sencillez, en la cotidianidad de la vida, lejos de cuanto pueda aparecer como artificio o pose, como Dios realiza sus anunciaciones. Y para percibirlas y acogerlas hace falta “estar dentro” para hacerse sensible a la palabra que el Espíritu susurra en el corazón.
De los pastores nos dice Lucas: “dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño” (Lc. 2,8). Vivían su vida ordinaria, si bien en ella se acentuaban dos circunstancias que, comúnmente disponen al hombre a abrirse al mensaje de lo alto: “dormir al raso”; vida dura, mortificada, al margen de regalos, comodidades e instalación. “Y vigilaban por turno”, actitud de espera, de corazón en guardia, de atención para presentir la cercanía de Dios, de expectativa que abre el corazón a sus sorpresas.
Cuando Mateo nos narra la adoración de los Magos dice: ”… que venían de Oriente” y ellos mismos al indagar ¿dónde está el rey de los judíos? añaden, a guisa de comentario, “vimos su estrella en el Oriente…”. Entregados a lo que constituye su diario quehacer, descubren en el cielo una estrella maravillosa que viene a colmar largos días de estudio, de dedicación, de expectación. Esta estrella es su anunciación ya que, recientes estudios han averiguado la existencia de cierta tradición que por aquellos años andaba muy viva en Persia, referente a la aparición de un Salvador.
Vieron pues los Magos una Estrella especial o simplemente dedujeron del estudio de los horóscopos que algo grande había ocurrido en el mundo, lo cierto es que el hecho de ponerse en camino para adorar a este recién nacido demuestra que sus almas estaban llenas de esperanza. Esto es -me parece- lo sustancial del problema. A la misma hora que en Belén y Jerusalén nadie se enteraba del Dios que ya habitaba en medio de ellos, unos hombres guiados por signos oscuros se lanzaban a la absurda empresa de buscarle. San Juan Crisóstomo lo ha dicho con una frase audaz pero exactisima: no se pusieron en camino por qué hubieran visto la estrella, si no que vieron la estrella porque se habían puesto en camino. Eran almas ya en camino, ya a la espera. (J.L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret).
A José la anunciación se le hace “en sueños”, en medio de la noche y en un pasajero sosiego después de días de oscuridad. “… en visión nocturna, cuando desciende el sueño sobre los hombres, mientras los humanos duermen en su cama, Él (Dios) les abre el entendimiento” (Job 33,15). Así convenía a la humildad y sencillez de José, a su vocación de silencio, a su misión escondida de ser icono del Padre.
Cuando ante el altar de Nuestra Señora, en Petapa, Pedro de Betancur opta por el proyecto de Dios y decide entrar en la tercera orden de San Francisco, se inicia para él la anunciación gozosa del misterio de Dios hecho hombre y niño por amor. Anunciación que se va haciendo más clara y definida a medida que conoce y comunica con los ideales e intuiciones de Francisco de Asís.
El misterio del Dios hecho niño en Belén es central en la espiritualidad franciscana. A la navidad la llama Francisco “fiesta de las fiestas” y su conmemoración se convertía en algo luminoso y gozoso. Era una fiesta para compartir, y por eso quería Francisco que en este día “se les dé de comer en abundancia a los pobres y hambrientos y que los bueyes y asnos tengan mas pienso y hierba de lo acostumbrado…” (2 Celano 200, Leyenda de Perusa).
Francisco de alma de poeta, soñó por mucho tiempo celebrar la Navidad en el templo abierto de la naturaleza. Así un día llamó a un amigo llamado Juan, que tenía en Greccio una montaña alta, coronada por un bosquecillo, que a Francisco le parecía un buen lugar para escenificar el nacimiento del niño Jesús. Dijo a Juan:
Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. (1 Celano 84).
A este respecto dice Victoriano Casas, citando a Niko Kazantzakis:
Los hombres sencillos, de formación simple, necesitan los sentidos para creer. Esto no sabía Francisco también del hermano León desde los comienzos de la Fraternidad. Hablando un día con él, le preguntó: “¿qué dices tú, hermano León?”. No sé qué decir, mi joven señor, soy un hombre simple y, para creer, tengo que ver, oír y tocar. Solo mirando lo visible puedo imaginar lo invisible”. (Victoriano Casas, Francisco de Asís).
El hombre sencillo e intuitivo que es Pedro, se llega también al misterio de Belén en la aplicación de sentidos: ve, oye, toca, huele, gusta, para terminar en contemplación, -en abstracción de los sentidos exteriores-, “de rodillas en silencio”.
La anunciación para la madre Encarnación es una palabra: Belén. Le suena en el alma como campana y la ilumina como estrella cuando su amiga Manuela Arbizú, le habla del Beaterio de Belén. Se le hace, temporalmente, oscura al cambiar éste por el convento de Santa Catalina y vuelve a ser luminosa al tornar al Beaterio. Desde ese momento podrá decir con Juan Ramón Jiménez:
Me desvelé. Salí. Vi huellas
celestes por el suelo
florecido
como un cielo
invertido.
Un vaho tibio y blando
velaba la arboleda;
la luna iba declinando
en un ocaso de oro y seda,
que parecía un ámbito divino…
Mi pecho palpitaba,
como si el corazón tuviera vino…
Abrí el establo a ver si estaba
Él allí. ¡ESTABA!
Y porque estaba allí, porque se le daba en paz y en gozo, porque en el misterio de Dios Niño hallaba el sentido y razón de su vida pudo escribir: ”¡que dulce es acompañar al niño Jesús en la humildad de pobreza de Belén, con María y José!”.
Siempre tras el anuncio viene el marchar a Belén. Y al paso que se recorre el camino, se descubre la anunciación primera como el inicio de la ruta y como la llamada que lleva, a través de las mediaciones, al encuentro con “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc.2,12).
2.- Un camino de pobreza-humildad
El nacimiento del niño Dios en Belén no es un suceso para ponderarlo desde la razón, si no para sentirlo desde el corazón.
Dios no es un problema que hay que resolver, sino un misterio que hay que descubrir. Como a Moisés, El pide a cada hombre que se descalce, o sea que renuncie a todas sus seguridades, protecciones e ideas sobre Él. Dios es siempre sorprendente, y se revela a los hombres en un diálogo de disponibilidad, consentimiento, pobreza y adoración. El no es nunca un país conquistado, si no una tierra santa que ha de pisar con los pies descalzos y las manos caídas. (Vitorino Casas, Francisco de Asís).
La contemplación del misterio de Belén exige para descubrir la humillación del Verbo hecho Niño, una actitud de adoración como la de Pedro de Betancourt. Es “con los pies descalzos y con las manos caídas” como se acerca a contemplar el abajamiento del Dios hecho hombre. De rodillas ante el pesebre ahonda en los sentimientos de su Señor y como “el hombre que cavó en el campo y encontró un tesoro” (Mt. 13,44), lo deja todo para que el misterio de pobreza-humildad del Dios-Hombre inunde su vida y la oriente en un servicio de amor y entrega a los más pobres. Las Constituciones 1,2 reflejan esta experiencia espiritual de Pedro.
Pedro es un contemplativo. Niño y joven en Vilaflor mira con ojos asombrados el paisaje austero del Teide; el sencillo y alegre de su aldea florecida en almendros y en retamales blancos; lo imponderable del mar en la vecina playa del Médano. Comulgar con la naturaleza se le hace habitual; descubrir y llamar en ella a Dios Creador y Padre que da origen, grandeza y dinamismo a todo el mundo es en él un impulso espontáneo y natural. La creación se le ofrece como un reflejo de Dios, un espejo de su belleza, como una revelación del Padre que está continuamente creando.
Cuando la vida de Pedro crece en interioridad y oración, su actitud contemplativa lo vuelca sobre Dios, la Persona de Jesús y su riqueza insondable. Lo atrae el Jesús total, pero esto se le descubre en la contemplación de Jesús crucificado; del Nazareno “que lo acompaña” y camina con él; del Señor Sacramentado ante quien pasa horas en fervorosa adoración; pero, sobre todo, lo atrae y polariza el Jesús de Belén. Ante Él, pobre y humilde se arroba y enardece; llora y ríe, se hace juglar y poeta, contemplativo y místico.
Vivir en actitud de creatura
Lo primero que descubre es la condición de creatura que asume el Verbo hecho hombre. “Envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley…” (Gal. 4,4). “Existiendo en la forma de Dios, no consideró como una presa codiciable mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres” (Fil. 2,6-7). Así pondera Pablo el misterio del anonadamiento del Verbo, su condición de creatura. Y Lucas nos dice: “Y dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera” (Lc. 2,7).
Jesús nace como todos, incapaz de valerse por sí mismo, incapaz de tomar decisiones, abandonado totalmente a la ternura y previsión de su madre. Y esta total dependencia externa es revelación de esa otra interior y más radical que como hombre, lo coloca en manos del Padre. Su vida temporal es bajo el Padre… Y el mismo Jesús nos dice: “todo me ha sido dado por el Padre” (Mt.2,27). Este hecho de Jesús ser y sentirse creatura lo expresa Pablo cuando en Col.1,15 llamar Jesús “el primogénito de toda creatura”.
Desde la Encarnación pero de manera manifiesta en Belén, la vida y el ser de Jesús están ordenados al Creador, referidos a Dios, orientados a su gloria. El canto de los Ángeles en Belén: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos” es síntesis del ser y del hacer de Jesús, totalmente orientado a la glorificación del Dios Creador.
La referencia a Dios, carácter más radical de la creatura, se hace ostensible en Belén donde el Hijo al hacerse hombre es pura transparencia, total apertura al amor y a la acción del Creador; donde su situación de creatura se expresa no solamente en un total desvalimiento -situación de pobreza material radical- sino en una absoluta pobreza de corazón. Experimentan la vida como don de Dios y como expresión de su amor; desde la pobreza del establo, desde su fragilidad de recién nacido, puedes decirle al Padre con el autor del libro de la Sabiduría:
“Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado? Más tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida” (Sab. 11,25-26)
Es manifiesta la manera como desde su invalidez de niño, Jesús nos revela su condición de creatura y su dependencia del Creador. El, quien todo es igual al Padre no trata de soslayar y ni siquiera de debilitar los vínculos que lo ligan a Él. Sus actitudes de sumisión amorosa, de aceptación, de silencio y paz son una lección para nosotros que, en el acaecer diario nos consideramos artífices de nuestra propia vida, señores de nuestro ánimo y nos inquietamos por sacar adelante nuestros planes, a veces con total independencia del querer de Dios. ¡Es tan fácil olvidar que somos creaturas de Dios, obra de sus manos; creados no para nuestro propio provecho sino destinados a la trascendencia que se constituye para nosotros en tarea!
En el comienzo de los Ejercicios, San Ignacio insiste en que el ejercitante pondere ese su ser de creatura, formada y hecha para “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. Para alabarlo en la liturgia de toda la vida; para hacer reverencia, que no es otra cosa que docilidad total al Padre que se nos manifiesta a través del Espíritu; para servir, mediante la realización de nosotros del proyecto del Padre, hasta poder decir con Jesús: “hago siempre lo que le agrada” (Jn.8,29). Y en el pensar y sentir de San Ignacio, la existencia y nosotros de esta triple actitud, se nos hace camino hacia la plenitud.
Muchos salmos están transidos de ese sentimiento de la creatura ante su Señor: “¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él cuides?” (Sal 8). “Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre…; mi alma conocías cabalmente y mis huesos no se te ocultaban, cuando yo era hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra” (Sal. 139). “Los ojos de todos fijos en ti, esperan que les des a su tiempo el alimento. Abres tu mano tú y sacias el deseo de todo ser viviente” (Sal 145).
Por el aliento de Dios entra el hombre en la vida: “El Señor Dios… insufló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre se hizo un ser vivo” (Gn. 2,7). Sin ese aliento vuelve a la nada: “si Él retirarse su aliento, si recogiese en sí su espíritu, junta expiraría toda carne y el hombre volvería al polvo” (Job 34,14-15). Así lo expresa también el salmista: “Escondes tu rostro y se humillan; les retiras tu aliento y expiran y vuelven a ser polvo. Envías tu aliento y son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal.104).
Dios Padre todo lo vivifica porque su aliento creador desborda de su plenitud vital no como necesidad de quien busca algo para sí, si no como generosidad de quien da todo sin pensar en sí; de ahí que es su acción creadora sea absolutamente gratuita y que en ella busque únicamente la plenitud final de la creatura. Todo cuanto el hombre recibe de Dios -por una amorosa paradoja-, no lo disminuye, sino que lo afirma y “autonomiza” para cumplir mejor el plan de Dios en sí mismo y en el mundo.
Jesús en Belén nos enseña a vivir el señorío de Dios. Se siente cerca y pendiente del Padre, libre y con capacidad de amor y de entrega. Cuanto más unido a Dios, más pleno como hombre; cuanto más entregado al Padre, más libre en sí mismo. Desde su invalidez de niño afirma que todo cuanto es y tiene lo recibe de Dios, todo está en El, es hacia El. “En El vivimos, nos movemos y existimos”. (Hch. 17,28). No hay nada que motive a Dios, a crear, mas que su amor; la creatura es llamada de la nada al ser; no es amada porque exista, sino que existe porque es amada. Todo lo que es creado, es creado en virtud del mismo amor que lo ama. “El amor es por excelencia lo que hace ser”; el amor es irradiante, difusión de sí mismo, el amor crea.
Sentirnos creaturas no es, en manera alguna, empobrecernos, antes, por el contrario, es reconocer y aceptar que Dios es el origen de nuestro ser, el principio y corona de nuestra existencia; es desterrar de la vida el sentimiento de vacío, es la negación de la soledad, es el principio de la comunión con Dios. Dice San Agustín: “la criatura grita que ha sido creada, grita que no se ha creado a sí misma; existo porque soy creada; no existía antes y no podía crearme por sí misma…” Y en otro lugar agrega: “Nos hiciste Señor para Ti”. Y el mismo Yavé pondera su amor y preocupación por sus criaturas cuando nos dice por Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is.49,15)
Su santidad Paulo VI en una oración tomada de un cuaderno inédito de 1935, cuando era prelado doméstico de la Santa Sede, dice:
Recuerda, Señor,
que soy criatura tuya,
recuerda
que tú me has suscitado a la vida.
Yo no existía
y tú me has pensado;
y tú me has llamado de la nada
y me has concedido este don de responder:
yo soy.
Tú has guiado con secreta providencia
el camino de mi existencia,
Tú has dispuesto las etapas de mi camino.
De lejos me has llamado
para que yo te respondiese cerca.
y he aquí que existo, criatura de tus manos,
arcilla deforme e imagen de tu rostro
Recompón en mí tus facciones, Señor,
no me juzgues si las he olvidado.
Yo soy frágil en tus manos poderosas,
mi flaqueza es señal
de tu dominio,
pero tus manos son piadosas,
son piadosas hasta cuando
nos oprimen, tus manos sujetan y sostienen,
tus manos castigan y vivifican.
Yo abandonaré en ellas mi vida,
el don que Tú me has hecho
yo te encomendaré;
donde nada se pierde,
perderé mi ser:
en Ti, Señor,
principio y fin mío.
(Oremos con Pablo VI).
Criaturas de Dios, obra de sus manos, somos objeto especial de su providencia, de ese obstinado desvelo de Dios tras nuestra pequeñez, tras nuestra pobreza. La providencia, entendida como solicitud vigilante del Creador, se ve afirmada en la Biblia. No dice X. León Dufour: “…se manifiesta sobre todo en la historia pero no a la manera de un destino que lleve al hombre al fatalismo, ni de un mago que asegure al creyente contra accidentes, y ni siquiera de un padre sin exigencias; si la Providencia establece al hombre en la esperanza, le exige también que sea su colaborador. (X. León Dufour, Diccionario Bíblico).
Pedro expresa su condición de
creatura en pobreza y humildad
Jesús habla de un Dios providente que nos da el pan cotidiano, que vela sobre nosotros, que nos da cuánto necesitamos y sabe cuánto nos sucede. “No anden preocupados por la vida pensando qué van a comer o a beber, ni por el cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Fíjense en los pájaros: ni siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas; y, sin embargo, su Padre celestial los alimenta” (Mt.6,25-26). Asiduo en la escuela de Jesús, así entiende Pedro de Betancourt la Providencia. Cuando fray Payo de Ribera le pregunta cómo han de ser y con que se han de hacer las salas de la enfermería, Pedro encogiéndose de hombros le dice: “Qué sé yo señor. Eso Dios lo sabe, yo no”. Otro tanto cuando el hermano Nicolás de León le habla de deudas, Pedro contesta que él no debe nada. ”Dios lo debe”. Y con acento confiado dice “Señor y Padre nuestro, Padre de los pobres, pagadlo vos que sois rico, tenéis dinero, temporadas, cosechas, tinta, cacao, azúcar y cuanto queréis. Que yo no tengo ni puedo” (Carlos E. Mesa, El hombre que fue caridad).
La pobreza-humildad característica de la espiritualidad de Belén, la fundamenta Pedro de Betancourt en su ser de creatura, convicción que lo abre al amor del Padre y al abandono de su Providencia. Convencido de que en Dios lo tiene todo, camina por la vida desasido de todo cuanto no sea el amor de Dios revelado en Jesucristo. Se cumple en Pedro lo que dijera Francisco de Asís: “la pobreza es el agua que mana de quien vive en docilidad pura y en vacío, de modo que Dios venga y lo llene de su Espíritu”.
Pedro es un pobre-humilde, abierto a Dios y por eso mismo desprendido de los bienes de este mundo. Vive continuamente a Dios como el único Absoluto y al prójimo como la presencia del Absoluto en la historia. Pedro realiza en su vida la pobreza-humildad de Belén en su sentido radical y no meramente moral. Vive dependiente de Dios, se siente hijo y creatura. Como lo recibe todo del Padre, también lo da todo a los demás.
La pobreza material que experimenta desde su infancia lo prepara para vivir en plenitud la pobreza del corazón del que hablan las bienaventuranzas. Estudiante en el colegio de la Compañía y puesto de frente a su pobreza intelectual, toma consciencia de la futilidad de todas las cosas: del querer ser más, saber más, poder más, todo eso que no conduce a otra cosa que a exaltar el yo. Se decide a elegir un nuevo camino: “el del asentimiento a la carencia”. Ya no pretende ser sacerdote, ni misionero. Se abandona totalmente a la voluntad de Dios, permite que Dios oriente y dirija su vida.
Su pobreza material se hace cada vez mayor y él la ahonda, la interioriza y la convierte en actitud de pobreza-humildad que lo lleva a sentirse pecador, a ponerse a los pies de todos; a desconfiar de su juicio y de su criterio, a relativizarlo todo: salud, dinero, saber, poder, autoridad. Para él la pobreza no es solamente saber dar; es, sobre todo, saber recibir. De ahí es su actitud humilde, la convicción de saberse necesitado, el saber aceptar que -a todo nivel- otros suplan sus carencias voluntariamente aceptadas. De ahí su sumisión y docilidad con sus directores espirituales, el permanente diálogo que mantiene con ellos, la exquisita gratitud que lo lleva a agradecer el más mínimo consejo u orientación.
A fuerza de descubrirse y sentirse pobre, crea en su corazón un gran vacío que sólo puede llenarse con la plenitud de Dios. Es por esto por lo que pasa por la vida carente de todo y por lo que la muerte lo encuentra desnudo, desposeído de todo. La muerte es para él el acto de mayor pobreza, la donación total de sí mismo en manos del “Otro”; por eso cuando ella llega, cuando en su vida de pobre todo sea consumado, prorrumpe en un grito de júbilo: “¡esta es mi gloria!. La gloria del no ser, para ser en el “Otro”, la de ponerse en sus manos como pobre y humilde creatura.
En Belén el Verbo hecho niño hace opción por la pobreza-humildad y nos invita a asumir sus opciones y a acoger su estilo de vida. Belén es la primera manifestación de la Encarnación y revela la doble opción de Jesús: apertura total a Dios desde su condición de creatura y amor preferencial por los pobres, los humildes y sencillos. Desde el misterio del anonadamiento del Verbo en Belén, desde su contingencia y limitaciones Pedro deriva su actitud de pobreza. (C.IV,46).
Papini en su Historia de Cristo, nos da su visión acerca de la cueva de Belén cuando afirma: “Jesús nació en un establo”. Ni pondera, ni describe, ni da paso a la imaginación. Esta y el arte nos han enseñado malas jugadas respecto a la realidad de Belén.
José María Cabodevilla, ve así el nacimiento de Jesús:
Dios no quiso que la virgen diese a luz rodeada de vana curiosidad, envuelta en ruidos, incapaz de éxtasis. Y se la llevó al campo. Allí en libertad y soledad, sola con José, parió al niño Jesús.
De todo cuanto la literatura cristiana, más o menos convencionalmente, ha añadido al puro relato evangélico, lo que más me ha gustado es esta frase que leí hace tiempo en San Ignacio de Antioquía: el nacimiento de Jesucristo ´ocurrió en silencio´.
“Lo envolvió en pañales y los reclinó en el pesebre”. Le besaría los pies porque era su Señor, le besaría la cara porque era su hijo. Se quedaría quieta mirándolo. Era como una menuda flor que aún la yema del dedo podría lastimar. (Cristo Vivo).
Pedro y su comprensión de Belén
Pedro de Betancourt desde su comprensión y vivencia del misterio de Belén nos enseña que éste se vive y se honra no sólo con villancicos, luces, procesiones, panderetas y castañuelas. Belén en la espiritualidad de Pedro es tremendamente austero, tremendamente realista. Belén es soledad, marginamiento, opresión, injusticia. “No hubo lugar para ellos en la posada”, para otros sí, más no “para ellos” pobres, campesinos y advenedizos; para María en esa situación de incomodidad, de fealdad, de peso y de carga que son para la mujer los tiempos últimos de un embarazo; para José humilde, sencillo, con ese aire de timidez del aldeano que llega a la ciudad. Para el niño que viene, Belén es rechazo anticipado, incomprensión; ya se lo mira como intruso, ya sufre el rechazo de tantos niños no deseados, no bien acogidos.
La gruta no es lugar de poesía. Es oscura, fría, dura, es la pobreza con todas sus consecuencias. Es el desalojo, la hostilidad; tiene la dureza de la chabola, la crispación del barrio marginado, el aspecto amargo del tugurio. El heno es duro, huele a establo. El niño llora de desvalimiento; llora el doble abandono de dos senos cálidos, amorosos: el del Padre y el de María. Llora como todos los niños ante un ambiente hostil tras la protección del vientre materno. Llora de hambre, llora de sueño, de incapacidad, llora de niño. Sí, belén es tremendamente austero, tremendamente duro.
Desde Belén Jesús comulga con el dolor y la situación del pobre. Belén es el inicio de las austeridades de Jesús que no tendrá, como lo tiene el pájaro, un nido; que no tendrá una cueva como la tienen los zorros. Dormirá en el suelo duro y al descampado. Belén es anticipo de las largas caminadas, del incansable a andar por tierras de Judea y de Galilea, sin “báculo para el camino, ni bolsa, ni morral, ni sandalias” (Lc.10,4). Belén es ausencia de familiares y amigos. Allá están en Nazaret, pero en la ciudad de David no hay para los padres y el niño sino indiferencia, despreocupación, desconocimiento. Jesús asume sin atenuaciones la situación del pobre desarraigado de su medio, de los suyos y perdido en el desierto de la ciudad. ¡Que duro es Belén y cómo lo hemos mitigado y reblandecido!.
Belén invita a hacerse pobre y humilde, a hacerse el niño. En Belén se palpa el misterio de Dios, un Dios que para acercarse al hombre, no busca nada aparatoso, nada que llame la atención, un Dios que para decirnos que somos sus criaturas muy amadas, se hace un niño.
Belén en su humildad y pobreza es, como escribe Martín Descalzo: “un lugar no apto para mayores, una auténtica fiesta de locos”. ¡Cuánta razón tiene, entonces, Pedro de Betancur cuando dice a los suyos: “En llegando la navidad pierdan el juicio”. Y ¿que es perder el juicio?
Es aceptar que entorno a Jesús Niño se desarrolla una serie de paradojas: “Dios es todopoderoso, el niño, todo desvalido. El hijo esperado era la Palabra; aquel bebé no sabía hablar. El Mesías sería el `camino`, pero éste no sabía andar. Era la verdad omnisciente, más esta criatura no sabía ni siquiera encontrar el seno de su madre para mamar. Iba a ser la vida; aunque se moriría si ella no lo alimentaba. Era el Creador del sol pero tiritaba de frío y precisaba el aliento de un buey y de una mula.” Y podrían seguir las paradojas, porque para un niño “envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”, el cielo luce estrella nueva; los Ángeles entonan cantares nunca oídos; tres reyes poderosos llegan desde Oriente y la Virgen Madre que anunciara Isaías da a luz un hijo. ¡De verdad, es para perder el juicio…!.
Ahondar en cualesquiera aspecto de este camino y, por ende, de la espiritualidad de Belén es descubrir nuevas y variadas perspectivas. Es abrir el corazón y el alma para desde el aspecto contemplado, asimilado y, quizás vivido, lanzarse en fe, esperanza y amor a descubrir filones nuevos en la inabarcable riqueza de Dios hecho Niño en Belén. Cada paso en este camino de seguimiento es una invitación a nuevos avances; es una insoslayable respuesta al “Amor de todo amor”, al niño que nos ha lanzado tras Él, como lanzó a los pastores y a los Magos.
3.- Un camino de amor y de obediencia
Dice Pablo en la carta a los Gálatas: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Y porque somos hijos, Dios mandó a nuestro corazón el Espíritu de su propio Hijo que clama así: “Padre mío”. Así pues, ya no eres un esclavo, si no un hijo, y por eso recibirás la herencia por gracia de Dios” (Gal. 4,4-7). Este texto no sólo afirma la condición filial de Jesús, sino que despierta en nosotros la conciencia de la filiación que es uno de los grandes dones que nos ha hecho Jesús en su encarnación y en su vida. Para que el nombre se atreviera a llamar Padre a Dios, fue necesario no sólo que Jesús lo hiciera, si no que nos mandara a hacerlo.
La “Buena nueva” de Jesús es la revelación del Padre; es la afirmación de la relación filial que nos une a Él. Antes de Jesús, Yavé era el Dios lejano a quien el hombre apenas si tenía el atrevimiento de dirigirse. Cuando Abraham ora por la salvación de Sodoma, prosternado en tierra balbucea: “en verdad es atrevimiento el mío el hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza”.(Gen. 18,27).
“La paternidad de Dios viene siempre fundamentada en un acto histórico: la salida de Egipto. Lo cual quiere subrayar que se trata de una elección, no de una generación” comenta Torres Queiruga. Sin embargo, el conocimiento de un Dios Creador y Conservador se plasma algunas veces en el símbolo paternal. Así el salmo 103:
Igual que la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen…
Pero son sobretodo los profetas quienes con expresiones llenas de ternura muestran el vínculo entre creación y paternidad:
Pues bien, Yahvé, tú eres nuestro Padre.
nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero;
la hechura de tus manos somos nosotros. (Is.64,7)
Importante, también, es este otro de Oseas, en un contexto de amor y perdón incondicional:
Y, con todo, yo enseñé a Efraín a caminar,Tomándolo en mis brazos (…)¿Cómo voy a dejarte Efraím?,¿Cómo entregarte, Israel? (…)Mi corazón se me conmueve, mis entrañas se estremecen. (Os. 11, 3.8-9)
Y el texto de Jeremías que muestra una “piedad divina y paternal”:
¡Sí es mi hijo Efraín, mi niño, mi encanto!
cada vez que lo reprendo, me acuerdo de ello,
se me conmueven las entrañas
y cedo a la compasión (Jr. 31,20)
Comenta Cabodevilla:
En los casos de piedad más personal los judíos invocaban a Dios padre como abi, termino procedente del lenguaje sacral al de la sinagoga; al padre terreno le llamaban abba. Existía un verdadero celo por distinguir una paternidad de otra. He aquí que viene Jesús de Nazaret y bruscamente, extrañamente, de manera bien desconcertante, comienza a llamar abba a Dios. Tan asombrosa resulta esta palabra aramea referida a Dios, que Pablo, aunque escribe en griego, no puede menos de conservarla, como si fuese intraducible, de tan tierna y sorprendente y desacostumbrada; un diminutivo vocativo que jamás boca alguna pronunció en sentido figurado.
Abba: casi una clave de enamorados, una cifra, “ipsissima vox Iesu” (discurso del Padre Nuestro).
Cómo vive Jesús su condición de hijo
Cuando uno se aproxima a la persona de Jesús, a su interioridad y espiritualidad, comienza a descubrir algo que atrae, que fascina y que en tanto crece y se ahonda, arrebata cual si nos envolviera un torbellino de estrellas: es su amor, su dedicación, su entrega total al Padre. Jesús decía Abba y expresada por completo el secreto íntimo de su ser.
En Belén, Jesús, -el hijo de María y de José- experimenta a través de ellos el amor y la solicitud del Padre. El, que un día al hablar de ese Padre providente hará referencia a los lirios del campo que sin hilar y sin tejer se engalanan con más pompa y colorido que Salomón, descubre el amor mayor del Padre que a lo largo de su vida lo irá envolviendo en cuidado, en Providencia, en vigilancia amorosa, en la ternura de su madre que ha preparado para Él pañales humildes pero suaves; pobres pero ricos en amor, ya que ella los ha cosido con sus propias manos; así como en la solicitud humilde de José que ha limpiado, iluminado y calentado el establo.
Jesús desde la cuna y desde el establo, a pesar de la pobreza, el frío, la soledad, comienza también a sentir y a descubrir la presencia del Abba en los pastores que lo adoran y le ofrecen sus dones; en los magos que le rinden reverencia y le presentan cuanto de mejor había en sus reinos; en la estrella que con claridad de plata ilumina el portal. Experimenta cómo ser hijo es sentirse objeto de una ternura que se adelanta, que previene y rodea aún antes que podamos entenderla, menos aún responder con una ternura similar. Para él como para nosotros la idea de padre sugiere inmediatamente la idea de sostén, de fundamento, de seguridad. Alimento, techo, amparo.
Ya desde Belén comienza a vivir lo que podría llamarse la razón y pasión de su ser de hombre: descubrir a Dios como Padre, amarlo, constituirlo el eje de su existencia, vivir para su gloria y predicar y enseñar a los hombres la buena noticia del Abba. Desde la soledad del portal se le empieza a revelar ese Padre que irrumpirá en su vida de una manera misteriosa y para nosotros desconocida, cuando a los doce años visite el Templo y se sienta, por así decirlo, tomado por el Padre, arrebatado por su presencia y sus exigencias, hasta el punto de sustraerse a la compañía y a la obediencia de José y de María.
¿En que ocupa Jesús los tres días que, aparentemente perdido, pasa en Jerusalén? ¿sobre qué habla con los viejos maestros de Israel? ¿Qué preguntas les hace sobre ese Dios a quien Él experimenta como Padre, pero a quien en lo oculto y en las enseñanzas de la ley advierte solamente como Dios poderoso y terrible que se manifestó a Moisés en el Sinaí?
Nos dice el evangelista Lucas que Jesús “escuchó y preguntó”, lo que según S.S Paulo VI “es lo que hace el amor: escucha y pregunta. Con esto basta”. Cuanto escucha despierta en Él el anhelo incontenible de saber más acerca del Dios que Él entrevé como Padre; de experimentarlo como tal, de vivir la maravillosa aventura de ser y sentirse hijo, de anteponer sus intereses y su amor. Es quizá por esto por lo que cuando nuestra señora le dice al encontrarlo: “Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo angustiados, te andábamos buscando”, le contesta con la desconcertante pregunta: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”, expresión densa en mensaje y anticipo de lo que constituirá su hacer y su ser. Cuando lo requieren los negocios de su Padre, nada hay capaz de retenerle, ni las alegrías del efecto más tierno, ni el temor de herir en lo más íntimo del alma a María y a José.
Esa revelación de Dios como Padre sigue cobrando fuerza y relieve a lo largo de la vida de Jesús y se hace patente en muchos momentos:
En su bautismo, Jesús “vio” y “oyó” a este Dios. <…> Al salir del agua, Jesús sintió que el Espíritu de Dios, el aliento de Dios, se adentró en él, y “oyó” la voz de Dios que dijo: “Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto”(Mc. 1,11). Después de esto todo fue distinto en Él.
Juan Bautista había atemorizado a la gente con el Dios justiciero del Antiguo Testamento.
Pero Jesús “vio” y “oyó” al Dios del amor y de la misericordia. Juan decía: “Enmendaos y haced penitencia”. Jesús: “Enmendaos y confiad”. Jesús se separó de Juan y siguió su propio camino.
Lo que Jesús oyó y vio en el bautismo fue la experiencia más importante de su vida. Por fortuna para nosotros, nos transmitió esta experiencia; estamos reconciliados con Dios, somos aceptados y amados por Él (Franz Alt, Jesús el Primer Hombre Nuevo).
El Dios riguroso y justiciero del Antiguo Testamento se le ha revelado como Padre amoroso, “un Padre con rasgos maternales”. Dios no es un patriarca severo, ni una realidad lejana, Dios es Padre.
Misión especial de Jesús
Revelar a Dios como Padre es la misión especial de Jesús, misión que empieza cumplir cuando en la gruta une al cielo y a la tierra; cuando revela en su mirada y en su rostro de recién nacido la bondad y la benignidad; cuando en su actitud de abandono y de paz, no obstante la pobreza del establo, nos revela el amor del Padre en la entrega generosa de María, en el servicio humilde de José. Tres años, los que llamamos de su ministerio y vida pública, dedica Jesús a predicar al Padre. Afloran en sus enseñanzas la reflexión y oración de los años de vida oculta, cuando tras la experiencia del Padre tenida en el templo, se dedica a descubrirlo en su entorno, a hacerlo íntimo, a llenar de Él su corazón y sus sentidos todos. En el paisaje que lo rodea, en la actividad diaria de las gentes de Nazaret, en cuanto constituye el ordinario acaecer, Jesús va descubriendo la acción del Padre, sus perfecciones, su desvelo y amor por sus criaturas.
Se imagina uno al niño, al adolescente, al joven Jesús abierto a toda belleza, receptivo a toda llamada acogedor de todo mensaje. Todo lo guarda y medita, -como, según Lucas, lo hacía su madre-, y todo reelaborado en su interior al calor y a la luz del Espíritu, lo hace doctrina, enseñanza y revelación del Abba.
Las vides de cepas generosas y de sarmientos retorcidos, le hablan del Padre-viñador que corta y limpia para que al tiempo de la cosecha los viñedos se encuentren frutecidos. Los pájaros que en los barbechos — donde la tierra descansa en su año jubilar — saltan y picotean ajenos a todo afán de siembras, de cosechas, de recolección en graneros, los pájaros cuya única ocupación es cantar y volar y fabricar su nido, son objeto del cuidado del Padre que vela sobre ellos, los alimenta y cuida de tal manera que “… ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues vosotros valéis más que muchos Pajarillos” (Mt.10,29-31). Cuando camina por los ribazos cubiertos de hierba y salpicado de florecitas campesinas, cuando goza con sus matices y con la suavidad de sus coronas, piensa en su Padre que así viste y engalana, aún cuando su belleza sea transitoria y su vida efímera. “¿No lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” (MT.6,30).
La actividad diaria de las gentes de Nazaret es, también para Jesús lugar de descubrimiento de las maneras de ser del Padre. La vida en la pequeña aldea no tiene mucho de privacidad.
La vida se hace en la terraza o más comúnmente en el patio delantero. En Galilea hace buen tiempo la mayor parte del año y se vive, por tanto, al aire libre. Las excavaciones en muchas ciudades de la época nos han mostrado que la mayor parte de esas casas se abren sobre un patinillo en el que coinciden generalmente varias viviendas. El Galileo del tiempo de Jesús puede decir, en justicia, que vive "con derecho a patio". En él se trabaja -allí debió de tener José su carpintería- allí se se guisa y se prepara el pan, entre el piar de las gallinas y los gritos y carreras de los niños. En este corral hay con frecuencia árboles frutales, casi siempre alguna higuera. En uno de sus rincones puede haber un horno, que sirve para todas las familias que colindan. Y a la vez algún sombrerajo para protegerse del sol.
Allí vivió la casi totalidad de su vida la familia de Jesús. Habrá que empezar a desechar esa idea de la "sagrada soledad" en que se encontraban. José trabaja en su madera al lado de su vecino el talabartero o el curtidor. María hila y guisa junto a sus convecinas. El niño vive en mezcla continua con la patulea de los críos de las casas próximas. Este patio es la habitación común que todos comparten y no hay que imaginarse un clima místico en el que las vecinas de María fueran Santa Catalina y Santa Eduvigis. En torno a ellos giran la murmuración y la envidia, el trapicheo y los líos de faldas, justamente igual que en cualquier piso de vecindad hoy. (J.L. Martín descalzo, vida y ministerio de Jesús de Nazaret).
Es esta proximidad a las gentes en su vida de cada día, lo que le permite a Jesús hacer experiencia de maneras, de sucesos, de acaeceres que se vuelven noticia y objeto de cuchicheo, pero que para Él, en su forma de interiorizarlo todo, se convierten en atisbos de las perfecciones del Padre, en revelación de su amor y de su misericordia. La convivencia en el patio común le da la oportunidad de conocer tipos y caracteres. Tal vez al padre gruñón y caprichoso, exigente y pendenciero, que no las tiene ni con sus propios hijos a quienes riñe, grita y lleva la contraria. Sin embargo, cuando le piden pan no se lo niega y hasta se priva por ellos del mejor bocado. Otro tanto cuando le piden un huevo o un pez. Por lo que Jesús concluye para nuestra enseñanza: “si, pues, vosotros, siendo malos, saben dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt. 7,11)
Otro día es, tal vez, la recién casada que guarda con cuidado y muestra con orgullo las 10 dracmas que recibió de su esposo el día de su boda. Se acerca llorosa al rincón donde María asa el pan para contarle que sin saber cómo, ha perdido una de sus preciosas monedas.
Por consejo de ella deja de lloriquear, enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado la moneda hasta encontrarla bajo la estera que le sirve de lecho. Y Jesús, ante el gozo de la mujer por el hallazgo, comenta para nuestro provecho que un gozo igual experimenta el Padre por "un solo pecador que se convierte”.
Cuando en las tardes ve a su madre dejar el bullicio del patio y subir los peldaños que conducen al lugar usado como dormitorio, sabe que se retira a orar y que tras cerrar la puerta encontrará "al Padre que está allí, en lo secreto"; "y que el Padre que ve en lo secreto", te recompensará.
Si camina a lo largo de los senderos sombreados por los terebintos y sicómoros, se detiene a mirar los rebaños que conducidos por sus pastores vuelven a las majadas. Se conmueve ante el rabadán que lleva sobre los hombros a la oveja herida y que está dispuesto a cualquier sacrificio por ella. Entonces habla del Padre, que lo ama a Él porque da su vida por las ovejas, y porque la da voluntariamente conforme a la orden recibida del Abba. (Cf. Jn.10,17-18)
Jesús, el hijo de María y de José es ante todo el hijo de Dios. Lo había dicho el salmista: "tú eres mi hijo; yo te engendrado hoy” (Sal. 2,7). Y Oseas: "… De Egipto llamé a mi hijo", texto que Mateo 2,15 aplica a Jesús. Y Jesús tras su diálogo con la Samaritana dice a sus discípulos: "mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn. 4,34). Jesús desde su nacimiento comienza a realizar la obra que el Padre le ha confiado: nuestra redención. Nos señala y abre el camino para ir al Padre; más aún, se hace nuestro camino: "yo soy el camino" (Juan 14,5).
Mirar al niño de Belén, saberlo Dios y contemplarlo criatura; conocerlo como palabra y verlo en el silencio; reconocerlo poderoso y descubrirlo en absoluta dependencia; sentirlo Señor y verlo humillado como siervo, son realidades extremas que sólo podemos asumir desde la perspectiva del plan de la Trinidad de redimirnos en Jesús, de salvarnos en Él; de hacernos hijos en el Hijo; de mostrárnoslo como maestro para que nos enseñe la mayor lección: que Dios, su Padre, se hace nuestro Padre. San Hilario dice que: “la obra más grande del Hijo, ha sido la de darnos a conocer al Padre". Y esta revelación nos la hace desde Belén con su ejemplo de humildad y pobreza, de adoración y silencio; de bondad y de paz.
Escribe Cabodevilla:
¿Quién puede conocer a ese Padre? ”nadie conoce al Padre si no el Hijo y aquel a quién el Hijo quiere revelárselo". No es otro — sea cualquiera la cuestión tratada: el grano de mostaza, o el salario repartido a los viñadores, o los diversos detalles del juicio final — el tema constante, obsesivo de su predicación: la revelación del Padre
¿Y quién podrá llegar a ser hijo de tal padre? Sólo aquel que es regenerado en Cristo. Lo que éste aporta al enseñarnos a llamar Padre a Dios no es una idea nueva, una nueva noción de la divinidad, un nuevo nivel de revelación; no es un concepto nuevo, sino un hecho nuevo. No se trata de una cosmovisión original, ni siquiera del real descubrimiento de un continente desconocido; se trata de la creación de una tierra hasta entonces inexistente. (Discurso del Padre Nuestro).
En comunión con
las actitudes de Jesús
Las actitudes filiales de Jesús no pueden ser ajenas a quienquiera pretenda seguir la espiritualidad de Belén; como la de Él, toda la vida debe ser un continuo mirar hacia el Padre para descubrir su voluntad, para rastrear su querer, para "hacer siempre lo que a Él agrada”.
Lo entendía así la madre Encarnación cuando en una de sus cartas escribía: "el pan de Belén es la santísima voluntad de Dios".
La gratitud, la acción de gracias es otra de las manifestaciones de la postura filial de Jesús. Si tomamos los evangelios y rastreamos la vida y acción de Jesús, lo descubrimos siempre vuelto hacia el Padre en gratitud. "Padre, gracias te doy por haberme oído". (Jn. 111,14). Cuando realiza milagros, cuando los ofrece como signos de su misión y como testimonios del Reino, lo hace en un clima de acción de gracias al Padre: "… Después de dar gracias…" (Mateo 15, 35). ”Y tomando una copa, dadas las gracias…" (Lc. 22,17).
La acción de gracias al Padre nos la enseña con sus propias experiencias. Cuando en el curso de su vida pública pasaba una vez por los confines entre Samaría y Galilea, le salen al encuentro diez hombres leprosos, que le piden insistentemente su curación. Jesús se compadece de ellos y les dice: "id y presentaos a los sacerdotes". Y dice Lucas: "… Mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en altavoz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús le daba gracias…" (Lucas 17, 14-16). Y Jesús que siempre impone silencio a quienes han sido objeto de sus milagros, al ver que de los diez curados, solamente uno ha regresado pregunta: “¿no quedaron limpios los diez? los otros nueve ¿dónde están? ¿no ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?” (Lc. 17, 17 -18)
La obediencia es otra de las actitudes filiales de Jesús. Hacer lo que agrada al Padre; ir por la vida buscando su voluntad para realizarla hasta en sus menores implicaciones; subordinar su proyecto al proyecto del Padre, todo esto constituye su permanente quehacer.
Su vida toda se inscribe dentro de dos coordenadas de obediencia: aquella a la cual se refiere Pablo cuando en hebreos 10,6-7 dice: "sacrificios y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡he aquí que vengo — pues de mí está escrito en el rollo del libro — a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y la otra coordenada, la que en el capítulo 19,30 del evangelio de Juan, se expresa así: "todo está cumplido". Esta actitud de obediencia de Cristo la expresan así las constituciones: "Cristo en la encarnación asume la condición humana e identifica su voluntad con la del Padre para glorificarlo, salvarnos y ser para cada una de nosotras el modelo del hombre nuevo. Nuestro compromiso de obediencia es hacer nuestra la actitud de Cristo, colaborar en la realización del plan de Dios en la congregación y en el mundo. (C. IV, 66).
María, rostro materno de Dios
No hace mucho al leer uno de los últimos libros de Cabodevilla, vi con claridad mayor, que es actitud de quién en seguimiento de Jesús en Belén toma una postura filial ante el Padre, asumir también la de un amor dedicado a María, madre de Jesús.
Narra don José María su reunión con unos cuantos amigos sacerdotes y viejos compañeros de seminario en el santuario mariano de Ujué (España), luego de haber visitado otros santuario del Pirineo Navarro, el de Roncesvalles. "Lo primero que hice al postrarme ante la virgen de Ujué fue presentarle mis saludos de parte de la virgen de Roncesvalles". Y luego de mostrar cómo este saludo de una virgen la otra era un mero recurso literario, ya que ella es sólo la virgen, la virgen de Nazaret, agrega “¿por qué yo a veces pido auxilio y muy concretamente a la virgen de Ujué? Es evidente que a quién recurro es a la Madre de Dios, pero es también evidente que la elección de ese título no ha sido gratuita. Al invocar a la Virgen de Ujué estoy evocando mi niñez, consciente o inconscientemente. ¡Consciente o inconscientemente, siempre que acudimos a Nuestra Señora lo hacemos desde el fondo infantil del corazón, desde una inocencia perdida pero añorada, desde una debilidad más explícitamente reconocida, desde ese niño más o menos desfigurado y reprimido y amordazado que, por fortuna, sigue vivo dentro de nosotros!”.
La lectura de Cabodevilla y frecuentemente mirar al hermano Pedro me dijeron, de una vez por todas, que no se puede tener a Dios por Padre si no se tiene a María por madre. En la economía de la salvación Santa María que es Madre de Dios, es también madre nuestra. Ella ejerce con nosotros funciones múltiples siempre maternales, ella nos hace accesible a Dios de muchas maneras "para alimento de nuestra mente y de nuestro corazón, convirtiendo al Dios de los cielos en un Dios encarnado, en un Dios niño y transformando los altos conceptos sobre Dios en una doctrina asequible". Ella que hizo humano a Dios, hace humana también la maternidad divina, la traduce en una figura visible, cercana y convincente. "Ella es el rostro materno de Dios”.
Así lo entendió el hermano Pedro; por eso tributó a Nuestra Señora especial "amor y reverencia". De él dicen los biógrafos que nadie le ganaba en amor a la Señora. Le ofrecía "vasallaje de fidelidad pidiéndole ser adoptado por ella como hijo y esclavo de amor"; era un peregrino incansable de los altares y santuarios de María. Y llevaba, también, mensajes de saludo de la virgen de Belén a la virgen de la Concepción de Almolonga; de Nuestra Señora de Santa cruz a la afligida virgen de la Soledad de la Iglesia de la Escuela de Cristo. Hizo del oratorio de la virgen de Belén centro de irradiación Mariana; ante la virgen de Belén "los niños rezaban el rosario Y lo coreaban los enfermos, huéspedes, terciarios y otros devotos…". (Carlos E. Mesa. El hombre que fue caridad).
Asimismo la Madre Encarnación es hija fiel de Nuestra Señora. La encuentra desde niña en sus visitas diarias a la iglesia parroquial y ante el altar de Nuestra Señora del Rosario hace ofrenda frecuente de rosas de su jardín. Cuando llega al beaterio, escribe Mesa, "… se encontró con Nuestra Señora de Belén y la constituyó su maestra, consejera y compañera en la tarea de santificarse, y en las encomiendas que hubo de cumplir como formadora y superiora de religiosas”. Cuando crece en amistad con el Corazón de Jesús y recibe sus confidencias, se vuelve hacia la virgen dolorosa porque en las penas de la Madre encuentra el reflejo y la resonancia de los dolores de su Señor. El amor a la Virgen de los Dolores se convierte en estímulo para el ejercicio de la virtud; en iniciativa para honrarla con devociones, plegarias, cantos y, en ocasiones hasta en fuente de inspiración poética. Su celo por la conversión de los pecadores la abre al mensaje de oración y de penitencia de Nuestra Señora de Lourdes. Llega hasta la gruta de Masabielle en piadosas romería mediante el ejercicio de los Dieciocho Días, devoción que ella crea, practica y difunde. Su última visita es al santuario de Nuestra Señora de las Lajas. De nuevo allí ante la virgen del Rosario teje su corona de ave Marías y demanda de la Señora la gracia de morir en un acto de amor a Dios.
La ruta de Belén, ruta de las bienaventuranzas, no puede hacerse sino en estrecha relación filial con el Padre, a ejemplo de Jesús, "con la unción del espíritu Santo y la silenciosa compañía de quién ha sido llamada Bienaventurada por todas las generaciones", escribe el padre Javier Ozuna G., S.J. En la introducción al libro: en la ruta de las bienaventuranzas.
Apostar por la paternidad de Dios
Pedro de Betancur en seguimiento de su Señor y Maestro hace de su vida una puesta por la paternidad de Dios. En su pobreza y sencillez, sabe y acepta que “nuestro Padre del cielo nos ama” y se decide, como Jesús, hacer fundamentalmente hijo. Al Padre mira en todo momento. Si se siente angustiado dice con su Señor: ¿le pido al Padre que me saque de esta hora? Pero si para esto he venido, para esta hora. Padre mío… hágase tu voluntad". En sus momentos de dolor y de soledad su actitud de paz dice que no se siente solo, que con él está el Padre. (Cfr. Jn. 16,32). Frente a una acción múltiple, que supera sus capacidades, que exige de él cuanto de mejor tiene en lo humano, no teme ni se arredra, sabe que no hace nada por sí mismo, sino que lo hace con el Padre y porque así se lo ha enseñado su único Maestro (Cfr. Jn. 8 28).
Su vida es un tejido de confianza y abandono en la misericordia del Padre. Cuando ora, dice su biógrafo Carlos A. Mesa: "sus rezos son elementales, sus devociones las más populares de su época. El Padre nuestro eterno que enseñó Cristo”. (…). "Suya es una glosa del padre nuestro, rezumante de ingenuidad" y de sentido filial:
Padre nuestro que estás en los cielos,
líbrame, Señor, de todos mis duelos.
Santificado sea tu nombre:
hágame Dios, en todo, buen hombre.
Venga a nos el tu reino:
líbrame, Señor, de todo el infierno.
Hágase tu voluntad;
sírvate yo con toda verdad.
El pan nuestro de cada día;
sírvate yo con toda alegría.
Y perdónanos nuestras deudas;
a todos perdono por mi Dios de amores.
No nos dejes caer en tentación;
líbranos, Señor, de todo mal.
A todos servir; a ninguno mandar.
Ayúdanos, Dios, aquesto a ajustar
y en toda mi vida nunca más pecar.
Amén.
En todas las circunstancias de su vida, Pedro observa una conducta filial. Las bienaventuranzas que vive gozosamente son la explicitación de la manera como asimila el ser digno hijo del Padre del cielo. Para Pedro la santidad consiste en ser y en hacerse hijo. Así, es humilde porque sabe que el Padre mira en lo oculto; ora con confianza porque el Padre sabe lo que necesita; perdona porque Él perdona y es misericordioso como lo es el Padre del cielo.
De él puede decirse lo que Michel Hubaout dice de Francisco de Asís:
"su norma de vida encontró un bien a su medida. Todo es don, desbordamiento de la paternidad creadora de Dios. Todo: su vida, sus facultades humanas, el cosmos, la tierra, el hombre, todos los bienes espirituales se convierten en un regalo. Arraigado en el amor gratuito del Padre. Francisco se siente liberado de todo instinto de propietario. No pos ella nada suya como lo recibe todo. En adelante ya no tendrá nada que perder, a no ser el tesoro de Dios. ¡Está enamorado de Dios cierra admiración y eso es maravilloso"
(Michael Hubaout, el camino franciscano)…
¡Otro tanto sucede a Pedro!
Para Pedro sentirse "hijo" del Padre del cielo es experimentar que es amplia y amorosamente "hermano". En el camino de Belén no puede faltar este hito indicador de ruta, porque no se puede llamar Padre a Dios y ser su hijo fiel, como Jesús, sin sentir que el corazón se amplía y que "todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres" (1Cor. 12, 1-3) somos hermanos.
Cuando con fe y devoción nos adentramos en el camino de Belén, advertimos como nos lo enseñó Jesús, que quienquiera que haga la voluntad del Padre "ese es mi hermano, mi hermana <…>" (Mc.3, 35).
4.- Un camino para la fraternidad y la paz
Desde el nacimiento hasta la muerte, todo el esfuerzo de Jesús es el de reunir a los hijos de Dios, hacerles descubrir el amor del Padre que los hace hermanos en el Hijo y los sella con la unidad: "que sean uno como nosotros". (Jn. 17, 11). En Belén reúne en una común llamada a los que podemos considerar núcleos extremos de la sociedad de entonces: reyes y pastores, y los hace fraternizar en una misma fe, una misma adoración, una común respuesta. A unos y a otros el niño recién nacido es una invitación a vivir según la buena noticia que se les ha dado.
Mateo nos dice que los reyes "se retiraron a su país por otro camino", (Mt. 2,12) y cabe pensar que tras la experiencia de descubrir a Dios que fraternizaba con el hombre y asumía su situación y sus limitaciones, los reyes volvieron a sus reinos por el camino nuevo del amor. Y no es esto una simple consideración piadosa, ya que es psicológica y espiritualmente imposible que luego de vivir una experiencia de Dios como la que ellos vivieron, no se hubieran tornado fraternos. El Dios que en abierta y franca solidaridad se les había revelado, había construido en ellos la fraternidad, ese sacramento de la humanidad divina, y en Él la experimentaban recibiéndola para, a su vez, darla a los demás.
Lucas escribe que los pastores "… se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto…" (Lc.2, 20). ¿Y que habían visto y oído? habían visto y oído cómo a ellos gente sin cultura, sin status social, sin medios económicos, se los llevaba ante el pesebre y se los hacía depositarios de un mensaje de esperanza. Habían descubierto el amor en la bondad, la acogida, la humildad de María y en la actitud de paz y de serenidad de José.
Habían fraternizado con los reyes y habían experimentado cómo el amor revelado en Jesucristo, hacía posible la convivencia entre los ricos y los pobres; entre los que gobiernan y los marginados; entre los que podían ofrendar el oro, el incienso y la mirra, y los que solamente podían traer un vellón recién cortado, el odre de leche espumosa o la cuajada rezumante. La presencia de Jesús, fuente y razón de toda vida fraternal transformaba, así, en hermanos a personas social, económica y étnicamente distanciadas.
El Dios nacido hombre en el portal "parecido en todo a sus hermanos" (H e B. Dos, 17) nos llama a todos a vivir en una comunidad de hermanos. "Nuestra vocación cristiana no puede llevarse a cabo más que en la fraternidad y por medio de ella porque es un lugar privilegiado de nuestra conversión y de nuestro encuentro con Dios”.
En perspectiva evangélica una actitud fraterna se caracteriza, como la de Jesús, en atención a los demás y afecto por ellos; en apertura a todos y en conocimiento existencial de cada uno. A Jesús lo descubrimos, a través de su vida pública y de su ministerio, atento a los otros y a sus necesidades. Cuando recorre los caminos, entra en las ciudades y se detiene a predicar en altozanos y sinagogas, parece que no piensa sino en las necesidades y en las enfermedades de quienes lo rodean. Si las gentes lo siguen para oírlo y, admiradas de su doctrina, se olvidan hasta de tomar alimentos, es Jesús mismo quien cae en la cuenta de la necesidad que tienen de algo que comer y es su preocupación por los otros lo que lo lleva a multiplicar los panes y los peces.
No rechaza a quien le suplica ya sea leproso, ciego o lisiado; aún más, se adelanta a dar aun cuando nada le hayan pedido. Entrando en Naín se encuentra la madre viuda que camina en el cortejo fúnebre de su hijo único y lleno de compasión se adelanta a consolarla, devolviendo al hijo a la vida. Y no realiza esto como signo que confirme su misión de mesías, sino por afecto e interés por quienes considera sus hermanos. Otro día es la mujer que desde hace dieciocho años "estaba enferma por causa de un espíritu y andaba encorvada sin poderse enderezar del todo" (Lc. 13,10-14). Jesús la ve, se compadece Y le dice: "mujer, queda libre de tu enfermedad". No hay nada, de parte de la mujer, que así provoque la atención de Jesús. No da voces como Bartimeo, no lo toca como la hemorroísa, ni siquiera lo mira porque su enfermedad no se lo permite. Pero su figura encorvada hacia la tierra es de por sí una súplica. Jesús, en su atención por los demás, la descubre entre la gente; su amor compasivo va hacia ella y le ofrece, sin pedirla, la gracia de la curación.
Su corazón de hermano se abre a todos sin distinción de raza o de religión, y lo mismo cura a la hija de Jairo que al siervo del capitán; y si pone dilaciones a la petición de la mujer fenicia es para provocar en ella la confesión humilde de su condición de pagana, al mirar su gran fe y cumplirle el deseo de ver a su hija libre del espíritu malo.
Conoce existencialmente a cada uno: a Levy con su generosidad impulsiva: "sígueme. Se levantó y lo siguió" (Mt. 9,9). A Zaqueo con su afán de resarcir y a Nicodemos con sus reticencias; a la mujer pecadora con su exquisita feminidad y a la Samaritana con sus inquietudes espirituales y sus cinco maridos. A todos se acerca en la actitud de hermano, en acogida por todos, es el hermano universal. Su conocimiento del hombre, de sus modos, de su corazón, le dan la visión clara de qué no hay vida fraternal sin el afán por abrir el corazón, la casa, el grupo a cuántos lo siguen y se acercan a Él.
Hacer la fraternidad es para Jesús volverse en todo momento hacia sus hermanos más pequeños; "él es el mayor de una multitud de hermanos. (Rom. 8,20) es vivir en continua atención hacia ellos en una entrega que lo lleva "a dar su vida en el rescate por todos". (Mc.10, 45).
"Desde los comienzos de la Institución Bethlemita, la comunidad se constituyó para el servicio apostólico, y su característica principal fue la hospitalidad. También nuestra Madre Encarnación consideró fundamental la vida en comunidad para el servicio y la entendió como ´unión en el espíritu y caridad´; notas éstas que deben distinguir nuestra vida, aún en circunstancias en que por razón de trabajo, estudio o enfermedad no podamos convivir con nuestras hermanas” (Const.II,14).
Belén, inicio de la fraternidad
Cuando Jesús inicia su vida en Belén comienza ya lo que alguien ha llamado "un movimiento de arriba hacia abajo", porque en Belén Jesús se hace el hermano por excelencia, se hace exactamente lo que somos nosotros. "Él a pesar de su condición divina no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos” (Fil. 2,6-7). Por esto, en el camino y en la espiritualidad de Belén no entran las discriminaciones raciales, ni las fronteras sociales y religiosas. Belén "casa de pan", es lugar abierto a todos. El niño que allí nace se nos ofrece como maestro para el aprendizaje de las costumbres de Dios-Trinidad, que es un misterio de relación que se explícita en la entrega, en el don de sí, en el servicio. El misterio del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu santo, es el modelo perfecto de la comunión a la cual aspiramos. Nuestra vida debe ser un reflejo y participación de esta unión trinitaria en la cual cada persona es en relación de comunión con los demás. "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn.17, 21), (Const. II,12)
El verbo hecho hombre, de dueño y señor pasa a ser siervo; para Él, ser hermano consiste en servir a los demás, lo que presupone conocer bien sus necesidades.
A este respecto escribe Habout:
"La fraternidad debería ser el lugar en el que cada uno pudiera dar, pedir y recibir con toda confianza. Esta reciprocidad confiada, esta dependencia interpersonal está en el corazón de toda vida verdaderamente fraternal”.
(Michael Hubaout, Camino franciscano).
Las Constituciones nos señalan el misterio de la Natividad "como fuente de fraternidad, sencillez, pobreza, obediencia y servicio” (C.I,5). Fraternidad que iguala y nivela; sencillez que atrae y acerca; pobreza que hace sentir bien a todos, borra diferencias y facilita la relación; obediencia que, como la de Jesús, nos hace descubrir en el superior -quien quiera que sea- un icono del Padre. Servicio en el sentido activo de darnos al otro por amor y, en el menos frecuente, servicio pasivo, el delicado permitir que el hermano nos sirva por amor. Siempre, como lo expresa Monseñor Casaldáliga:
"Junto con los otros,/ pero abierto al otro,/como el gran Ausente,/ como el gran Presente,/ como el otro Otro”.
Para Francisco de Asís la pobreza de los Hermanos Menores no está desligada de las relaciones fraternales. A este respecto dice el autor de Camino Franciscano:
"El pobre es una persona que tiene necesidades. Y todos somos pobres en alguna forma, espiritual, intelectual, afectiva o materialmente. Para llenar nuestros vacíos, colmar nuestra pobreza, Dios nos da hermanos y hermanas que nos complementan, y se convierten, así, en instrumentos vivos de la vigilancia paternal de Dios”.
La parábola del buen samaritano concreta lo que es para Jesús el amor al hermano: compasión, servicio, comprensión, ayuda, no sólo dentro del límite de lo ordinario, sino aún más allá. Este compromiso adquiere todavía más fuerza y mayor vigor a la luz de las bienaventuranzas, en la versión de Lucas, (6,20-24). Estas bienaventuranzas como las maldiciones que se le contraponen, son una especie de paralelo del juicio definitivo. Todo gira entorno al prójimo, que se convierte así, en las palabras de Jesús, en mediación y criterio de la autenticidad de nuestro amor a Dios.
El Señor nos llama a todos a vivir según el evangelio en una comunidad de hermanos y hermanas. Nuestra vocación cristiana se lleva a cabo únicamente en la fraternidad y por medio de ella, porque es el lugar privilegiado de nuestra conversión y de nuestro encuentro con Dios. "Todos vosotros sois hermanos…" Nos dice Jesús en Mateo 23,8 y con su ejemplo nos enseña a comportarnos como tales. Todo hombre es mi hermano, porque todos somos hijos en el Hijo y esta filiación común es el origen de nuestra fraternidad.
¡A Francisco de Asís, a Pedro de Betancur, a Charles Foucault se les ha llamado “hermanos universales" por su preocupación por todos los hombres, por su entrega a ellos, por su capacidad de servir, por ese instinto especial que les hace descubrir en cada hombre a su Señor y Maestro. Francisco hace de la acogida calurosa y sencilla uno de los rasgos de la fraternidad franciscana. Pedro abre su corazón a todas las gentes sin distinción de clase social, raza, nivel de educación, situación económica. Le basta descubrir una necesidad ya sea del orden material, ya del orden anímico para que las puertas de la casita de la virgen den paso a quienquiera llegue y a la hora que sea. Por eso allí se mezclan los niños con los estudiantes y viajeros, los enfermos con los pecadores que piden ayuda. Su espíritu fraterno lo lleva a albergar a los mismos animales: el zopilote herido, el perro moribundo, el macho envejecido.
Y Charles de Foucault en su diario de 1909 escribe:
"la amistad, la bondad, la cercanía, la acogida y el encuentro personal ocupan un puesto privilegiado". "Hay que ser humano, cariñoso, estar siempre alegre. Hay que reír siempre, incluso para decir las cosas más simples. Yo, ya ves, me río siempre y enseño mis feos dientes. La risa pone de buen humor a tu interlocutor, acerca de los hombres, permite comprenderse mejor y alegra un corazón sombrío. Si se me pregunta porque soy tan dulce y bueno, he de decir: porque soy el servidor de un bien mejor que yo. Si supieras que bueno es mi Señor Jesús. Quisiera ser suficientemente bueno para que se diga: si así es su servidor como será su Maestro".
(Gustavo J. Franceschi, Charles de Foucault).
¿Qué es para Jesús el amor fraterno?
El capítulo 5 del Evangelio de Mateo muestra como Jesús corrige la Ley y su interpretación con relación al amor. Contrapone enseñanzas de la Ley con sus propias enseñanzas y lo hace para pedir un amor mayor, un reconocimiento nuevo de lo que debemos al otro. Sus exigencias van más lejos que las normas de la ley. Así el precepto de "no matar", lo equipara con el de no aislarse y a la contravención de los dos asigna un castigo similar: "será condenado por el tribunal". “Al ojo por ojo, diente por diente" opone solo amor: "no hagáis frente al que os desafía. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra, al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerce a caminar una milla, acompáñalo dos; al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes no le vuelvas la espalda.
Os han enseñado que se mandó: “amarás a tu prójimo… Y odiarás a tu enemigo”. Pues yo digo: “amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos" (Mt. 5, 45).
Amarás a tu prójimo, a tu próximo, al otro, y lo amarás como si fuera tu propio hermano; y lo amarás como a ti mismo, y lo amarás como yo lo he amado, nos dice el Señor.
Toda la ley la resume en el doble mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. !Que comprensión mostró San Juan de la Cruz de las enseñanzas del Maestro cuando nos dice: "en la tarde de la vida seréis juzgados en el amor”!
Las primeras comunidades cristianas caldeadas por el fuego del Espíritu Santo, hacen del amor fraterno su razón de ser. "Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común. Hasta vendían las propiedades y bienes y repartían el dinero entre todos según las necesidades de cada cual. A diario asistían al templo celebraban en familia la Cena del Señor y compartían juntos el alimento con sencillez y alegría sinceras" (Hch. 2,46.46). Su relación tan cálida, su solidaridad tanta, su mutuo servicio tan generoso que quienes los ven comentan admirados: "mirar cómo se aman". Y este amor se hace tan atractivo que crece el número de los que desean formar parte de esa sociedad y amor. Se aman en el día a día, en la mutua aceptación que no admite las desigualdades, en la actitud realista de quién se acepta pobre y acepta, así mismo y a los demás. Con un amor que hace el bien, aún recibiendo el mal a cambio. Que no desaprovecha ninguna ocasión de practicar la bondad, sin que sean necesarios gestos heroicos: puede ser el saludo; la visita a los solitarios, el consuelo a los que sufren; dar pequeños servicios a los incapacitados o enfermos; defender los derechos de los que no saben hacerlo.
El amor puede llevarnos a hacer cosas maravillosas y heroicas como entregar la vida; pero también puede inspirar cosas sencillas como un "hola", una mirada de simpatía, una sonrisa. Cuando Jesús va a casa de Simón y es allí visitado por la mujer pecadora, el fariseo que lo juzga y duda de su condición de profeta, no le toma en cuenta la omisión de grandes cosas; un beso de bienvenida, agua para refrescar los pies polvorientos, un poco de perfume; cosas triviales podemos pensar y sin embargo, en estos gestos está la diferencia entre la mujer pecadora y Simón, el dueño de casa, de quién se dice que era un buen fariseo. Más con gestos así podemos enriquecer la vida cotidiana para transformarla en una historia de amor. El prójimo no nos pide heroísmos, grandes gestos de amor; aprecia lo que podemos dar en las pequeñas ocasiones de cada día. San Juan de la Cruz nos da un consejo de oro: "y donde no hay amor, pon amor y sacarás amor". Y Santa Teresa: "y así, lo que más os despertare amor, eso haced”.
Si cada uno de nosotros en nuestro medio familiar, social y comunitario comenzásemos a ser honrados y fieles en el trabajo y en las relaciones con los demás; si no nos dejásemos llevar por la tentación ni aún en las cosas más pequeñas; si empezásemos por lo pequeño para llegar luego a lo importante, la vida fraterna, a cualquier nivel, tendría la calidez y la hondura de las primeras comunidades cristianas. Y entre nosotros, no se nombrarían el odio, la venganza, el resentimiento, la intolerancia, la incomprensión, la envidia. Haríamos en verdad comunidades de amor. "Muchos no son buenos porque no han sido suficientemente amados", dice su santidad Pío XII. Y la madre Teresa de Calcuta: "la enfermedad principal del hombre no es la pobreza o la guerra, es la falta de amor, la esclerosis del corazón”.
Amar como los fundadores
En el camino de seguimiento de los fundadores el amor y la fraternidad son hitos que desde los comienzos marcan la ruta de Belén. Los terciarios que inician el seguimiento de Pedro son atraídos por su actitud de acogida, de ternura, de relación sencilla y fraterna. La vida en la casita de la Virgen se desliza serena en el amor, la oración, el servicio, la alegría ingenua. Y no podía ser menor este milagro de vida fraterna, de acendrada caridad porque era nuestra Señora, a quien el poeta José de Valdivieso llama "panadera de Belén", quien amasaba el amor y hacía crecer la fraternidad y la unidad entre aquellos hombres tan diferentes en status social, educación y medios de vida.
Releer la vida de Pedro en clave de fraternidad es descubrirlo inmediato y cálido en la relación con personas y caracteres tan disímiles como los de Rodrigo de Tovar y Salinas, orgulloso, terco, vociferante, y Rodrigo de Arias Maldonado tan decidido desde el comienzo a asumir la humildad, la docilidad, la dulzura de su maestro y padre. Es descubrir su relación con Pedro Fernández, dechado de penitencia y oración, de vida limpia y caridad angelica; y con Juan de Espera en Dios", nombre que le impone Pedro en cambio al propio lleno de importancia, pero que es recuerdo perenne de gracia de conversión, de amor, de misericordia. Con su instinto sobrenatural, con su discernimiento de espíritus, Pedro intuye que lo que puede acabar con el amor fraterno entre los suyos es el de afán de poder, el anhelo de sobresalir, la sed de mando. Es por eso que en su lecho de muerte tiene un legado para todos los suyos: “No ambicionéis mandar”.
Y a todo lo largo de la vida de la Beata Madre Encarnación se descubren detalles deliciosos de la más exquisita y fina fraternidad. Ya desde su entrada al beaterio de Guatemala comienza a dar los sazonados frutos de bondad, comprensión y amor de que habla Pablo en la carta a los Corintios. Comprensión para cada una de sus hijas que encuentran en ella ayuda, estímulo, acogida; servicio total y desinteresado que se explícita en las finas atenciones, la delicadeza, los detalles de una feminidad arraigada en la fe, que percibe la más pequeña necesidad y se adelanta a colmar el más pequeño anhelo. Amor sin fanatismo, sin presunción, sin jactancia, amor que se da con la misma suavidad y sencillez con que la flor se abre a la luz. Amor que no juega sucio ni busca su propio interés; amor como el que deseaba se diera entre sus hijas, cuando así las aconsejaba: "debéis amaros unas a otras con un amor de aprecio que nazca de lo íntimo del corazón; mas no con ese amor de cumplimiento como los del mundo que se aman por simpatía o interés. Vosotros debéis amaros porque sois imágenes vivas de Dios". Este es el amor propio de Belén, amor que nace del descubrirse hermanos, hijos del Padre e iconos de su presencia.
Nuestra vocación como Betlemitas puede realizarse en plenitud cuando aceptamos y vivimos lo que nos dicen las Constituciones: "Cristo al hacerse hombre, nos hace hijos de Dios y, por tanto, hermanos. Iluminada nuestra vida comunitaria por el misterio del Verbo encarnado en su Natividad, ha de tender hacia las actitudes de comunión que se dieron en Jesús, María y José. Belén es escuela de sencillez, alegría y cordial acogida; como ´casa de pan´ es participación de bienes en irradiación de gozo de paz y auténtica libertad”.(II,16). Como corroboración sito al P. Javier Osuna Gil, S.J. en su libro Amigos en el Señor. Cuando habla acerca del grupo de los primeros jesuitas dice: "el vínculo de la amistad y la ayuda fraterna los unía en una verdadera comunidad; participaban entre sí lo que recibían de limosna, y se socorrían en sus necesidades". Y cuando, en otro lugar nos habla de cómo en Manresa Ignacio entendió que estaba llamado a formar un grupo, cita al padre Ignacio Casanovas, S.I., para quien: "lo sustancial era aquí una especie de reproducción del Colegio Apostólico, o sea, una reunión de personas enamoradas de Jesucristo, que por Él trabajan en salvar almas y por Él mueren”.
Belén, ruta de Paz
Caminar por la ruta de Belén es, también, cultivar y acrecentar la paz que los ángeles cantaron en la primera nochebuena, como el don de Dios "a los hombres que él quiere tanto". (Lc. 2,14). Se puede decir que la "Paz" es el saludo de Jesús a los hombres. Ella llena la noche de Belén, se derrama como Rocío en el campo donde velan los pastores, ilumina con claridades suaves el camino de los magos, se concentra en la gruta y de allí se esparce en suavidades en la mirada de José, en la sonrisa de María y en el abandono infantil de Jesús. El clásico villancico alemán "Noche de Paz", canta a través de los siglos la maravilla de paz y del sosiego que fue esa noche de Belén. La paz no es para analizarla o describirla, es para experimentarla como regalo, como plenitud, como soledad y como encuentro.
Toda la vida de Jesús es un dar la paz que lleva en su corazón. La da como primicias en Belén y la ofrece en Nazaret en la oscuridad del diario acaecer. Ella llena la vida de María y de José que la descubren en la mirada del niño, en su sonrisa, en ese crecer "en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres"; por qué la paz es armonía con Dios y con el mundo, es realización del plan de Dios en nosotros, es perfección del gozo, serenidad, ecuanimidad “reconciliación total de alma y cuerpo con todo lo que existe". La vida pública de Jesús está marcada por la ofrenda continua que hace de la Paz: "tened paz los unos con los otros" (Mc.9, 50). Cuando envía en misión a los setenta y dos les dice: "cuando entréis en una casa, lo primero saludad: "Paz a esta casa"; si hay allí gente de paz, la paz que les deseáis se posará entre ellos; si no, volverá a vosotros" (Lucas. 10, 5-7). Y el domingo de Ramos, cuando se acerca a Jerusalén, dice llorando sobre la ciudad que no lo ha conocido: “!Si también tu comprendieras en este día lo que lleva a la paz!" (Lc. 19, 42). "Vete en paz", es la bandera blanca que despliega sobre el leproso limpiado, el enfermo curado, el pecador perdonado, el ciego cuyos ojos se han abierto a la luz. Y cuando se levanta del sepulcro la paz es el leit-motiv de todos sus encuentros: "la paz con vosotros"; "os deseo paz", "paz es mi despedida”.
La paz va haciendo su camino en el mundo buscando a sus hijos (Lc. 10,6). Si los pacíficos serán llamados hijos de Dios (Mt. 5,9) es por que ellos realizan el designio del Dios de la paz que supera todo razonar (Fil. 4,7). "El fundamento inamovible de la paz del alma es la paz con Dios. La relación humilde y confiada de hijo a Padre, con la conciencia de nuestras limitaciones y nuestros fallos y con la fe en su comprensión y misericordia que mantiene su amor a través de todas las vicisitudes de nuestra afanada vida. Ese es el don que Jesús nos trajo de parte del Padre. ´Paz a los hombres´. El mismo en su persona es ´príncipe de la paz´ (Isa. 9,5), ´Él es nuestra paz´ (Ef. 2, 14) Y nos trae ´el evangelio de la paz´” (hch. 10, 31), escribe P. CARLOS G. Vallés, S.I.
La Paz tiene un atractivo especial para el corazón del hombre. La busca instintivamente y se refugia en ella como soledad. En el tráfago de la vida moderna el hombre va tras la serenidad de la montaña, el silencio del helero, la inmensidad y límites del desierto y del mar.
Y cabe preguntarse si en la misma conquista del espacio, no corre tras una zona de paz imperturbada.
"La paz es orden" dice Agustín de Hipona, pero es también silencio, oración, contemplación, comunión con todo aquello de qué habla San Juan de la Cruz en su cántico:
Mi amado, las montañas,
los valles solitarios numerosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena, que recrea y enamora.
Y, sobretodo, la paz es pobreza, pobreza de corazón. Esa pobreza difícil, sin la cual es imposible entrar en el reino (Mc.10, 23-27); es ese "ir, vender, dar y volver" despojado a los pies de Jesús para empezar a caminar con él. Es un constatar con alegría que el agua fresca de la paz no puede derramarse sólo en pobres cántaros, -como ya lo somos todos por naturaleza-, sino en cántaros pobres logrados así por amor y por elección, porque esa pobreza engendradora de Paz es "humanamente" imposible, pero no para Dios, "porque todo es posible para Dios" (Mc. 10, 27).
La paz es un don que sólo cristaliza, cuando después de habernos cansado todo el día trabajando por ella, sentimos sin reservas la inutilidad de nuestro servicio y la deseamos con confianza no como un salario sino como un regalo. La paz está humildemente hecha del pan nuestro cotidiano.
Asumir la espiritualidad de Belén suponen hacer la paz dentro de sí y en el propio entorno; hacerse pacífico y artífice de paz ser capaz de dejarse llenar de la paz que emana de Jesús, de María, de José; paz que es amor, asentimiento al querer de Dios, abandono y confianza en su bondad. Es abrirle espacio a Dios, dejarlo suceder en la propia vida con la misma actitud sencilla de cuantos en Belén lo supieron descubrir en la pobreza de "un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. (Lc. 2, 12).
Importa tener muy claro que el Jesús que se nos ofrece en Belén no es fragmentado, es un Jesús total. En el niño que yace en el establo está el Jesús de los años escondidos de Nazaret; el maestro admirable que atrae y apasiona a las multitudes; al Jesús vejado, humillado, dolorido de la pasión y el triunfante que después de tres días de silencio y oscuridad se levanta glorioso del sepulcro. En el camino de Belén no puede darse una visión exclusivista y limitada de Jesús niño; es necesario que con mirada contemplativa descubramos ya en el infante las múltiples facetas de la persona de Jesús. Fue esto lo que hicieron nuestros fundadores quienes, si bien es cierto comenzaron en la adoración del Niño Dios, terminaron descubriendo en Él, ya al Jesús Nazareno que se dobla bajo el peso de la cruz, como lo contempla el Santo hermano Pedro, ya al Jesús angustiado y acongojado de Getsemaní a quien la Beata Madre Encarnación descubre entre las frondas del huerto. Caminar con ellos por el Camino de Belén es asumir al Cristo total, es esforzarse por poder decir con el apóstol Pablo: "… no quise saber de otra cosa sino de Jesucristo y, más estrictamente, de Jesucristo crucificado" (1Cor. 2,2).
5.- Un camino de reparación y de adoración
En el capítulo 10 de la carta a los hebreos, Pablo después de decir que solo el sacrificio de Cristo es eficaz y definitivo y tras afirmar "que es imposible que sangre de toros y cabras quite los pecados" agrega: "por eso al entrar en el mundo dice el:
Víctimas y obligaciones no quisiste, pero me dispusiste un cuerpo.
Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. <…>.
Entonces dije: he aquí que vengo según está escrito en el volumen del libro para hacer, odios, tu voluntad". (Heb.10,5-7).
“<…> me dispusiste un cuerpo <…>”. Sobrecoge y asombra esta actitud oblativa y reparadora de Jesús que ya desde la Encarnación, al hacerse semejante a nosotros, y a fin de que nosotros podamos llegar a ser semejantes a Él por la fe, la caridad y la fuerza de la esperanza, explícita plenamente en Belén.
Parece como si recogiera en si el espíritu ancestral del pueblo dentro del cual toma carne. Israel es un pueblo que a lo largo de toda su historia ofrece holocaustos: "oblación de aroma que aplaca al Señor". (Lev. 1,9). El sacrificio es central en su culto y en su liturgia; y su sacerdocio, que constituyen la vocación y destino de una de las doce tribus, no tiene otra razón de ser que la de ofrecer a Dios víctimas agradables.
La nueva Biblia Española en la introducción a esa parte de Levítico que se titula Sacrificios y Sacerdotes nos da, así, el concepto de sacrificio:
<…> podemos partir de nuestro término español "sacrificio". El hombre sacrifica algo suyo por un bien superior: sacrifica un órgano propio a su propia vida, parte de su fortuna a su salud, sacrifica algo suyo por un ideal, por otra persona a quien ama, con la que desea reconciliarse. Todo sacrificio es personal, porque lo sacrificado es nuestro y querido o apreciado. Este aspecto puede llegar a su máxima intensidad cuando uno se sacrifica así mismo: "no hay mayor amor que dar la vida por el amigo”.
Éste uso de la palabra ha olvidado la etimología de "sacrificio", "hacer sacro". Si referimos nuestro concepto común a nuestras relaciones con Dios, el sacrificio alcanza su sentido original y plenario. Dios persona y el hombre persona ante Dios. El hombre como criatura corpórea y mundana. El hombre se posee así mismo y posee otros bienes suyos, que ama y aprecia con relación personal; pero por encima de sí mismo y de sus bienes aprecia a Dios como bien supremo, que le dio al ser y todos los bienes, que le seguirá ayudando, que le puede exigir todo para su bien. Entonces el hombre se entrega así mismo o algo suyo; para reconocer la soberanía de Dios, para agradecerle sus beneficios, para impetrar otros nuevos, para expresar su arrepentimiento, para reconciliarse con él, para testimoniar su fidelidad. Dios acepta el don y lo consagra, sellando así la reconciliación del hombre, o ratificando y cumpliendo la finalidad específica del sacrificio; no que Dios reciba propiamente su don (salmo 50) , sino que recibe un reconocimiento que es perfección del hombre <…>
El sacrificio adquiere su valor supremo en Cristo, que se ofrece totalmente así mismo en acto de fidelidad al Padre y de amor a los hombres. Porque el plan del Padre es precisamente que Cristo se sacrifique por los hombres, para unirnos con Dios. El sacrificio de Cristo es expresión auténtica, es donación total: unidos a Él tienen nuestros sacrificios sentido y validez (Cf. Heb. 13, 15-16; Rm. 12,1).
El pueblo de Israel vive una relación con Dios que fluctúa entre fidelidades e infidelidades, reconocimiento de éstas y consecuente expiación o reparación. El libro de los salmos contiene esta historia íntima. Los salmos "son la oración de Israel. Son la expresión de la experiencia humana vuelta hacia Dios. Son la expresión de la vida de un pueblo arrastrado por Dios". En los salmos Israel se mueve de la alabanza por las acciones de Dios en la creación y la historia, a los cantos penitenciales donde confiesa su pecado y pide perdón. Y es que es necesario pasar por el reconocimiento del poder y de la grandeza de Dios, para lograr medir la magnitud de la ofensa que se le infiere por el pecado y expresar sentimientos de arrepentimiento, dolor, oblación, reparación y anhelo y voluntad de retorno a Él.
Cuando llega el momento de la Encarnación y la Trinidad, ante el pecado y la corrupción, -como lo describe San Ignacio en sus ejercicios- opta y determina que el Verbo se haga hombre, éste ante el Padre gravemente ofendido y ante la situación del hombre que corre a su perdición, amorosa y libremente se da en oblación. "Por esa voluntad hemos quedado consagrados, mediante la ofrenda de Jesús el Mesías, única y definitiva”. (Heb. 10, 10). Ese papel de Cristo como Reparador se patentiza en Belén y desde ahí se prolonga a través de toda su vida y asume en el Calvario "el valor expiatorio sacrificial de la muerte en cruz”.
El P. Luis Mendizábal, S.I en un artículo titulado "líneas para una teología de la reparación", ve esencial que al considerar la "Reparación" en Cristo, se vea en ella el verdadero sentido de la "vicariedad".
"La teología nos dice que la reparación de Cristo es una reparación vicaria; pero es importantísimo siguiendo los actuales estudios teológicos, -se insiste mucho- sobre el sentido que hay que dar a la palabra “vicariedad”. No hay que entender una vicariedad como simple sustitución, sino una vicariedad que es solidaridad y que, lejos de rendir inútil o superfluo toda satisfacción, más bien da valor a las satisfacciones de los hombres; y este concepto debe aplicarse también a nuestra reparación. <…>. Cristo representa a la humanidad pecadora y es Él que, unido a nosotros, cabeza del cuerpo del cual todos nosotros somos miembros, hace posible nuestra reparación y le comunica su amor a ella; porque nuestros pecados caen verdaderamente sobre Él.
No se trata aquí de una especie de ficción, sino de una realidad. No es que Dios finja ver en su Hijo los pecados de todos los hombres por una especie de ficción jurídica. Jesucristo es verdaderamente nuestra cabeza, hijo del hombre, uno de nosotros, "hecho de mujer, hecho bajo la ley" (Gal. 4,4). Por eso todo el pecado de la humanidad pesa sobre Él, no en el sentido de que porque Él ha sufrido nosotros quedemos dispensados de sufrir, si no porque es Él el que, solidario con nosotros, ofrece una satisfacción total que eleva un valor sobre natural y hace posible nuestro sufrimiento, al cual Él, con su satisfacción, confiere una plenitud que le hace aceptable ante los ojos del Padre.
Dicho con otras palabras: Jesucristo no ha subido a la cruz para eximirnos a nosotros de ella, si no para ser posible que nosotros llevemos nuestra cruz y para darnos la fuerza de llevarla. En la palabra “vicariedad” se expresa por tanto la idea de que Cristo no sufre por sus propios pecados.
Ir por la ruta de Belén supone una elección gratuita de parte de Dios. Es en la carta a los Efesios el lugar donde podemos más claramente encontrar expresado este misterio de elección. "Porque nos eligió con Él antes de crear el mundo para que estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos por el amor; destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio de Jesús Mesías -conforme a su querer y a su designio-, hacer un himno a su gloriosa generosidad" (Ef. 1,4). No hay programa alguno de santidad que no tenga aquí su principio. La elección no es fruto de un pensamiento frío y calculado, surge de un abismo de amor al que necesariamente nos llama.
Lo entendieron así el hermano Pedro y la madre Encarnación. Belén, como comienzo de la historia salvífica, es el cauce por donde llega nosotros y se nos da a conocer el amor de Dios hecho carne en Jesucristo; es también el lugar donde cobra para ellos impulso y razón de seguimiento, las palabras del apóstol en Romanos 8,29: "… A los que antes conoció, a esos los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo <…>”
En la contemplación de Jesús en Belén, los dos descubren la actitud doble activa y reparadora del Dios hecho hombre, su dolor y su kénosis. El Santo hermano Pedro ora y llora ante el pesebre y sus lágrimas no son otra cosa que fruto de la compasión que experimenta por el Dios Niño que sufre y llora de frío, de incomodidad, de pobreza y expía nuestros pecados. La Beata Madre, a su vez, presenta el misterio de Belén como “Altar de los primeros sufrimientos de Cristo y cátedra de sus más grandes virtudes”.
En la espiritualidad de la familia Bethlemita corresponde a la Madre Encarnación acentuar el aspecto del amor a la humanidad de Jesucristo, especialmente a su Corazón Sagrado. Cuando redacta las primeras constituciones extractadas de las de los padres Bethlemitas, constituciones que ellos observaban y habían sido aprobados por Inocencio XI en 1678, hace derivar la acción apostólica y su eficacia de esta su devoción preferida. Es el "vino nuevo" con cuya fuerza y energía ella vitaliza al Instituto
Éstas constituciones dicen en el capítulo I: Del fin y espíritu del instituto: "Para llegar a este fin con seguridad se acogerán todas al Sagrado Corazón de Jesús, consagrándose a honrarle desde la cuna en el portal de Belén", es de encarecer el carácter reparador que fluye de la que “fue su devoción preferida: el Sagrado Corazón de Jesús especialmente contemplado en su pasión redentora y en sus dolores íntimos”. "Sin embargo", dice la Positio sobre su vida y virtudes: “<…> la Madre no intentó separarla de la espiritualidad de Belén, sino que, al contrario la hizo derivar del Verbo hecho carne <…> que en el pesebre de Belén había manifestado por primera vez lo que su corazón probaba”. La devoción de la Madre a los dolores íntimos del Sagrado Corazón de Jesús, continúa la Positio, "puede entenderse principalmente como devoción al amor de Cristo". Un Cristo total, un único salvador y reparador desde Belén hasta el calvario, donde se consuma la pasión y se inicia la resurrección.
En fidelidad a este espíritu las Constituciones se expresan así: "en la contemplación y amor del Verbo encarnado se fundamenta el culto a su Corazón. Éste es para nosotras el ´culto del amor con que Dios nos amó por Jesús y al mismo tiempo es el ejercicio del amor nuestro por el que nos damos a Dios y a los demás hombres´.
En esta forma realizamos la dimensión reparadora y descubrimos los ´dolores´ del Corazón de Cristo en su iglesia y en todo hombre que sufre" (1,6)
La Madre Encarnación, escribe el padre Álvaro Torres F., CJM: "conocedora del Evangelio, contemplativa privilegiada de la pasión, al igual que otros maestros de vida espiritual, centró los aspectos de su espíritu en la lectura y meditación del relato del Sacrificio Redentor de Cristo. Recorrió paso a paso con Él el camino doloroso y destacó diez momentos claves de su inmolación. La Pasión inseparable de la Resurrección, es el punto central del misterio redentor y reconciliador”.
Cuándo la Madre entra en el Beaterio de Belén de Guatemala el 1 de enero de 1838, encuentra una tradición secular acerca de la devoción y del culto a la Pasión de Cristo y, fomentada por los Padres Jesuitas, una devoción particular al Sagrado Corazón de Jesús. Ella la acoge con amor y fidelidad ya que responde a un atractivo íntimo de su alma; como también porque es una de las devociones más inculcados de la época en los institutos religiosos y entre las almas consagradas, especialmente en el contexto de la reparación y ofrenda de la propia vida.
Acerca del carácter reparador de esta devoción, enseñada y vivida por Santa Margarita María, anota en ya citado padre Mendizábal: “<…> muchos elementos de la devoción al Corazón de Cristo tienen necesidad de una preparación previa de las personas a las que se les exponen esos elementos <…> porque me parece que sobre todo la reparación, entendida en su sentido más profundo, presupone casi una verdadera vocación especial. <…> de hecho, es un poco extraño que a veces se pretenda que algunas almas vivan una vida de reparación antes todavía de haber entrado en una verdadera vida de oración". (Líneas para una teología de reparación cierra).
No es este el caso de la Madre que atraída cada vez más por la persona de Jesús, se dedica con más ahínco a la oración. Cree y siente que en imitar a Cristo, comprender, desear penetrar en su misterio, gustar su Persona está toda su vida espiritual. De ahí que al contemplar la vida del Señor, meditar su existencia y llegar a tener sus mismos sentimientos se convierta para ella en amorosa tarea. En el año de 1857 presta en el monasterio el servicio de priora. "Desde que entré de superiora me di más a la oración". Intensifica sus penitencias, se levanta a deshoras de la noche para estar con su Señor, para recabar del luces para su gobierno y para meditar onda y sentidamente en la pasión. Ella percibe que el "Cristo encarnado es un Cristo fundamentalmente crucificado; que la cruz es uno de los elementos que da sentido a la vida de Cristo; es uno de los principios gnoseológicos de la cristología, que el dolor fue dominante en la vida del Señor”.
Asistida por una gracia especial, gracia que constituye su carisma específico, en la contemplación de la pasión se detiene en los dolores íntimos del Corazón de Cristo. Esta contemplación amorosa no sólo le sirve para entrar en lo más profundo del significado de Cristo y de su dolor sino también para intuir las actitudes de Dios Padre. De ahí proviene sin duda su visión del pecado, que nace de esa mirada suya, viva y penetrante de los dolores de Cristo ante las ofensas inferidas por el pecado del hombre al amor del Padre.
Origen de esta devoción
La Madre en su autobiografía lo narra así:
Hacía algún tiempo que me levantaba a orar a deshoras de la noche cuando una mañana a las dos o tres, ya para amanecer jueves santo <…> comencé mi oración tomando por puntos la traición de Judas, lo que el corazón de Jesús sentiría al ver y conocer la alevosía de este discípulo, su negra traición. Estando ya en mi oración oí una voz interior que me decía: "no celebran los dolores de mi corazón". A esto se siguió el fijárseme sin dejar de pensar en esto. <…> Al punto desapareció todo y me volvió la calma. <…>
A la noche siguiente volvió la amargura y agonía creciéndome en términos que ya no sufría el peso o apretura. Apurada en esto me vino la luz de prometerle al Señor comunicarlo a mi confesor y así se lo ofrecí; inmediatamente se me quitó todo y seguí en paz. A la tercera noche me sucedió lo mismo, y no hallando que hacer, me ofrecí al Señor prometiéndole que pasaría por las vergüenzas, contradicciones, trabajos y dificultades, para establecer esta devoción. Al instante vino a mi alma y corazón la tranquilidad <…> así caminó esta devoción dedicada sólo por la conversión de los pecadores, como que somos los que hemos ocasionado tantos dolores. (Autobiografía de la Madre Encarnación Rosal).
A continuación entra a enunciar diez particulares dolores del Corazón de Jesús, entresacados de su pasión, dolores sobre los que ella vuelve una y otra vez su mirada contemplativa para que terminen por imprimirse en su alma. Son momentos particulares de tristeza, de agonía, de soledad; momentos en que la angustia oprime su corazón y se explicita, como en Getsemaní, en súplicas, sollozos, lamentos y lágrimas. No son dolores del cuerpo, son dolores del alma que en determinado momento histórico de la Pasión oprimieron a Cristo. La traición de Judas, la negación de Pedro, la bofetada, las humillaciones y ultrajes en los varios tribunales que lo hieren mortalmente hasta hacerle sentir lo que dice el salmo 21,7: "yo soy un gusano, no un hombre, infamia de los hombres y rechazo de mi pueblo”.
Cada uno de estos sufrimientos responde a cada uno de los diez mandamientos quebrantados; sufrimientos que parangona con los sufrimientos de la Iglesia, marco vivo donde Cristo se hace presencia. "La iglesia", dice el presbítero Sabino Matera, "ha nacido de la cruz de Cristo y ha crecido en medio de las persecuciones. Cristo sufre en aquellos que sufren". En ella, su cuerpo místico, se prolonga la pasión dolorosa, se repiten y recrudecen los dolores íntimos de Cristo.
La devoción vivida y enseñada por la Madre invita no a un mero considerar, si no a un "sentir" y experimentar lo que "sintió" el Corazón de Jesús, -como tantas veces lo dice en el ejercicio de las lámparas-, devoción que establece y propaga. Ella con gran amor y con delicada intuición femenina pondera, asimila, siente el dolor de su Señor y Maestro. Se adentra en sus sufrimientos íntimos y parece no tener más anhelo que el de solo servir a su Cristo crucificado y expiar con Él el pecado de los hombres. En ella se cumple lo que dice el padre Mendizábal: "… Que el dolor de la pasión de Cristo viene resultar así como el sacramento de la ofensa del Padre, vivido por Él, en la condición sufriente de la humanidad. Y la sigue viviendo ahora en lo íntimo de quién como Él vive su propio dolor en ese mismo sentido más profundo y personal”.
Participar con sentido reparador en la Pasión de Cristo, vivir la mística de la devoción a los dolores de su Corazón tiene que ser en espíritu paulino, un consufrir con Cristo un compadecer con Él. La participación de estas disposiciones del Corazón de Cristo es una gracia del Señor. La contemplación de la pasión de Cristo se convierte, así, en una iniciación para aprender a sufrir con Él y para entrar en el misterio del sufrimiento cristiano. Dice el Padre Mendizábal: "… Para una comprensión profunda de la pasión hace falta que el hombre sea invitado por Cristo. Por eso, toda la doctrina de la Reparación no me atrevería a presentarla a la masa cristiana en general. Hay que ver primero hasta qué punto llega la invitación, la preparación de la gracia, la profundidad de la llamada del Señor". Herederos de la espiritualidad de la Madre nos corresponde, al menos, desear esta gracia, demandarla en la oración y alcanzarla mediante un aceptar con amor la cruz de cada día para comenzar, así, a caminar tras el Señor Jesús. Un "acompañar", como diría el Santo hermano Pedro, "a Jesús de Nazareno”.
La Madre Encarnación inicia en la Iglesia un culto nuevo al Sagrado Corazón de Jesús, a la vez que le llega a su familia religiosa una forma de espiritualidad para llegar a Cristo a través de la reparación traducida en "solidaridad, liberación y reconciliación". "Todo eso es la obra de Dios que se reconcilió con nosotros en la persona de Cristo, y que a mí me encargó la obra de la reconciliación. Pues, en Cristo, Dios reconciliaba al mundo con él; a los hombres ya no les tomaba en cuenta sus pecados, y a mí me entregaba el mensaje de la reconciliación". (2Cor. 5,18-19).
"Por especial don del Espíritu, la Madre encuentra su dinamismo espiritual en el amor y dolor del Corazón de Cristo de donde proviene el sentido eclesial y universal de reparación que vive comunica.
Esta experiencia de Dios acrecienta su amor y su fe, su pobreza, humildad y fortaleza.
Sirve solícitamente al hermano necesitado e impulsa la educación de la niñez y juventud en colegios, escuelas y hogares para niñas pobres, y otras obras de promoción y asistencia social” (C. I,3).
La adoración, indicativo de ruta
En el camino de Belén si la reparación es un hito en la ruta, lo es también la "adoración que presupone la reparación y lleva consigo la corredención". La adoración es verdadera si va acompañada de la reparación y si lleva no sólo a la intercesión sino también el sacrificio. La adoración implica reconocimiento de la propia pequeñez ante el Señor y se exterioriza y manifiesta en ese caer de rodillas ante Él para rendirle homenaje y reverencia. Es la actitud de María y de José en Belén, de los magos y de los pastores. Es el reconocimiento de la propia pequeñez, "la respuesta de qué, viendo a Dios, se vuelve y mira su persona; se inclina ante la fuerza de ese Dios y besa el suelo en su presencia".
El culto de adoración rendido a Dios está contenido dentro del primer mandamiento. El no "tendrás otro Dios" no sólo expresa que la vida humana se manifiesta en adoración, sino que el hombre no puede sustraerse a ella.
El padre Joseph de Sainte-Marie, OCD, dice:
Adorar es anonadarse delante de Dios para no ser más que proclamación de su santidad infinita.
Es sumergirse en su abismo de criatura en presencia del abismo increado de Dios, y de ahí proclamar que sólo Él "es", y que nada, fuera de Él, es sino por Él y para Él. Es saltar de júbilo en esa proclamación de alegría, sí, no sólo por lo que Dios es en sí mismo, sino primordialmente de que Él sea y nosotros seamos nada en nosotros mismos. Pues alegrarse de esta nada que somos por nosotros mismos es alegrarse del don que nos es dado de serlo. No siendo por nosotros mismos más que pura nada, y una nada existente, nosotros no somos, no existimos más que por el don de Dios. La adoración es la proclamación de este don en el silencio del alma. De ahí la necesidad de sumergirse en su nada para proclamar el solo "Ser" de Dios; para proclamar que sólo Dios “es”. (Ex.3,14), y que nada existe más que por Él. Y esta necesidad se convierte en necesidad de anonadarse por la muerte de cruz (fil. 2,7-8), al considerar que esta nada que somos se ha vuelto pecado y que Dios, en Cristo, la rescatado y glorificado.
La adoración es, pues, la vocación última del hombre. Los medios que le son dados para realizarla son el recogimiento interior en la oración y la inmensa humanidad de Cristo.
La comprensión de esta verdad lleva a la Beata Isabel de la Trinidad a suplicarle al Verbo encarnado, que venga a ella como "adorador", "reparador" y "salvador". También para la Madre Encarnación la configuración con el Jesús doliente tiene como consecuencia el hacer de ella una víctima de reparación de la gloria ofendida de Dios, para la edificación de la Iglesia y para la salvación de los hombres. Son los aspectos que acompañan necesariamente a la adoración aquí en la tierra. Sobre esto nos dicen las Constituciones: "la vida de oración en la espiritualidad Bethlemita tiene su principio e inspiración, en la alabanza y adoración que el Hijo hecho hombre ofrece al Padre; y en la contemplación de María que, en actitud de simplicidad y pobreza, acoge la palabra y la guarda en el corazón” (C. III,37).
En nuestra vida, en ese diario acaecer que tantas veces se hacen monótono y deslucido, rutinario y en ocasiones hasta carente de sentido ¿cómo encontrar el modo de llenar la vocación de reparadores y adoradores? Indudablemente, sólo podemos hacerlo desde la participación de los sufrimientos de Cristo y de su permanente adoración al Padre "En Espíritu y en Verdad" (Jn. 4,24). Y es en el sacrificio de Cristo en el altar desde donde podemos "en Él, con Él, por Él" convertir nuestro sufrimiento en su sufrimiento, nuestra adoración en la suya. "La misa no es un acto cualquiera de la jornada. No basta incluso con decir que es el primero, el más noble o el más importante. Es el acto maestro, el acto de los actos, sin el cual todos los otros no tienen ningún sentido. La vida de un hombre que jamás haya sido ofrecida con Cristo en la patena, será una vida inútil, sin valor. <…> Toda la vida del mundo es materia del sacrificio de Cristo. Lo único que se escapa es el pecado. Salvo éste, todo es misa. Y nada tiene sentido sin la misa”.
No podemos realmente ser reparadores y adoradores con Cristo sino en la medida en que nos esforcemos por hacer de nuestra vida una misa, en que hagamos concordar el plan de ella y del mundo con el plan de la misa. Ella asume todo y significa todo. Es la respuesta viva del Hombre, Dios, hecho desde Belén "ofrenda viva y santa", modelo y fuente de toda adoración y de toda reparación. B"Consagramos a Dios el curso entero del día con la celebración de la eucaristía <…>” (C. III,37).
A quien camina por la ruta de Belén cada eucaristía le ha de disponer a mantenerse en un clima continuo de oración y de aceptación y comunión con la voluntad de Dios.
6.- Un camino de oración y de comunión
con la voluntad de Dios
La Encarnación, el nacimiento en Belén, la oscuridad de Nazaret, la rápida y fulgurante vida pública, la pasión y la resurrección gloriosa; todo en la vida de Jesús es asentimiento al querer del Padre. El "heme aquí, vengo a cumplir tu voluntad" (Heb. 10,9) resume y explícita la aceptación del plan que el Padre atrasado para Él.
¿Cómo realizan María y José la voluntad de Dios?
La voluntad del Padre está al comienzo mismo de la existencia de Jesús. Su encarnación se realiza cuando como Verbo acoge el plan del Padre de que se haga Hombre para rescatar al hombre y tome carne en las entrañas de María. La voluntad de Dios es, también, el trasfondo de su comenzar a ser hombre. Ella está en el "hágase en mí según tu palabra", proferido por la Virgen de Nazaret ante la embajada del ángel; está el emprender el camino a Hebrón para visitar a su prima Isabel y entrar, así, junto con su Hijo en el plan salvífico del Padre para hacer de su solidaridad y su servicio, acción salvadora y santificadora para Isabel y para el niño Juan. Está en el permanecer de María en la casa de la montaña, gestando en el silencio y en la oración al Hijo del Padre; está en el guardar en el corazón el secreto del rey, al paso que la prepara y fortalece para el encuentro con José, cuyas dudas prevé y cuyo dolor la hace sufrir. Todo amorosamente aceptado, humildemente padecido hasta cuando José acoge el plan de Dios que se le revela en el sueño, confía en la palabra de Dios y acepta a María en su casa.
Y en los meses que anteceden al nacimiento de Jesús la voluntad divina sigue mostrándose desde la cotidianidad de vida oculta de Nazaret. María y José oran, trabajan, alternan con la gente y a la hora tranquila del atardecer leen y comentan las escrituras. Muchas profecías se les van aclarando; muchos anuncios mesiánicos salen del misterio. Cuando alguno se les hace incomprensible y, hasta humanamente irrealizable, descansan en el poder y en la providencia de Dios; él hablará oportunamente. Tal sucede cuando María lee la profecía de Miqueas: "pero tu Belén-Efratá, aunque pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá para mí el que debe ser el dominador de Israel, cuyos orígenes son desde toda la antigüedad desde los días antiguos" (Miq. 5,1).
Nada en el orden de lo humano indica que ella y su esposo saldrán de Nazaret; su paz no se altera, su oración no pierde transparencia. Dios obrará a través de los acontecimientos y cuánto se relaciona con el nacimiento de su hijo se realizará conforme al proyecto eterno.
Por esto, el día que desde la plaza del pueblo se lee el edicto de empadronamiento promulgado por César Augusto, para que cada uno vaya a su propia ciudad para empadronarse, en el hogar de José y de María no hay quejas ni protestas, tardanzas ni desconocimiento de la ley.
Subirán de la población de Nazaret, a la ciudad de David que se llama Belén, en Judea. La profecía de Miqueas se verá cumplida pues el día del alumbramiento está cerca. Los dos esposos adoran la voluntad de Dios y la aceptan, porque el que los conduce conoce mejor lo que conviene. Sabe -como siglos después lo dirá Santa Teresa- que "su majestad sabe mejor lo que nos conviene; no hay para que le aconsejar lo que nos ha de dar" (2M 1,8) Recibida la orden del César, los esposos se disponen a emprender el camino; no hay temores ni vacilaciones, no hay preocupación por lo duro del viaje en el ya avanzado estado de gravidez de la madre. En la voluntad del señor de Roma ven otra voluntad más alta, voluntad sin segundas intenciones, sin vanidades, sin afán de nombre. El romano es solo instrumento inconsciente en manos de Dios para conducirlos a Belén donde ha de nacer el niño, pastor de su pueblo. Sienten que desde siempre lo habían sabido sin entenderlo; todo tiene sentido dentro del plan de Dios, todo obedece a causas y razones más altas, Dios escribe derecho en renglones torcidos.
En su camino pasan por lugares ricos en historia, testigos del amor y de la elección de Yahvé por su pueblo. Tal vez busquen alojamiento en Jerusalén para emprender de madrugada la marcha hacia Belén. A José le preocupa cuánto ha oído sucede en la ciudad de David: mucha gente llega a empadronarse, las posadas y las caravanerías están colmadas; conversa con María y el diálogo termina en oración, en abandono en manos de Dios, en confianza de que Él estará con ellos.
Ya en Belén despachan cuanto antes lo del empadronamiento, que debe hacerse de acuerdo a genealogías. José conoce bien la suya: línea de Abraham, Jacob, Judá, Booz, Jesé, David, Salomón y muchos más hasta llegar a Matán su abuelo y a su padre, Jacob. Se dan luego a la tarea de encontrar una posada, una casa aldeana donde puedan hospedarse, pero todas están colmadas y los posaderos responden malhumorados cuando José demanda un rincón para su esposa. Se les orienta hacia unas grutas cercanas a Belén. Dejan el poblado con su agitación y algarabía. Avanzan por un sendero bordeado de árboles y se detienen frente a la gruta fría, oscura, desmantelada pero silenciosa. José piensa que una vez encienda una hoguera de arbustos secos -que abundan en el entorno- habrá un calor agradable y brillará una luz dorada. Cuando se adentra en la oscuridad percibe una respiración y unos resuellos. Es un buey grande que rumia junto a un montón de heno y cerca hay un burro que descabeza sueños. María entra también en la cueva. Se quedarán allí entre el silencio y la paz. Acaricia la cabeza del buey y las orejas de terciopelo del asno; ellos no se han negado a recibirlos en su casa, en tanto que en Belén muchas puertas se les han cerrado. Allí con ellos esperarán a su niño, porque con ventaja a los de Belén, "el buey ha conocido a su amo y el burro el pesebre de su dueño" (Is.1,3).
Jesús y la voluntad del Padre en Belén
Tras el nacimiento, el "heme aquí" de Jesús empieza a cristalizarse a través de la vida ordinaria, en la manera como acepta su invalidez de niño, sus limitaciones, su pobreza. Hay en su infancia dos momentos en los cuales el querer del Padre, expresado por la ley, es dominante en su vida: la circuncisión y la presentación en el templo. La circuncisión es una forma de consagración del recién nacido. Como práctica se remonta a Abraham a quien, según el Génesis, Dios la prescribió como señal de la alianza hecha con el patriarca: "Dios dijo Abraham: guarda, pues, mi alianza, tú y tu posteridad, de generación en generación. Esta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros -también tu posteridad-. Todos vuestros varones serán circuncidados… de modo que mi alianza esté en vuestra carne como alianza eterna”. (Gen.17,10-13). Este rito recuerda al judío su vocación particular. Se practica al octavo día y es en este momento cuando José impone al recién nacido el nombre de Jesús. Es cierto que Jesús es un niño como todos; como también es Dios, es presumible que la divinidad irrumpiera, en alguna medida, y que tuviera conciencia clara de los hechos y los asumiera como aquiescencia al plan del Padre. En este rito no solamente ve expresado el querer de Yahvé sobre su pueblo elegido, sino sobre Él en particular, y responde a la elección con entera voluntad, como el acto inicial de una vida que estará toda bajo el querer del Padre.
A Jesús no le obliga la ley, pero acepta lo viejo para introducir lo nuevo que es Él mismo. Su gesto no es el de abolir la ley, sino de darle pleno cumplimiento.
También la presentación en el templo se hace bajo la ley. "Cuando una mujer consiga y tenga un hijo varón… Permanecerá todavía 33 días purificándose de su sangre. No tocará ninguna cosa santa ni ir al santuario hasta cumplir los días de su purificación <…>. Si no tiene con que procurarse un cordero, tomé dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado y el sacerdote hará la expiación por ella y quedará purificada" (Lev. 12, 4;8). María no sube al templo para purificarse, ya que el nacimiento de Jesús se ha realizado de manera singular; sube sí para ofrecer en sacrificio a su hijo primogénito y a entregarlo total y libremente al plan del Padre. Entrega a Dios al Hijo en quién se cumplirán todas las promesas. La presentación es para Jesús su vinculación a la alianza; es su primer contacto con lo sagrado, porque si bien el universo en el mundo judío es sagrado, lo es especialmente el templo, lugar de oración, santuario de la gloria de Dios. Este rito es, ante todo, para Jesús el primer ofertorio de su vida, cuando puesto en manos del sacerdote se ofrece como hostia viva al Padre, con el único anhelo de hacer su voluntad.
Hay todavía un tercer momento de la infancia de Jesús, en el que la voluntad de Dios se les manifiesta ya no por la ley, sino por el querer caprichoso de un hombre ansioso de poder: es el de la huida a Egipto. Voluntad de Dios difícil, oscura, dolorosa para los padres y para el niño; voluntad que llega en forma imprevista en medio de la noche; que los despoja de toda seguridad, de todo asidero humano y que los lleva a través del desierto, sin itinerario, sin meta conocida, a un país que para todo judío era tierra de opresión y de esclavitud.
Nazaret, lugar del querer del Padre
Tras el retorno de Egipto vienen los años de Nazaret, años en los que la voluntad del Padre se vive en el silencio y la oscuridad. Jesús aprende y se dedica a las labores oscuras de su Padre; ayuda a María en los quehaceres sencillos del hogar, asiste a la sinagoga en donde, en sentir de Martín Descalzo "…
Vemos que cumple con las más absoluta exactitud todo cuanto en ella solía practicarse. Podemos tener la certeza más absoluta de que la de Nazaret fue uno de los centros vitales de la infancia de Jesús, de que en ella aprendió la escritura que conocía también como su nombre, de que en ella practicó junto a sus padres con absoluta exactitud todos cuantos actos cultuales se celebran" (vida y misterio de Jesús de Nazaret I)
A los doce años llega para Jesús el día de entrar oficialmente en la vida de su pueblo. Todo varón israelita debe acudir al templo tres veces al año: en Pascua, en Pentecostés y en la fiesta de los Tabernáculos. No se sabe si el niño Jesús había acompañado a sus padres en viajes anteriores, de hecho estos viajes sólo obligaban a los varones, si bien las mujeres y los niños solían acompañarlos. Lucas, el único evangelista que narra este hecho dice: "sus padres subían todos los años a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Cuando cumplió los doce años subieron como de costumbre a la fiesta. Terminados aquellos días, cuando ellos se volvían quedóse el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo advirtieran sus padres” (Lc. 2,41-43).
A este respecto comenta Martín Descalzo:
"su pérdida en el templo no fue, pues, una casualidad, ni una aventura. Jesús a los doce años -y en aquella época esa edad era mentalmente a la de los dieciséis o dieciocho de nuestro tiempo- no es el chiquillo que se pierde entre el gentío. Es, por el contrario, el muchacho ávido de encontrar respuestas a las preguntas que le arden en el alma". Jesús ha visto el esplendor del templo, ha asistido por primera vez a un sacrificio, ha visto a los sacerdotes y a los levitas en el rito sacrificial y ha experimentado el sobrecogimiento de lo "sagrado". No regresa a Nazaret con sus padres porque "ha tenido un encuentro total con su Padre Dios y con la vocación que le estaba destinada", la de ocuparse entera y totalmente de la voluntad del Padre.”¿Por qué me buscabais? no sabíais que yo tenía que estar en las cosas de mi Padre”?
El cardenal Carlos María Martínez comenta cómo el verbo “tener que” es muy importante en el evangelio de Lucas porque ofrece la clave de la vida de Jesús. "Sería interesante repasar todo el evangelio de Lucas subrayando los tengo que, tiene que, tenía que. Éste tener que tantas veces expresado encierra su total identificación con el querer del Padre, con su voluntad sobre Él, su vida y vocación.
Él hace siempre lo que le agrada al Padre… María y José sabían ahora que el otro Padre de quién su hijo había hablado, era el único que debía conducir la partida de aquella enorme vida”.
Vienen luego los largos oscuros años de Nazaret en que parece olvidarse de "las cosas del Padre" años de sencillez extraordinaria, de calma imperturbable, "años perdidos" al parecer, pero llenos todos del Padre, de su voluntad, de su misterio, de su proximidad. Dedicados a conocer en la oración y en la soledad su vocación de hacer el querer del Padre, años que son para nosotros escuela de oración, de vida escondida en Dios, de ejercicio de agudizar la mirada interior para descubrir en el tejido oscuro de los días iguales, las tareas repetidas de la monotonía gris, la voluntad de Dios que así quiere revelársenos en la pobreza de cada día, en la vida sin planes ni proyectos, sin grandes momentos, sin brillo delante de los hombres.
El capítulo sobre la oración, para mí, uno de los mejor logrados de las Constituciones, tiende a llenar de luz las situaciones oscuras del diario acaecer, a llevarnos a descubrir la acción de Dios en los acontecimientos de cada día. "En una vida evangélica consagrada a hacer presente el advenimiento del Reino de Dios entre los hombres, la continua búsqueda de Dios en la fe y en la oración es de una necesidad absoluta. Esta búsqueda ha de ser ante todo, una vivencia que nos lleve a descubrir progresivamente la acción de Dios en los acontecimientos, en los otros y en nuestra situación concreta" (C. III, 27). "Toda nuestra vida es un continuo compromiso de crecer en la fe, la esperanza y el amor. Encontramos en la oración una expresión de esta vida teologal, a la vez que una fuente en donde se nutre, para proyectarse en todas las circunstancias del vivir cotidiano" (C. III, 30).
La voluntad del Padre y la oración de Jesús
De la oscuridad de Nazaret Jesús sale a la actividad y brillo de su vida pública, pero permanece su afán incansable de buscar al Padre en la oración, y en ésta cuál sea su voluntad sobre Él en cada momento. De Jesús nos dice Lucas "que hacía oración". Yo diría que Jesús más que hacer oración, es oración. Ora en el silencio y con el silencio en el seno de su madre. Ora en Belén con el frío y la pobreza y el rechazo. Es oración de acción de gracias ante los dones de los pastores, y es adoración, alabanza y reparación con el incienso, el oro y la mirra de los magos. Ora en Egipto con los meandros del Nilo, con la geometría impasible de las pirámides y con el misterio de la esfinge. Ora en el desierto con sus dunas y sus aduares, sus palmeras y sus pozos de agua fresca. Ora en Nazaret con la vida sencilla de la aldea: el arado roto que hay que remendar, el barbecho por limpiar, la visita con su madre al pobre y al enfermo y la asistencia del sábado a la sinagoga. Y Ora con los árboles que de noche se coronan de estrellas y con el pájaro que se vende por un as y se come la semilla caída junto al camino. ¡Y es oración por treinta años! y lo es, también cuando se marcha tras las huellas del Bautista y cuando al impulso del Espíritu se retira al silencio y a la soledad de la montaña. Ora incesantemente. Y Ora para encontrarse con el Padre. Ora para saber qué tierra debe visitar, qué palabras decir y qué juicios emitir. Hasta poder decir: "y el que me ha enviado está conmigo; no me deja solo porque yo hago siempre lo que le es grato" (Jn.8, 29).
Dice el padre Carlos Vallés, S.I.:
La oración de Jesús -y con ella su vida entera, su persona y su misión- queda resumida en dos palabras que pronuncia Jesús, en presencia de sus discípulos, en un momento de singular alegría en la tarea y de íntima comunicación con su Padre: Sí, Padre (Mt. 11, 25; Lc. 10, 21). Ahí está todo lo que Jesús es, hace y desea. "Sí, Padre". Dos palabras que son diálogo, espontaneidad, contacto constante del Hijo con el Padre… Dos palabras que expresan receptividad, apertura, prontitud, energía… Dos palabras de alegría, de compenetración, de identidad…-"Sí, Padre”. Allí está toda la esencia de la relación del Hijo con su Padre, todo su origen divino y toda su misión sobre la tierra. Todo está entendido, aceptado, practicado de antemano. La vida de Jesús es un "si" pronto, alegre e incondicional a toda iniciativa del Padre.
En la vida de Jesús, como en la nuestra, la voluntad de Dios pasa como un hilo de luz por entre la trama oscura; se va abriendo camino, señalando metas y conduciéndonos siempre en la búsqueda de lo que es para nosotros la expresión de su querer en cada momento. "La certeza de fe, de que hay una voluntad sobre nosotros a la que tenemos que conformarnos, motiva esta primera actividad humana: búsqueda. Búsqueda del qué y del cómo. Un segundo paso: hacer la voluntad de Dios. Una vez que se ha encontrado la voluntad divina, el hombre la acomete decididamente, la pone por obra, se pone en ella, se da a hacerla porque ya no tiene otra voluntad ni otro deseo sino el de contentar a Dios; el hacer lo que “le agrada”
Hacer la voluntad de Dios, conformarnos a ella, nos exige creer en un Dios Padre providente que encamina nuestros pasos. Un Dios que está presente en cada momento de nuestra vida atrayéndonos a él. Un Dios que hace y dispone lo que más nos conviene esperando de nosotros aceptación, abandono, renuncia a conducirnos por nosotros mismos. "La voluntad de Dios es Dios aquí y ahora, en esta persona concreta, en acción de salvación. Es algo vivo, dinámico en el interior del hombre. Es Dios que viene a nosotros para cogernos de la mano y hacernos atravesar el mundo según quiere. Dios actuando en nosotros, metas y medios", escribe Maximiliano Herraiz.
La voluntad de Dios aceptada y amada
La voluntad de Dios no se muestra en hechos extraordinarios, se manifiesta en lo sencillo y ordinario de la vida. Se nos revela en la oración, en ese nuestro afán instintivo de buscar en el diálogo con Dios cuál es su querer sobre nosotros, como cumplirlo, como poner nuestro paso al ritmo de su querer. "Con frecuencia ocurre que Dios no se opone a nuestro querer, sino que lo sobrepasa. La Virgen renunció a su maternidad para mejor consagrarse a Dios. Dios la hizo madre suya". Santiago y Juan piden ser sentados "uno a la diestra y el otro a la siniestra: y Jesús los convida a beber de su propio cáliz. Marta pide la curación de Lázaro. Jesús no lo cura, lo resucita. "Lo que importa es no concebir la voluntad divina como opuesta a la nuestra, a nuestra voluntad profunda, sino trascender cada suceso que nos contraría integrándolo en un vasto plan completo que nosotros no abarcamos, pero que sin duda en términos generales, en su totalidad responde a nuestro más esencial anhelo”.
Charles Foucault, reza así: "Padre, lo acepto todo, con tal que su voluntad se cumpla en mí y en todas las criaturas". Ignacio de Loyola ora: "que Él por su infinita bondad nos quiera dar su gracia cumplida, para que su santísima voluntad sintamos y aquella enteramente cumplamos”
Para Pedro de Betancur el conocer y cumplir la voluntad de Dios es tarea diaria de amor ora y pone a nuestra Señora como intercesora cuando no alcanza a ver con claridad los planes de Dios sobre su vida y obra. Busca siempre la voluntad de Dios y una vez que la conoce con certeza, la sigue así implique desgarramientos, abandono, injurias y afrentas. Si deja su isla nativa y en ella a su madre muy amada es para seguir la voz de Dios que lo llama a América. Si renuncia a su anhelo de ser sacerdote es porque en las dificultades que encuentra para el estudio ve señales manifiestas de que Dios lo guía por otro camino. Y cuando se decide a servir a los más pobres es porque en cada miseria y necesidad ve expresado el querer de Dios, su voluntad de que él, pobre, indocto, sin influencias, salga en ayuda de sus más pequeños hermanos. Como su Señor y Maestro, Pedro puede decir: "mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn. 4, 35). También en el epistolario de la Beata Madre Encarnación vemos la importancia que la voluntad de Dios tiene en su vida, dónde la descubre, cómo la sigue, cómo descansa en ella. "Bendigo su divina Providencia, porque si manda pesares, sabe consolar en ellos a sus escogidos que reciben la amargura como Él recibió el cáliz de su pasión haciendo la voluntad de su Padre celestial”.
"Como Dios es tan bueno y liberalísimo en sus gracias con nosotros, queremos corresponderle sirviéndole en lo que quiera y como lo quiera, pero para conocer su divina voluntad, deseo saber cuál sea la de vuestra V.S.I.”, dice en carta a su obispo don Bernardo Augusto Thiel. "Yo no tengo más deseo que la gloria de Dios, ni más interés sino que se cumpla su santa voluntad". Para la Madre conocer, aceptar y seguir la voluntad de Dios, es amorosa tarea que da a sus hijas: debemos no sólo poseer las virtudes dichas, sino ejercitarnos en obras de fe especialmente. Y ¿Cómo se hacen las obras de fe? Teniéndola destituida de toda mira y sentimiento humanos, sometidas enteramente a la voluntad santísima de Dios, dándole gracias por lo amargo o dulce que nos mande”.
Dentro de la espiritualidad de Belén y en la realidad de nuestra vida ordinaria la oración debe hacérsenos un compromiso personal y responsable, de tal manera que le dediquemos el tiempo más oportuno y nos dispongamos interiormente a una vida de fidelidad al Señor. (Cf. C. III,31). "Cada hermana debe esforzarse por encontrar su forma de orar, convencida de que la fidelidad a la oración diaria dará coherencia a su vida y autenticidad al compromiso contraído. Se dedicará a la oración personal todo el tiempo que señalen el amor, la fidelidad y el sentido de compromiso: (C. III,32).
Conocer en la oración la voluntad de Dios y seguirla con amor es empezar a entender, como dice Dante, "que en su Voluntad está nuestra paz". Y que esta paz sentida y gustada nos va a abriendo, poco a poco, a la sorpresa y al asombro característicos del camino de Belén.
7.- EN CAMINO PARA EL ASOMBRO
Y LA SENCILLEZ
!Belén es un lugar para el asombro! ¡Puede haber algo más maravilloso que Dios hecho hombre, hecho niño débil e indefenso! !Qué asombro mayor que el de contemplar a Dios en la pobreza en un establo, en la humildad de un pesebre, en las limitaciones anejas a su ser niño! ¡Qué ojos más asombrados que los de María y José cuando vieron brillar entre las pajas el rocío caído del cielo! !Qué maravilla y qué pasmo: el Hijo del Eterno hecho niño en el tiempo; el Omnipotente hecho debilidad; la Palabra hecha silencio; el Creador hecho criatura; la Sabiduría hecha incapacidad!
Belén es síntesis de lo asombroso. Es un misterio para ser contemplado con los ojos luminosos y admirados de los niños. Y para sentir y entender cuanto este misterio implica es necesario "… estrenar el asombro de la mirada como un traje de fiesta…" (Cfr. Salmo 114). Los niños, antes de nacer, están a oscuras y luego van descubriendo las cosas que les rodean con infinito asombro y sorpresa.
Para sondear el misterio que sucede en Belén hacen falta ojos que sepan contemplar; ojos de niño que al usar la fantasía sepan ampliar los límites de la realidad, ensanchar el mundo y percibir lo "terrible y fascinante, esos dos objetivos que siempre definen lo sagrado”. El Padre no conduce hasta el pesebre a los sabios y doctores que se mueven en el mundo de la lógica y de la razón. Trae, si, como principales actores de ese primer auto sacramental a María y a José, dos contemplativos de mirada receptiva, abierta y libre; dos seres capaces de dejarse sorprender por la realidad y de trascenderla para descubrir en ella lo inesperado.
El asombro de María y de José
Desde la Anunciación, desde el conocimiento del prodigio que se encierra en el seno de María, ellos viven del misterio, se mueven en el ámbito de lo sagrado con la mirada clarividente de los niños, con la sencillez de los pobres de corazón.
No hace falta mucha imaginación para entrever cuánto de maravilloso tuvo Belén para María y José. El poeta español Carlos Murciano en su delicado soneto “La Sorpresa de María” nos hace sentir la admiración que llena a la Señora cuando ve que de manera milagrosa el niño que lleva en su seno yace de pronto sobre las pajas del pesebre.
-José, sobre Belén está nevando.
No le queda a la noche ni un camino.
¿Y esta nieve pequeña cómo vino?
¿tan sin sentir, si estábamos velando?
Estábamos los dos rezando, cuando
-¿o hablábamos, José?-se hizo más fino
el aire, y de repente, como un trino,
estaba yo soñando y encantando…
Dime, José… ¿o acaso tú tampoco
sepas cómo se puso el heno lleno
de nieve viva aquí bajo techado?
Dime José, ¿como lo tengo y toco
y como fue desde mi seno al heno
y volvió desde el heno a mi costado?
Para ir a Belén es necesario estrenar
una mirada de asombro
En Belén descubrimos, de ordinario, pobreza, humildad, austeridad, oración, silencio, soledad, marginación. Sin embargo, raras veces nos acercamos al pesebre como un lugar de asombro, porque hemos perdido la capacidad de mirar que un día poseyeron nuestros ojos. Se trata de esa mirada típicamente infantil con la que el niño ensancha su mundo, con la que lucha contra lo real, con la que usa y se mueve en el reino del misterio. Nosotros descubrimos lo obvio, lo palpable y no captamos lo que sólo pueden descubrir los ojos que saben mirar.
!Nuestro mundo de adultos es un mundo desencantado! De este mundo ha desaparecido el aura mágica, sorprendente y fascinante. Rechazamos la fantasía como una fuga de la realidad, sin advertir que cuando la usamos estamos penetrando en un inmenso campo de realidad que la razón es incapaz de abordar; porque lo que hace la fantasía es ampliar el mundo, luchar contra las limitaciones de eso que hemos dado en llamar mundo real. Es el niño quien ensancha al mundo con la maravillosa percepción que tiene de su entorno, con esa su capacidad natural de entrar en el misterio, de asumir en sencillez aquello que supera la razón. El asombro, sin embargo, no es una actitud exclusiva de los niños.
Escribe Pikasa:
Diferentes filósofos han dicho que los hombres comenzaron a vivir y a realizarse como humanos admirando: la admiración ante los cielos y la tierra y ante el hecho mismo de estar siendo (existiendo) hizo nacer en ellos la palabra y la conciencia. Se puede pensar que al principio de toda religión se encuentra la alabanza: hombre religioso es el que sabe admirar, y porque admira canta la grandeza de Dios que se revela en las cosas.
Entre los adultos son los poetas y los santos quienes tienen mayor capacidad para asombrarse y maravillarse ante la belleza de las cosas creadas. Los primeros porque han educado la mirada para descubrir cuanto en su afán de belleza pueda servirles de inspiración; porque desde su sensibilidad y finura sienten lo que José María Valverde expresa en su poema: "Oración para nosotros los poetas”:
En nosotros descansa la prisa de los hombres.
Porque, si no existiéramos ¿para qué tantas cosas
inútiles y bellas como Dios ha creado,
tantos ocasos rojos, y tanto árbol sin fruta,
y tanta flor, y tanto pájaro vagabundo?
Solamente nosotros sentimos tu regalo
y te lo agradecemos en éxtasis de gritos.
Tu sonríes, Señor, sintiéndote pagado
con nuestro aplastamiento de asombro y maravilla.
Y los santos, porque desde una visión cristiana del universo, con una mirada verdaderamente teologal ven a Cristo "en el comienzo, en el centro y en el término de todo" alentando, animando, dando sentido y grandeza a todo el mundo creado. "Él es imagen de Dios invisible, nacido antes que toda creatura, pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre, lo visible y lo invisible… Él es el modelo y fin del universo creado, Él es antes de todo y el universo tiene en Él su consistencia" (Col.1,15 ss).
Para los santos todo se convierte en signo. De Francisco de Asís se nos dice:
Por la contemplación de los magníficos espectáculos de la naturaleza, se elevaba a su primera causa y origen. En los seres hermosos admiraba la belleza infinita del Hacedor, y por los vestigios impresos en las cosas encontraba doquiera a su amado.
Buscaba por todas partes e iba siempre en pos del amado por las huellas impresas en las criaturas, y de todas formaba como una escalera para llegar al mismo divino trono. Reunía en su ternísimo afecto de devoción todas las cosas, hablándoles del Señor y exhortándoles a su alabanza.(Leyenda mayor, 9,1).
Y de Teresa de Lisieux sabemos que admiraba mucho los trigales, las flores, los ríos y el mar. Miraba las cosas bellas que la rodeaban y todo le hacía levantar sus ojos hacia Dios.
"Nunca olvidaré la impresión que me causó el mar, no podía dejar de mirarlo; su majestad el ruido de las olas todo hablaba a mi alma de la grandeza del poder de Dios". En una ocasión, en el campo, el cielo se cubrió de espesas nubes y estalló una tormenta. "Pronto la tempestad se puso a rugir, los relámpagos surcaban las nubes sombrías y vi caer un rayo muy cerca; no me asusté, estaba maravillada, me parecía que Dios estaba muy cerca de mí”.
A los 14 años fue a Roma en una peregrinación. Atravesó montañas con nieve, cascadas y valles. "!Cuánto bien me han hecho todas estas maravillas de la naturaleza! !Cuánto me han elevado hasta aquel que ha realizado todas estas obras!…". "!Al mirar todas estas bellezas me parecía comprender ya la grandeza de Dios y las maravillas del cielo!”.
A su padre le gustaba mucho pescar y ella lo acompañaba muchas veces. Mientras el pescaba Teresa se sentaba sobre la hierba. "Entonces mis pensamientos eran muy profundos y sin saber lo qué era meditar mi alma se sumergía en una auténtica oración. Escuchaba los ruidos lejanos. El murmullo del viento… La tierra me parecía un lugar de exilio y soñaba con el cielo”.
Nos dice Hubaut en su Camino franciscano:
Jesús fue el primero que invitó a los hombres a saber "mirar" a través del mundo creado el anuncio de un universo más hermoso todavía: el del Reino. A vislumbrar en él la acción permanente del Padre. Él tuvo esa mirada llena de asombro. <…> Desde la caña inclinada por el viento hasta el sendero rocoso donde el sembrador pierde sus granos, desde los últimos destellos del sol poniente hasta la gallina que recoge a sus polluelos bajo su salas, Jesús vibró ante la belleza del mundo creado. Y el mismo descubrió allí un "signo" del misterio que revelaba. Él es la fuente, la luz, el camino, el pan, la piedra, la puerta. Todo es reflejo de su propio misterio. Él nos da la inteligencia profunda de las cosas creadas. Toda la creación habla de Él y de su Padre.
Lo que sucede es que no sabemos mirar, pasamos ante las personas y las cosas sin verlas, sin rastrear en ellas la huella de Dios. No se nos ha educado para descubrir el mundo exterior y en él a Dios su Creador. No se ha tratado de canalizar la gran capacidad de admiración que todos tenemos cuando niños para hacerla desembocar en la alabanza y la ofrenda a Dios que nos lo ha dado todo.
El saber mirar abre al hombre a la realidades terrenas, le da una mirada de asombro sobre la creación que se le revela como reflejo de Dios, como espejo que copia su belleza, como el lugar donde Él se manifiesta. "Pues si bien, a Él no lo podemos ver, lo contemplamos, por lo menos, a través de sus obras, puesto que Él hizo el mundo, y por ellas entendemos que Él es eterno y poderoso y que es Dios" (Rom.1,20). “Si el poderío y la irradiación de cosas creadas los han asombrado, sepan cuan poderoso es el que las creó; pues la grandeza y hermosura de las cosas creadas dan a conocer a su Creador mucho más grande y hermoso”,.
Sobre esta actitud nuestra de no ver, de cerrar los ojos -quizá con la intención de ver mejor-nos da el padre Carlos Vallés un relato apropiado:
Yashoda es la madre de Krishna, la encarnación de Dios más popular, querida y venerada en la India. Ella lo cuidó mientras era niño, joven, adolescente, con todo el cariño de madre y la sumisión de la fe. Creció Krishna y le llegó el momento de dejar su casa, su pueblo y a su madre, para predicar, ayudar y redimir a su pueblo.
Al despedirse, su madre le pidió una gracia: "que siempre que cierre yo los ojos, te vea”. Krishna le contestó: "te concedo una gracia mayor: que siempre que abras los ojos me veas”.
Y comenta el padre:
Ver a Dios en personas vivas. En rostros y andares, en miradas y sonrisas en gestos y en figuras. Ver a Dios en flores y pájaros, en plantas y árboles, en cielos y nubes, en casas y edificios, en calles y plazas, en el tráfico y en las multitudes. Allí se esconde, o mejor dicho, allí se revela Dios. Todos son huellas para quien conoce el pisar del Amado.
Él está en todo. Basta con abrir los ojos y verlo. Ver claro, ver de frente. Saber reconocer rasgos eternos en paisajes diarios. Saber contemplar la visión infinita en el horizonte de entorno constante. (Cuéntame cómo rezas).
Los pastores y los magos en la escuela del asombro
El Padre no llamó a Belén a sabios ni a filósofos, llamó a los pastores de Belén y a los reyes del Oriente. Unos y otros habían sido educados y amaestrados por su respectivo entorno para mirar, para cultivar la capacidad de asombro. Los días de los pastores transcurrían en comunión con la naturaleza y en fusión con el paisaje. Comulgaban con la vida que bullía en su derredor; sentían subir la savia y la veían aterciopeladas en las hojas, reventar en capullos, madurar en frutos. Asistían a la diaria maravilla de la hierba del campo que a pesar de lo efímero de su vida florece en la mañana y esmalta el prado.
Registraban los latidos de la tierra, sus pulsaciones, su vida, y todo engendraba en ellos la admiración. No se quedaban en la superficie, se habían acostumbrado a ver "más allá de las cosas”.
Así, cuando el ángel irrumpió en sus vidas, cuando "la gloria del Señor los envolvió en su claridad" (Lc. 2,9), "les produjo un miedo enorme", otra forma con la que se expresa el asombro ante lo misterioso y sobrenatural.
Fue necesario que el ángel los convidara a recuperar la tranquilidad y se apresurara a darles la "buena noticia". Oyen, luego, los cánticos de Los Ángeles y cuando estos se marchan, no dudan en "ir derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos a anunciado el Señor". (Lc. 2,15). No se detienen a razonar; no dudan de cuanto les ha acaecido; están tan abiertos al misterio, están dispuestos a lo maravilloso que sólo les cabe el "ir y ver”. Y ya en el establo, sus ojos acostumbrados a "mirar", van más allá de la pobreza del lugar, de la humildad de María y de José, de la pequeñez e incapacidad del niño. Y en tanto que quienes los oyen se admiran de cuanto dicen, ellos glorifican y alaban a Dios, porque se les ha revelado, porque lo han descubierto en la debilidad de un niño.
De los magos se sabe que eran tres estudiosos del cielo. Conocían miríadas de estrellas, paseaban su mirada por el polvo luminoso de la Vía Láctea y, en las noches serenas oían la música de las esferas. Sondeaban el cielo, se adentraban en su profundidad y se relacionaban con estrellas y luceros. Los conocían por su luz y por su nombre y moverse en el misterio del mundo sideral era su diario ocupación.
Rastreadores del cielo no se acostumbraban, sin embargo, a cuanto en él ven y por eso la aparición de una estrella nueva los llena de sorpresa. Y ellos que escrutaban en el cielo y buscaban en viejos códices el origen de los astros, que en los nombres de las estrellas descubrieron su historia y su tarea, ellos que las veían brillar y que a algunas como a "Algol", de la constelación de Perseo, o a “Chi Cygni" veían aparecer y desaparecer, se preguntaban intrigados lo que sería esa nueva estrella, su nombre y su destino.
Y una vez más y con más entusiasmo sus ojos van de los códices al cielo, donde la luminosidad de la recién aparecida los atrae con persistencia. Y buscan en tradiciones, en leyendas, en sagas y en profecías. Por este tiempo entre los magos de Persia, como señala Ricciotti, "estaba difundido el conocimiento de la esperanza judía en un Rey-Mesías y es verosímil que esta esperanza extranjera fuera identificada con la esperanza Persa de un sashyant o socorredor y que alguno de los persas se interesaran, de un modo o de otro, por la aparición de este gran personaje".
Mateo en el capítulo segundo de su Evangelio nos dice: "Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. En esto unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está ese rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a rendirle homenaje". (Mt.2,1-2). El texto de Mateo parece confirmar lo expresado por Ricciotti: los magos saben, de alguna manera, que la estrella anuncia a "ese rey de los judíos que ha nacido".
Es fácil imaginar los sorprendidos, maravillados por la aparición de la estrella nueva, por su brillo, por ese no sé qué de inquietante que hay en ella. Registran en infolios, escudriñan en mapas siderales, consultan con otros estudiosos. Y descubren en la luz de la estrella, en su movimiento permanente una invitación a marchar, a emprender camino en búsqueda de ese Alguien mayor. Y ante la sorpresa y curiosidad de quienes les están cerca, lo abandonan todo por seguir tras la estrella mensajera y guía. Son viajeros de la luz, caminan en la seguridad de una ruta que día tras día y noche tras noche traza para ellos la estrella conductora.
Por el texto de Mateo sabemos que llegados a tierra de Israel, perdida transitoriamente la estrella, recurren a Herodes para saber a dónde deben ir a adorar al recién nacido. Y cuando les dice que en Belén, tierra de Judá, reanudan la marcha y de nuevo en el cielo los alumbra la estrella, que ya no los abandona, que los mira como de soslayo y que sólo se oculta cuando se arrodillan ante el niño y le ofrecen sus tesoros.
Nosotros nos hemos acostumbrado a leer el evangelio y la familiaridad con Él nos ha insensibilizado ante lo maravilloso que él contiene. Leer el texto de Mateo 2,1-2 con ojos y sensibilidad de niños puede darnos un goce singular y abrirnos a "algún jardín que hay más allá…", como diría Guillermo Valencia: Nuestro mundo duro, violento, de guerra, de división, de sangre, sólo nos permite una mirada desencantada de la realidad”.
Mirar con optimismo, con admiración, con gozo puede parecernos un escape de la realidad, un sutil engaño para perdernos en el mundo de la fantasía y de los sueños. José Luis Martín Descalzo nos pone ante el desconcierto de los magos cuando la estrella se detiene en el establo.
Un niño fajado en pañales y reclinado en un pesebre, unos padres aldeanos sencillos y pobres. Aquella cueva (o aquella casa, si es que José había abandonado el pesebre) chorreando pobreza.
Es la reacción natural, han corrido tras la estrella anunciadora de un rey y sólo encuentran a un niño en la pobreza de un establo. ¿Podía aquel ser el esperado?
Disponía de estrellas en el cielo y su casa no tenía más que el olor a estiércol?Ahora entendían que en Jerusalén nadie supiera nada. Lo que no entendían era todo lo demás. Quizás habían venido un poco egoístamente. Venían, sí, con fe, pero también, de paso, a conseguir ponerse bien con quién iba a mandar en el futuro.
Y… ¿Éste iba a hacer el poderoso vencedor? los reyes no son así, los reyes no nacen así. ¿y Dios? Habían imaginado al dios tonante, al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo camuflado de inocencia, de pequeñez y de pobreza.
Es entonces cuando su mirada acostumbrada a escrutar el misterio, descubre en la pobreza y humildad del niño, a Dios que se le revela; cuando constatan que si Dios se hace hombre, tiene que hacerlo así, en la sencillez, en la absoluta desnudez, en el despojo total. Todo sobra: la pompa, la solemnidad, el boato.
Si Dios existía, tenía que ser aquello, aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Sus orgullos rodaron de su cabeza como un sombrero volado por el viento. Se sintieron niños, se sintieron verdaderos, se dieron cuenta de que en aquel momento comenzaban a vivir. Hicieron algo tan absurdo -!y tan absolutamente ilógico!”- como arrodillarse. Antes de este día se habían arrodillado ante la necedad del oro y ante la vanidad de los violentos. Ahora entendían que el único verdadero valor era aquel niño llorando. (Vida y misterio de Jesús de Nazaret-I-).
Mateo nos dice: "se postraron para adorarlo y, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Luego regresaron a su país por otro camino, porque se les avisó en sueños que no volvieran donde Herodes". (Mt. 2,11-12). Se cierra la historia sobre los magos y se inicia la leyenda. El regreso a su país “por otro camino”, abre una serie de incógnitas. ¿que significa "otro camino", además de la ruta que buscaron para evadir a Herodes? ¿significa un cambio, una vida nueva? ¿señala un abrirse al mensaje de Jesús? Ya en su docilidad al ponerse en camino, en marcha tras la estrella; en el descubrimiento que hacen de un Dios que se abaja; en la fe que los lleva a adorarlo en la pobreza y humildad del pesebre encuentran no solamente una nueva vocación, sino una vida evangélica rica, plena, transformadora y transformante como que arranca de la kénosis de Dios que acepta por palacio un establo y un pesebre por trono.
Su viajar continuo por los mundos siderales, su estar de lleno en el misterio de las estrellas los lleva a aceptar como lógico lo que para otros hubiera sido irrazonable. Con sus ojos abiertos a las sorpresas del infinito trascendieron el mundo de las realidades, "perdieron el uso de la razón y lograron el uso del misterio”.
¿Cómo adentrarnos en este camino
de asombro y de sencillez?
Para echar a andar por este camino es necesario, en un primer momento, educar nuestros sentidos. Ellos son la puerta que nos abre a toda belleza; ellos nos guían, a partir de la observación de la naturaleza, al gradual descubrimiento de Dios. Es a través de ellos como podemos encauzar la capacidad de admiración "para hacer la desembocar en la alabanza y en el agradecimiento a Dios que nos lo ha dado todo". Mirar cuanto de hermoso hay en nuestro entorno, descubrir en cada cosa su propia y natural perfección, nos conduce, por gradación, al descubrimiento de Dios, Ser absolutamente bello y perfecto. La luz, los astros, el agua, la tierra, las flores, los frutos, los animales, el hombre aparecen como manifestaciones suyas que nos conducen hasta Él para cantarle nuestras alabanzas.
En humildad y pobreza, en ese "hacernos niños" que nos aconseja el Evangelio, esforzarnos por descubrir en todo el amor gratuito de Dios, su bondad que es fuente de todas las cosas, ese su esfuerzo por hacerse para nosotros presencia y transparencia en todo y en todos. Comunicarle a nuestro "mirar" ese sentido religioso de guardar los ojos sólo para Dios, de qué nos habla San Juan de la Cruz en su cántico espiritual:
Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre d´ ellos.
Y sólo para ti quiero tenellos.
Releyendo la vida del beato Pedro, y buscando hacerlo en la línea de descubrir el asombro en sus ojos contemplativos, halle en el libro Biografía de la Humildad algo de lo que buscaba. De Pedro Niño nos dice David Vela:
La historia sagrada no ofrecía complicaciones en la modesta cátedra de los labios maternales, devanada al capricho de una fantasía pueril, en una serie de cuentos y leyendas.
Unas veces era Moisés, patriarca de florida barba, guiando al pueblo de Israel hacia la tierra de promisión, venciendo obstáculos y burlando persecuciones al conjuro de su varita mágica. Otras, la dolorosa tragedia de la Redención, qué muestra a Cristo, Dios y Hombre, condenado, vejado, coronado de espinas, llevando a cuestas el madero infamante, o expirando en lo alto de la cruz, en una tarde fustigada de truenos y relámpagos, en que la tierra se estremeció de espanto y bajó por el monte Calvario un ardiente arroyo de lágrimas. O el milagro de la Natividad del Señor, que reunió en torno a su misérrima cuna, en un pesebre de Belén, la inocencia de ángeles y pastores, adonde vinieron a venerar los tres reyes, conducidos por una estrella rutilante, que los astrónomos no han podido identificar, mas se parece al lucero de la mañana, que es clarín preclaro del sol.
Vela hace del paisaje de Vilaflor páginas miniadas, cual de piadoso Libro de Horas, donde Pedro alaba, adora y canta a su Omnipotente Señor:
Y cuando el día cansado de esplender se marchitaba en sombras sobre los campos, y el rumor de los riachuelos se hacían más misterioso entre las hojas, antes de que la noche espesara las frondas y cerrase todas las veredas, juntaba su juguetón rebaño con un grito plañidero que se quebraba a larga distancia en el aire.
Regresando al lugar, por los caminos violetas, cuando la tarde se diluye en la penumbra, desangrada de luces, entre olores campestres, y todos los cerros se sacuden con el infantil tintineo de las esquilas, suele Pedro echarse a los hombros algún cabritillo, y la madre va muy cerca, celosa, casi dificultándole el paso, tratando de lamer la mano del pastor; así como después iban a cargar sobre sus hombros una iglesia, una escuela y un hospital, sin él sentir el peso…
Y al entrar en Villa Flor, salían a su encuentro, como perros familiares, los toques de oración, y en su alma se encendía una luz ferviente: Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar.
Para Pedro desde su infancia, igual que para Francisco de Asís "todo se convertía en signo". Para él tan sencillo, tan diáfano, cada criatura era un libro abierto donde deletreaba el amor, el poder, la santidad de Dios. De ahí la ternura con que trataba las criaturas, el arrobo ante el paisaje, la unción mística que marcaba su relación con la creación. Caminar tras el beato Pedro es, entonces, adentrarse en humildad y sencillez por las rutas del asombro y experimentar cómo cuando miramos al mundo con ojos admirados se nos acrece el gozo interior.
Desarrollar y alimentar las virtudes propias de la infancia espiritual: la sencillez, la alegría, la unidad en el ser y en el obrar; esa mirada simple, ajena a repliegues y a torceduras y empeñarse en alcanzar la transparencia y limpieza de corazón es tarea amorosa de cuantos caminamos por el camino que conduce a Belén. Es igualmente necesario volver los ojos hacia los Fundadores, alimentar frente a su vida y virtudes una mirada llena de novedad que permita descubrir, desde la propia originalidad, formas y maneras nuevas de vivir la Espiritualidad de Belén. Fortalecer la dimensión contemplativa, propia de nuestra Espiritualidad, (Cfr. C. III,31) en actitud de sencillez como la de los pastores y los magos y en apertura al Espíritu que nos lleva Jesús, "el primero que invitó a los hombres a saber ´mirar´ a través del mundo creado el anuncio de un universo más hermoso todavía: el del Reino. El tuvo esa mirada llena de asombro”. (Michael Hubaut, Camino Franciscano).
Experimentar el asombro que Dios y su maravillosa creación despiertan en nosotros, abrirnos a la realidad de su presencia en nuestro interior y en el entorno es experimentar palpablemente su acción salvadora, descubrir su huella luminosa, encontrar la parte de divinidad presente en cada cosa. Ensayamos, entonces, la oración del asombro y la vamos compartiendo con cuantos caminan con nosotros por la ruta de Belén.
8.- Un camino para compartir la Palabra
y la propia vida
Para el hombre no es tarea fácil la oración. La tierra lo atrae y él se deja ir hacia ella como a su centro de gravedad. El hombre no puede con su solo esfuerzo inclinarse a la oración. Para entrar en esta hace falta que así lo inspire el Espíritu porque es Él quien "llama, murmura, inspira, adora, intercede en y desde el corazón humano" (Cfr. Rom. 8,26-27).
Cristo en su Encarnación se constituye en fuente desbordante e inagotable del Espíritu, y al comunicarlo al hombre hace que, en acogida y respuesta, éste se abra a su acción y exprese en oración y diálogo con Dios el deseo de llevar la Palabra a su propia vida. Se realiza, así, aquello de que: "en el cristianismo, Jesús y el Espíritu no pueden ser experimentados el uno sin el otro”.
Por la oración el hombre como criatura y como bautizado entra en relación con Dios; y es también por ella como al relacionarse con Dios como Padre, se abre en acogida y relación con los otros hombres, sus hermanos. En la oración el hombre revive y hace suyos los variados sentimientos vividos por Jesús en su oración; se mueve desde la adoración y la alabanza, el gozo y la exhortación a las lágrimas y a la súplica; se abre a la comunión con los seres creados y recorre toda la escala creatural, ya haciéndose intérprete de cuantos carecen de voz, ya uniéndose al hombre en una oración común que recorre toda la gama de sentimientos humanos.
Cómo ora Jesús en Belén
En Belén Jesús es pobreza, humildad, abajamiento. Se hace, en sentir de Pablo, ajeno a su condición divina, no reivindica en los hechos la igualdad con Dios, sino que se despoja, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. (Cfr. Fil. 2, 6-7). "Misterio del Hijo eterno de Dios, que se hace hombre mortal y renuncia a la gloria de Dios a pesar de que la podía conservar incluso en su vida humana”.
Sin embargo, el Niño de Belén no es como todos los recién nacidos: pasividad, incapacidad absolutas. No es solamente un niño que siente y alienta, sino que desarrolla una intensa capacidad interior. Cuando Jesús nace en Belén, cuando envuelto en pañales yace sobre las pajas del pesebre no es solamente el hijo nacido de María en la debilidad e impotencia de la infancia; es, también, el Hijo del Padre, el que en amor eterno y en contemplación extática está desde siempre en adoración y en relación con Él. En Belén, es cierto, Jesús experimenta la total pobreza e incapacidad del recién nacido, pero como Verbo está, así mismo, en la permanente generación del amor del Padre.
Jesús en Belén inicia el recorrido de un camino, recorrido que no hace en soledad porque como Salvador ya desde el pesebre se solidariza con el hombre, con sus anhelos, sus ideales, sus limitaciones y su pobreza. El niño de Belén no es un infante silencioso. Como hombre y bajo la acción del Espíritu adora, llama, murmura, intercede por los hombres, sus hermanos.
En el ambiente, en apariencia silencioso, del establo, el Niño habla con su Padre de una manera nueva y diferente. Desde toda la eternidad ha hablado con él como Verbo; ahora le habla como hombre y lo hace desde la adoración que constituye la mejor forma de oración cuando se realiza el encuentro entre el Creador y la criatura. En Belén, María y José también adoran. Saben que el niño que descansa en el pesebre es el Hijo eterno del Padre y se sumen en la adoración. Y cuando los pastores avisados por los ángeles llegan hasta el establo -tal como lo demuestra la iconografía cristiana-, no adoptan otra actitud que la de una oración adorante. Sería lógico y aceptable que tras la nueva recibida, llegaran entre algazara y manifestaciones de júbilo; sin embargo, ante la realidad divina que así se les revela su reacción no es otra que la del silencio y la contemplación adorantes; actitudes que se prolongan cuando regresan a las majadas. Nos dice Lucas, haciendo eco al relato de María: "… Se fueron glorificando y alabando a Dios: (2,20). Los pastores de corazón sencillo y pobre recibieron el mensaje, lo ahondaron, sintieron todo el peso de divinidad que contenía.
Jesús en Belén comienza su acción salvadora y solidaria con el hombre al hacer que éste participe en su oración y comparta con Él su actitud de alabanza y de glorificación al Padre. Inicia un camino de oración compartida, porque no sólo hace al hombre partícipe de sus sentimientos de Hombre-Dios, sino que asume todas las necesidades humanas y las expresa al Padre en múltiples formas: súplica, ruego, exultación, alabanza, acción de gracias, adoración.
Jesús ora por el otro
Durante los treinta y tres años de su vida Jesús se constituye en Maestro y Modelo de oración. Ora tanto y con tanta frecuencia que sus discípulos se contagian de su sed de oración y le piden: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos" (Lc. 11, 1). La oración de Jesús no es intimista. Ella expresa no sólo sus sentimientos personales, sino que se hace eco del sentir del otro, de sus aspiraciones, de sus necesidades. Sus milagros responden siempre a miserias humanas que encuentran eco en su corazón; es por esto, quizás por lo que Endo Shusaku en su libro JESÚS nos dice:
Los Evangelios están llenos de episodios referidos al contacto de Jesús con estas almas abandonadas. Dichos episodios son de dos clases: aquellos en los que Jesús sana sus enfermedades mediante un milagro (las llamadas "narraciones de milagros”), y aquellos otros en los que, más que realizar un milagro, lo que hace Jesús es simplemente compartir el sufrimiento de aquellos seres tan dignos de compasión (“las llamadas narraciones de consuelo”).
Jesús ni en su oración ni en ninguna de las múltiples actividades que entretejen su vida es ajeno a los sufrimientos del hombre. Continúa Shusaku:
Las aldeas del lago eran pequeñas y miserables, pero constituían el mundo de Jesús, el cual sentía cómo las penalidades de todos los seres del mundo iban yendo a parar, una a una, sobre sus propios hombros, comenzando a producirle un dolor semejante al de la pesada cruz que un día se vería obligado a arrastrar por las calles de Jerusalén. Repito que es ese realismo de las "narraciones de consuelo" el que explica el modo tan vivo que tenemos de percibir la clase de persona que era Jesús.
Jesús se da en oración y en acción salvadora. No se sustrae al mundo doliente que lo rodea y lo mismo expone filialmente al Padre el dolor humano, que sale con su poder taumatúrgico a remediar dolores y enfermedades. Nada más ajeno a una verdadera actitud de oración que el centrarla en logros personales, sean de orden material o espiritual, cuando en el entorno y más allá de este hay un mundo necesitado de ayuda.
Quién quiera que se acerque a Dios en la oración no se queda en sí mismo y en sus necesidades, no hace de su oración una experiencia intimista, sino que su oración trasciende, se hace aproximación a la gente y a sus necesidades. Este espíritu anima los numerales 81 y 82 del capítulo V de las Constituciones.
Jesús ora con el otro
Si orar por el otro es una forma de compartir la oración, lo es mucho más la de orar con el otro. El Evangelio nos habla repetidas veces de la puntual asistencia de Jesús a la sinagoga los días sábados. En sus años de Nazaret participa en la oración de su pueblo.
No rompe con la tradición orante de Israel, se incultura en su sentir, en sus valores, en su praxis, en lo cotidiano, en la fiesta. Recorre con su pueblo toda la gama de sentimientos manifestados en los salmos, expresión de la piedad popular y vida litúrgica, revelación del alma religiosa del israelita.
Ya en su vida pública la narración evangélica lo sigue a lo largo de su ruta de oración. “Jesús <…> empezó a visitar las casas de oración que había en esos lugares…" (Mc. 1,39). "llegó a Nazaret, donde se había criado, y según acostumbraba entró el sábado a la sinagoga” (Lc. 4,16). A través del texto de Marcos vemos cómo Jesús visita a la sinagoga de los distintos lugares a donde va y advertimos como ya no sólo ora con las formas de oración del pueblo sino que comienza a hacerlo partícipe de su propia oración: "… Se puso a enseñar en la sinagoga, de tal manera, que la gente maravillada se preguntaba: ¿de dónde le ha llegado tanta sabiduría?" (Mt. 13,54). Y Mateo puntualiza precisamente la sabiduría, que en el caso de Jesús no era, por cierto, la intelectual de los maestros de Israel, si no ese gustar, saborear sentir la Palabra desde un corazón de pobre.
Así oraba Jesús
Los evangelistas nos traen algunas oraciones que Jesús comparte con los suyos, oraciones con las cuales entramos en la intimidad de Jesús y, por así decirlo, nos ponemos con Él ante el Padre. Los 72 discípulos acaban de regresar de la misión. Están exultantes. "Señor en tu nombre sometimos hasta los demonios”. El maestro los oye bondadoso, complacido; y en tanto que admite su interior regocijo por cuanto han realizado en su nombre, expresa el deseo de que su gozo no sea tanto por los hechos milagrosos cumplidos cuanto por sentir a través de los mismos "que sus nombres están escritos en los cielos". Y continúa Lucas: "en este mismo momento, Jesús movido por el Espíritu Santo, se estremeció de alegría y dijo: 'Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeñitos. Sí, Padre, así te pareció bien. Mi Padre puso todas las cosas en mis manos, y nadie sabe quién es el Hijo, si no el Padre, ni quién es el Padre si no el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera dárselo a conocer’". (Lc. 10, 21-22).
Podemos imaginar los sentimientos de estos setenta y dos cuando Jesús los hace participar de su oración de acción de gracias al Padre, porque ha querido llamarlos a la misión, a cooperar en su propio trabajo, a proclamar su fe, a obrar curaciones, a anunciar en forma sencilla el Reino de Dios que como pequeña semilla se agita y crece en su interior. La oración de Jesús, bajo el impulso del Espíritu, gozosa y espontáneamente expresada crea nuevos lazos de comunión entre el Maestro y los discípulos, porque al orar así con ellos y ante ellos les da un atisbo de su interioridad y de su relación con el Padre.
En el capítulo XI de su evangelio nos trae Lucas otra oración compartida de Jesús, esta vez a petición de sus apóstoles. Los apóstoles ya oraban y lo hacían en común, como todos los judíos en la sinagogas y en los principales momentos del día. Sin embargo, al lado de Jesús han descubierto una nueva manera de vivir y de convivir, y sienten la necesidad de hablar al Padre en otra forma. Nos dice Lucas: "un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminaba su oración, uno de sus discípulos le pidió: ’Señor enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos’". (Lc. 11,1).
Y Él, entonces, les enseña el Padrenuestro, expresión de relación filial con el Padre, suma de sus sentimientos, ya que esta oración recoge cuanto de anhelos hay en el corazón del mejor de los hijos en su relación con el “Padre de los cielos”. No se da en esta oración el desbordamiento de gozo y de gratitud que se ve en la oración con y ante los setenta y dos discípulos, ni se hace resaltar explícitamente la moción del Espíritu Santo. El Padrenuestro es la oración de Jesús que se pone todos los días ante el Padre para en calidez y confianza pedirle bienes para el cielo y para la tierra, para el Padre y para el hombre, para el que todo lo tiene y para el que todo lo necesita.
En la primera parte Jesús vierte todo su anhelo por los intereses del Padre: que sea glorificado su nombre entre los hombres; que su reino crezca y se extienda, sea valorado y preferido a todo; que se haga realidad en el corazón del hombre y se exprese en el cumplimiento amoroso de la voluntad del Padre, "así en la tierra como en el cielo"; que todo se someta a su querer; que su voluntad sea conocida, buscada, amada en tal medida que el hombre pueda decir con Él: "yo hago siempre lo que le agrada”. (Jn.8,29).
Luego pasa Jesús del Padre a nosotros y a nuestras necesidades. "El pan nuestro de este día dánoslo hoy" (Mt. 6,11). No pide al Padre colmar las trojes ni rellenar los silos; pide sí, que sepamos vivir en dependencia del Padre y el recurso a su providencia; que en el abandono y la imprevisión del pájaro y de la flor nos pongamos en las manos del Padre.
Quiere que pidamos "la despreocupación evangélica", ese dejar que el Padre cuide de nosotros, en tanto que nuestra mayor preocupación sea la de "buscar el Reino de Dios y la justicia de Dios", en la seguridad que todas las demás cosas se nos dará por añadidura. (Cfr. Mt. 6,33).
El Señor nos enseña a pedir perdón de nuestras ofensas a Dios. No que nos quiera inquietos y desconfiados, dudosos del amor y de la misericordia del Padre, pero si conscientes de nuestra condición de pecadores, limitados, frágiles. Más el Señor subordina el perdón que pedimos al Padre, al difícil perdón que debemos otorgar a nuestros hermanos: "perdónanos, como nosotros perdonamos”; con nuestro perdón interhumano señalamos, por así decirlo, al Padre la medida de su perdón. "No nos dejes caer en la tentación". En el lenguaje bíblico tentar y probar tienen el mismo sentido. Jesús conoce por experiencia las argucias y engaños del espíritu malo y sabe cómo hay que resistir a ellos con la oración y con la apropiada aplicación de la Palabra de Dios. No caer en la tentación que se nos ofrece bajo aspecto de bien, ni en la que no se disfraza y es burda y sórdida; no caer en la tentación sino vencerla como la venció Jesús en el desierto con la eficacia de la oración y la fuerza de la penitencia.
"Y líbranos del mal". El Señor quiere que encontremos en el Padre el refugio, la medicina, la solución para todos los males físicos o morales que nos acechan. Quiere, sobre todo, que nos volvamos al Padre para pedirle que nos libre del Malo y de todo cuanto de pecado, tristeza, desazón él puede sembrar en nuestro corazón.
Juan en el capítulo XVII de su Evangelio nos trae otra oración compartida de Jesús; es la oración después de la cena, la "oración sacerdotal". Esta oración es muy diferente de las que brevemente hemos comentado. Esta oración es más íntima y está cargada de los sentimientos que suelen llenar el corazón y aflorar a los labios en momentos de trance, como lo puede ser el de una despedida. Parece, entonces, como si se agolparan las emociones y pugnaran por salir a borbotones desde el fondo del alma. Esta oración de Jesús se nos proyecta sobre el telón de fondo “muerte-resurrección". Tiene todas las características del cuarto evangelio: habla de la gloria o glorificar, de la hora, la vida eterna, la obra, enviar, conocer. Cuando ha llegado su hora, -la hora en que Jesús realizará de una manera exhaustiva su misión-, pide al Padre que le conceda la gloria que, a su vez, le haga capaz de glorificarlo a Él. Al Hijo le ha sido concedida la posición de autoridad sobre todas las cosas. La gloria que ahora pide al Padre debe demostrarse en el don de la vida eterna que Él quiere regalar a todos aquellos que crean en Él.
Esta oración, fiel trasunto del corazón de Jesús, habla del conocimiento del Padre, conocimiento que ha constituido todo el empeño de la vida humana de Jesús. ¡Cuánta oración, interiorización y relación con el Padre! ¡Cuánta apertura a la acción del Espíritu Santo! ¡Cuánta atención para descubrir en contemplación callada al Padre tanto en la vida como en la belleza y en el amor! Conocer al Padre es el comienzo de la vida eterna, donde veremos a Dios tal cual es.
Jesús durante su ministerio terrenal ha buscado solamente la glorificación del Padre, ahora próximo a la pasión y a la muerte le suplica filialmente: "… Dame junto a ti la misma gloria que tenía a tu lado desde antes que comenzara el mundo”. (17, 5). A continuación Jesús ora por sus discípulos: "los que me diste", "los que sacaste del mundo", "los que han hecho caso de tu palabra"; para añadir enseguida una súplica llena de ternura, casi como la de una madre en el momento inminente de dejar a sus hijos: "yo ya no estoy en el mundo, pero ellos se quedan en el mundo, mientras yo vuelvo a ti. Padre Santo guárdalos en ese tu nombre que a mí me diste, para que todos sean uno como nosotros”.(17,11). A continuación Jesús pide para los suyos la unidad, el amor. Que se establezcan en el amor mutuo, porque este amor hace entrar al hombre en la corriente de amor que del Padre fluye al Hijo en el Espíritu Santo. "… Cuando ruega al Padre 'que todos sean uno, como nosotros también somos uno', abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrenal a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo a los demás", nos dice la constitución "Gaudium et Esta semejanza" 24,3.
Esta oración de Jesús que contiene el significado de toda su vida, no se queda en ese presente que se vive intensamente en el cenáculo. Trasciende el tiempo por cuanto ora no solamente por los discípulos que lo acompañan, sino por cuanto creerán en Él, gracias a la predicación de los mismos que ahora entristecidos están en su derredor. Al exteriorizar el Señor, -ya tan próximo a su fin-, sus más íntimos sentimientos nos enseña a orar con Él y como Él. De ordinario Jesús oraba solo y este hecho de orar con sus discípulos antes de dejarlos, encierra, por así decirlo, la cláusula testamentaria de orar comunitariamente, no ya sólo con salmos, plegarias, cantos, bendiciones, si no con una oración que como la del Señor sea la expresión de los más hondos sentimientos.
Al respecto comenta Basilio Caballero:
La joven iglesia comenzó el camino histórico de la misión entrenándose en la oración comunitaria, y no por una actividad febril sin contacto con Cristo y su Espíritu.
Porque es en la oración, que crea comunión con Dios, donde está la fuerza secreta de la comunidad y del cristiano para testimoniar a los hombres la presencia de Cristo, el Señor glorioso y Salvador de la humanidad. (De. Caballero.-La palabra de cada día)
Muchas veces se dificulta orar comunitariamente; se aducen como excusas la timidez, la falta de confianza, el sentimiento de que se forma parte de un grupo, no de una verdadera comunidad. Estos pretextos, a veces, son reales pero en la mayoría de los casos la razones para no participar en la oración comunitaria obedecen a circunstancias personales: apatía, temor a comprometerse, la excesiva importancia "al qué dirán”. Se cree, además, que para compartir la oración es necesario, con anterioridad, haber hecho comunidad. Se olvida la experiencia de las comunidades apostólicas que se iniciaron en la "convivencia, la fracción del pan y las oraciones”.
Cuando de ellas se decía: "mirad como se aman", era cuando ellas habían terminado el difícil curso de convivir, compartir y orar en comunidad. Las Constituciones nos piden que como comunidad nos reunamos para orar, para dar a Dios una respuesta común en la vida, para hacer frente a las dificultades, llevar a cabo proyectos y enriquecernos mutuamente con la multiforme acción del Espíritu. (Cfr. C.III,36).
Compartir la palabra desde la misión
En la "Exhortación Apostólica Vida Consagrada", su santidad Juan Pablo II habla sobre la común vocación misionera.
Quien ama a Dios, Padre de todos, ama necesariamente a sus semejantes, entre los que reconoce otros tantos hermanos y hermanas. Precisamente por eso no puede permanecer indiferente ante el hecho de que muchos de ellos no conocen la plena manifestación del amor de Dios en Cristo. De aquí nace principalmente, obedeciendo el mandato de Cristo, el impulso misionero “ad gentes", que todo cristiano consciente comparte con la iglesia, misionera por su misma naturaleza.
Enseñar a Cristo es, pues, tarea de todo bautizado consciente, e irrenunciable compromiso de todo consagrado. No asumir este empeño es no vivir plenamente en la propia vocación, no potenciar el Carisma del Instituto. (Cfr. C. V,85). El Santo padre ha lanzado "la Nueva Evangelización" como tarea para todos los bautizados, como exigencia de la actual sociedad ya cristianizada y como un reto a la iglesia de hoy.
Esta llamada es, también, válida para los consagrados quienes deben dejarse interpelar continuamente por la Palabra de Dios y por los "signos de los tiempos". Porque la palabra de Dios "es viva y penetrante" (heb. 4,12) y mueve a la acción; al paso que los "signos de los tiempos" van mostrando dónde y con quién realizar la acción misionera, haciéndose eco de las actitudes de presencia y convivencia asumidas por los Fundadores en su momento histórico y haciendo vida, ante todo, lo que acerca de ellos afirma el Papa: "que las grandes evangelizadoras y los grandes evangelizadores fueron antes que todo, grandes evangelizados". Esta afirmación del Santo Padre es corroborada por un texto de la asamblea general del Sínodo de obispos: "las personas consagradas, por su vocación específica, son llamados a hacer patente la unidad entre auto evangelización y testimonio, entre renovación interior y ardor apostólico, entre ser y hacer evidenciando que el dinamismo emana siempre del primer elemento del binomio”.
Para un Instituto de vida consagrada y en proceso de "la nueva evangelización" son elementos importantes:
- fidelidad al carisma de fundación (distinto del carisma del fundador que es personal) que es el don concedido a los discípulos y seguidores para aceptar y desarrollar el carisma inicial con su forma peculiar de vida, de fin, de espíritu, y con el estilo propio que seguirá dando en continuidad dinámica a través del tiempo; (Cfr, C.V, 84).
- Comunión con la jerarquía y con cuantos colaboran en la "nueva evangelización”. (Cfr, C.V, 88).
- Discernimiento serio de las llamadas que el Espíritu Santo hace al Instituto. (Cfr, C.V, 83).
Es necesario, por esto, entrar continuamente y con más hondura, para reanimarlo, en el espíritu creativo de los Fundadores que en su momento tuvieron el valor de proponer, de emprender movidos por el amor, obras nuevas, formas nuevas para salir al encuentro de los males y necesidades de su época.
Pedro de Betancur, "el vagabundo de Cristo”, -como se autodenomina- no recorre en balde las calles y las plazas de Antigua; sus ojos y su corazón están abiertos para descubrir necesidades y palpar miserias; y no para quedarse en una estéril compasión sino para descubrir formas nuevas de salir al encuentro de las situaciones más apremiantes. En sus visitas frecuentes a los hospitales se da cuenta de la situación de los enfermos convalecientes, y sin dejarse arredrar por la extrema pobreza, las dificultades de todo orden y la misma novedad de su empresa, se lanza con fe y confianza en la providencia a crear algo, hasta ese momento inexistente dentro del gran abanico de las obras de misericordia corporales: la creación de hospitales para atender a enfermos convalecientes.
Cuando ya terciario franciscano Pedro encuentra en el Calvario un lugar de paz y de oración, su caridad no le permite cerrar los ojos a las múltiples necesidades de cuantos los rodean.
Dice su biógrafo David Vela:
El barrio era populoso, y en el advirtió Pedro la jubilosa abundancia de niños, faltos de enseñanza todos, triscando como un rebaño sin pastor en la promiscuidad y el abandono de la calle. Rebosando amor su corazón, y entendiendo que el amor se traduce en servicio, y en servicio desinteresado, no necesitó otro estímulo para moverse al remedio de aquella necesidad.
Funda, pues, el maravilloso indocto una escuela y contrata el profesor D. Mateo Polanco -a quien pagó siempre con el producto de limosnas- para que impartiese a los niños los elementos de la ciencia; reservándose él la enseñanza de las materias que dominaba su intuición, o sean, la piedad y el ejercicio de la virtud, simientes que por doquier sembraba su didáctico ejemplo. (Biografía de la Humildad)
Y la Beata Madre Encarnación a distancia de dos siglos del Fundador acomoda, a su vez, la actividad apostólica del reformado Instituto de Belén a las necesidades de la época. Cuando, primero en Guatemala y más tarde en Costa Rica, debe hacer frente a leyes emanadas de gobiernos radicales y contrarios a la religión, no duda en sacrificar la vida contemplativa y la clausura monacal para empeñar a sus religiosas en una labor educativa y en abrirlas a una vida activa para salir al encuentro de las múltiples necesidades de las niñas y jóvenes de su época.
Abrirse a la acción del Espíritu Santo que interpretar los signos de los tiempos
Abrir el alma, el corazón y la mente a las llamadas continuas del Espíritu Santo es la actitud más propia de quienes, conscientes de las apremiantes necesidades del mundo de hoy, descubren en la realidad circundante el campo nuevo para acciones nuevas en favor de las partes más necesitadas de la sociedad. Nuestro mundo adolece de un interés exagerado por cuanto es antropológico o corpóreo y, a la ves, siente una sed profunda por lo espiritual. Se buscan el éxito y el prestigio aun a costa de los mayores sacrificios. Se cuida con exceso el cuerpo que se considera como peana y base para la popularidad. Y cuando llegan la enfermedad y las frustraciones y las desilusiones provenientes de lo mismo que con tanto afán se busca y que no conduce a la paz interior, se cae en desconciertos que o reclaman el diálogo con el psiquiatra o se lanza la persona en busca de un espiritualismo que llene los vacíos y las ansiedades. Es entonces cuando la sectas hacen presa fácil, cuando los ejercicios y cultos de otras religiones se vuelven el remedio para la falta de esperanza, de gozo de vivir, de paz interior, de la paz que sólo Dios sabe dar.
Y es precisamente ante situaciones como ésta y conscientes de las circunstancias cambiantes de nuestro tiempo cuando nos corresponde desarrollar y mostrar una sensibilidad nueva expresada en forma de servicio, de testimonio, de promoción de la persona. Porque la vida consagrada está en el corazón de la Iglesia y del mundo, allí donde se requiere la presencia del Dios hecho Palabra, hecho Hombre y presencia y acción salvadoras. La mejor manera de lograrlo es la de la acogida, el vivir visiblemente el gozo de las bienaventuranzas; el tener una infinita capacidad de escucha, de apertura, de diálogo. Y la búsqueda de los medios para llegar mejor y más comprometidamente a los otros es algo que debe realizarse dentro del carisma y de la espiritualidad de cada instituto. Es necesario volver continuamente a la vida de los Fundadores, a su momento histórico, a la respuesta que dieron a las necesidades de su tiempo. Y es entonces cuando surgen las preguntas: ¿que harían los Fundadores en esta coyuntura histórica? ¿Cómo responderían a las necesidades y angustias de nuestro tiempo? ¿Hasta dónde se comprometerían con la promoción humana, el desarrollo socio-económico, el compromiso con los pobres, la promoción de la justicia, la paz, la ecología? ¿Qué atención darían al numeral 82 de la Exhortación Vida Consagrada donde el Papa nos convida a hacer propia la “misión del Señor" con una atención especial, con una auténtica opción preferencial a quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad, por tanto, de más grave necesidad. Pobres en las últimas dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuántos son considerados y tratados como los últimos en la sociedad". (Vida Consagrada,82).
Y más adelante convida a los consagrados a implicarse "de una manera del todo singular" en el seguimiento de Cristo y a "vivir como pobres y abrazar la causa de los pobres". Esto comporta para cada Instituto, según su carisma específico, "la adopción de un estilo de vida humilde y austero, tanto personal como comunitariamente". De acuerdo al carisma vivir la propia pobreza compartiendo la situación del pobre y ayudándolo en su camino hacia Dios, mostrando el gozo de las de Beatitudes "en la entrega que caracterizó a fundadores y fundadoras que gastaron su vida para servir al Señor presente en los pobres”.
En la promoción de la justicia, de la paz, de la ecología se ofrece un vasto programa para abrirse a nuevas iniciativas, y a la luz de las enseñanzas del Papa examinar las opciones operativas. Terreno rico de trabajo e intervención es la formación de la conciencia de los niños y jóvenes, su inserción en grupos que promuevan iniciativas de justicia: iniciativa de paz, paz entre las personas, paz en las familias, paz en las instituciones. (Cfr. C.V,86). Y lo mismo para la ecología, educando y educándonos a amar y a respetar el maravilloso mundo que Dios nos ha dado, mundo que ha sido confiado al cuidado y cultivo del hombre, como allá en el paraíso "cuando Dios el Señor puso al hombre en el jardín de Edén para que lo cultivara y lo cuidara" (Gen. 2,15).
Es admirable constatar cómo recorridas algunas de las muchas etapas que marcan la Ruta hacia Belén, comienzan a entreverse horizontes más amplios, perspectivas más abiertas. El Niño de Belén se va revelando con claridad mayor como el trascendente, como el del más allá, como el Jesús del Adviento y de la Parusía, como el “siempre mayor".
9.- Un camino de espera y esperanza:
Adviento y Navidad
Cuando María y José en cumplimiento del edicto del César, dejan su casa de Nazaret y avanzan por el serpenteante camino que conduce a Belén, recorren la última etapa de un camino de espera; y se adentran, a la vez, por un camino de esperanza.
Como judíos piadosos han sentido y alimentado el anhelo de la venida del Mesías; anhelo que se ha constituido en la razón de la espera que, a través de los siglos, ha sostenido la fe de Israel. Desde los comienzos de su historia el pueblo ha vivido de la nostalgia por el Señor que, más allá en el Edén, y tras el dolor y la angustia que generó el pecado se ofreció a Adán y a Eva como rescate y esperanza. La vida entera de Israel ha sido un otear el horizonte para entre el exilio y la tierra de la promesa, las guerras y las conquistas, la fidelidad y el desamor, entrever la figura de Aquel a quien Isaías señala como el "admirable en sus planes, el Dios invencible, Padre eterno, príncipe de la paz". (Is.9,6). Y de quién Miqueas dice: "el rey que se levantará para pastorear a su pueblo con el poder y la majestad del Señor su Dios, y ellos podrán vivir en paz, porque el Señor será engrandecido hasta el último rincón de la tierra. El traerá la paz”. (Miq. 5,4-5).
Se realiza la profecía
Para María y José la profecía se ha hecho cumplimiento, la espera se ha trocado en Esperanza cuando Gabriel ha dicho a la Virgen de Nazaret: "… Tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin” (Lc. 1,31-33).
Realizada la "promesa" en la noche blanca y milagrosa de Belén, el Mesías esperado comienza a vivir entre su pueblo pero no es reconocido: "vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron…" (Jn. 1,11). Está con su pueblo y entre su pueblo, pero éste para el cual la espera ha sido el signo de su historia, apenas sí se da cuenta de su llegada.
Oscurecida la visión de un Mesías que reinará con rectitud "que traerá la justicia a todas las naciones; que no gritará, no levantará la voz en las calles, no apagará la mecha que arde débilmente" (Is. 42,1.3); reemplazada la figura de un Mesías, "siervo sufriente” -como el del capítulo 53 de Isaías- por la figura de un mesías caudillo nacionalista que los librará del yugo de los romanos: "nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel" (Lc.24, 21); el pueblo no puede descubrir en Jesús, ajeno a ese falso ideal mesiánico, sino a "un profeta de esperanzas imposibles”.
Después del fracaso de Jesús, de su condena y de su muerte en cruz, el pueblo judío sigue a la espera de un mesías vencedor y triunfante, de un mesías que asegure las esperanzas de Israel. Más para el "pequeño resto" que descubre en Jesús al Mesías esperado; que cree en Él y pone, como Pablo, toda su fe y toda su esperanza en el triunfo de su Resurrección, cesa el tiempo de espera porque en ese Jesús que nace en Belén de María Virgen, que cambia la historia e inaugura el "tiempo de Cristo", se realizan las esperanzas mesiánicas. La espera se trueca en esperanza. Ya no se vive a la expectativa de un Mesías que vendrá. Se vive, sí, de la esperanza en un Mesías que vino cuando el Verbo se hizo Hombre. Un Jesús que vendrá de nuevo en la Parusía, la "Vuelta de Cristo", luz blanca que ilumina el camino del creyente y de la iglesia. "Alégrense siempre en el Señor. El Señor está cerca" (Fil. 4,4-5). Después no esperamos a nadie más. Él inauguró ya su Reino: este irá creciendo y madurando a lo largo de los siglos, hacia la plenitud final.
El pensamiento de esta "segunda venida" creó en la iglesia primitiva y en las primeras comunidades cristianas una anhelante espera del Señor, al punto que se llegó a considerar que Cristo retrasaba su venida, lo que se convirtió para algunos en verdadera desilusión. A éstos les dice Pedro en su segunda carta: "además, queridos hermanos, no olviden que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. No es que el Señor se tarde en cumplir su promesa, como algunos suponen, sino que Él tiene paciencia con ustedes, pues no quiere que nadie muera, sino que todos se vuelvan a Dios. Pero el día del Señor vendrá como un ladrón" (2P. 3,8-10).
Sentido del Adviento
La permanente espera de la segunda venida de Cristo lleva a los fieles en el siglo cuarto a dar a esta actitud de espera un término apropiado: Adventus, advenimiento, venida, llegada. Lo adoptan de los acontecimientos del mundo pagano tales como la venida de una divinidad o del emperador. Dice Joaquín Madurga.
A algunos de los dioses se les asignaba un día determinado para venir y hacerse presentes en un lugar concreto. También la llegada del emperador sobre todo en la época en que gozaban de rango divino. Las fiestas organizadas en ambos casos llegaban a prolongarse a veces durante varios días y a todos ellos alcanzaba la denominación Adventus. La Iglesia cristianizó dicho nombre y lo aplicó a la venida de Cristo, el Señor, en la doble vertiente temporal y escatológica.
Así dentro de la liturgia de la iglesia el Adviento es el tiempo durante el cual conmemoramos la venida de nuestro Señor, su primera venida a Belén; y el tiempo cuando será visto claramente como origen y finalidad de toda la creación. Ya desde el primer domingo de Adviento nuestra atención es dirigida a ese día último en que aparecerá Cristo triunfador para juzgar al mundo. Esta presencia de las dos venidas de Cristo, que con tanta fuerza señala la liturgia del Adviento, es muy antigua.
El Adviento tiene la finalidad de despertar nuestra sensibilidad por lo divino, de avivar nuestra esperanza "para salir del conformismo y tender hacia la utopía del Reino". San Pablo nos alerta a todos: "sepan que ya es hora de que despierten del sueño" (Rom. 13,11). Adviento es "tiempo de esperanza", esperanza que se nos colmará en la plenitud del Reino cuando el Cristo hecho pobreza y humildad en Belén, se nos revele en gloria y majestad en la Parusía. Esperanza que se apoya en una certeza: esperamos lo que ya poseemos. Nuestra esperanza "se apoya en el pasado para esperar el futuro a través de la paciencia del presente", dice Daniélou. Nuestro Adviento, así entendido, mira hacia delante, seguros de qué vino (Navidad) y está con nosotros, preparando los bienes definitivos que tendremos plenamente cuando nos lleve con él. "Nuestra esperanza tiene una certeza en Belén y una meta en la Parusía. Todo el futuro ha sido anticipado en Jesucristo. Nosotros vivimos el ya pero todavía no. Podemos esperar porque se nos ha dado ya el esperado", escribe el padre Álvaro J. Quevedo.
El Adviento, hito que jalona el camino de Belén, su espíritu, sus figuras, su mensaje determinan todo un estilo de vida; estilo que no puede circunscribirse al tiempo litúrgico designado como tal, sino que debe abarcar la vida toda penetrándola del sentido de las venidas de Dios a nuestro mundo: pasada, presente y futura. Éste permanente espíritu de Adviento debe ponernos en situación vital de esperanza; no de una falsa esperanza, una esperanza sin conversión, sino en un permanente volvernos hacia Dios en actitud vigilante de fidelidad amorosa, de perdón fraterno ilimitado, de gozo y de alegría por la salvación de Dios y la reconciliación con Él. La acción salvadora de Dios es capaz de "que se alegre el desierto, tierra seca; que se llene de alegría, que florezca, que produzca flores como el lirio” <…> (Is. 35,1-2). Este mismo espíritu debe llevarnos en progresión creciente a descubrir al Dios de la ternura, al Dios que nos revela el segundo Isaías en el llamado "libro de consolación". Al Dios que oye a su pueblo que en tiempo de exilio se queja con amargura de no encontrar ningún consuelo.
El Dios de ustedes dice:
consuelen, consuelen a mi pueblo;
hablen con cariño a Jerusalén
y díganle que su esclavitud ha terminado,
que ya ha pagado por sus faltas,
que ya ha recibido de mi mano
el doble del castigo por todos sus pecados. (Is. 40,1-2).
Al Dios que "viene como un pastor que cuida su rebaño; levanta los corderos en sus brazos, los lleva junto al pecho, cuida de las madres" (Isaías. 40, 11). Un Dios que siendo grande y poderoso es, a la vez, un Dios de ternura, de misericordia y comprensión; Dios que es padre y madre, que sabe amar y perdonar, que tiene compasión de todos porque a todos los creó y todos le pertenecen, un Dios que ama la vida. (Cfr. Sab. 11, 26).
Adviento como tiempo litúrgico y como espíritu y aliento de vida es una invitación a aumentar nuestra fe en la sacramentalidad de la palabra, con la convicción de que Dios habla a través de la Escritura. Es, así mismo, un tiempo de vigilancia amorosa, un abrir los sentidos a nuestro entorno -el cercano y el más alejado- para ver, para percibir como Dios se nos revela en los otros y en el ordinario acaecer. Tomar en cuenta los "pequeños comienzos" de qué hablo el profeta Zacarías (4,10), es decir "los días de las cosas pequeñas" esos días humildes en que Dios te sigue revelando, sigue viniendo, sigue llamando, convirtiéndose así en el “Dios nuestro de cada día”.
Isaías
Figura destacada dentro del Adviento es la del profeta Isaías quién expresa con gran lirismo la utopía de los tiempos mesiánicos, la vuelta a la armonía y felicidad del paraíso antes del pecado de origen. El hombre volverá a vivir en paz consigo mismo y con todos los animales de la creación y estos entre sí:
Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz, el tigre y el cabrito descansarán juntos; el becerro y el león crecerán uno al lado del otro, y se dejarán guiar por un niño pequeño. La vaca y la osa serán amigas, y sus crías descansarán juntas. El león comerá pasto, como el buey. El niño podrá jugar en el hoyo de la cobra, podrá meter la mano en el nido de la víbora. (Is. 11, 6-8).
Isaías no es sólo el profeta que revela al Dios tierno y compasivo, es también el que nos muestra a Yahvé como el único Creador y Señor del mundo y de la historia. Para él, Dios es Santo y él el profeta de la santidad de Dios. La experiencia mística recibida el día de su vocación la cifra en "santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos" (6,3). Las exigencias de la Santidad Divina, enfrentadas con la perversidad mortal del pueblo, le dictan los juicios terribles con que Dios desea purificar a su pueblo. Es, también, Isaías el profeta del rey Mesías y de su reino de paz indefectible y universal.
La lectura meditada de este gran profeta, el saboreo de pasajes como "el cántico de la viña”, "la vocación del profeta", el "libro de la consolación de Israel”, poema que manifiesta "las esperanzas de liberación" son hontanares de paz, de oración y de sentido de la proximidad de un Dios misericordioso.
El Primer poema del Siervo, del que describe la elección, el carácter y la misión y a quien presenta no ya como Mesías conquistador, sino en trabajos y sufrimientos; el Tercer poema del Siervo tan sugerente para quienes en el rostro de Jesús hecho niño en Belén descubren ya a un Jesús vejado, golpeado, que no hurta la faz a los ultrajes y a los salivazos (Cfr. Is.. 50,6); y a quien en el Cuarto poema del Siervo presenta como retablo de dolores: sin belleza que atraiga las miradas, "despreciado, abandonado de los hombres, varón de dolores <…> tratado como impío por nuestros crímenes, aplastado por nuestras iniquidades”(Is. 53,3-5), constituyen páginas de lectura que pueden alimentar, enriquecer, aquilatar una espiritualidad que en el Corazón del Dios Niño descubre con anticipación los dolores hondos e íntimos que lo harían experimentar "temor y angustia", "tristeza mortal" y sudor de sangre en Getsemaní.
El libro de Isaías es, también, una invitación a profundizar en el espíritu de oración. Los capítulos 63 y 64 contienen una plegaria hecha desde el sentimiento profundo de debilidad, desde la experiencia de la necesidad de la venida del Señor. Reza así:
Tú, Señor, eres nuestro padre,
tu nombre de siempre es "nuestro redentor.
Señor, ¿por qué nos extravías en tus caminos
y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos
y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases,
derritiendo los montes con tu presencia!
Nadie invocaba tu nombre
ni se esforzaba por aferrarse a ti;
pues nos ocultabas tu rostro
y nos entregaban en poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre,
Nosotros la arcilla y tú el alfarero:
somos obra de tus manos. (Is. 63, 13-17-19; 64, 6-7)
Acerca de Isaías y de su mensaje nos dice San Agustín:
Pregunté al obispo Ambrosio para que me aconsejara lo que debía leer de las Escrituras, para prepararme mejor a la inmensa gracia que iba a recibir. Él me mandó leer al profeta Isaías. Creo que fue porque anuncia más claramente que los demás el Evangelio y la vocación de los gentiles.
Juan Bautista
Juan Bautista es otra de las grandes figuras del Adviento, el anuncia la aparición de Jesús para quitar el pecado del mundo. Con Jesús viene la salvación y su llegada nos descubre nuestra situación de culpa; cuando aceptamos nuestra realidad de pecado comienza nuestro adviento. Juan predica en el desierto: “preparad un camino al Señor", es decir: ahí en vuestra injusticia, en vuestro exilio, preparad, haced la justicia. Esto es lo que significa enderezar lo torcido y allanar lo escabroso. "Preparar el camino" es hacer lo que Juan decía a las gentes: "el que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo". Luego hablando con unos publicanos, recaudadores de impuestos que en aquel tiempo hacían su negocio a base de aumentar, según les parecía, las cantidades que la gente debía pagar, les responde invitándolos a quedarse sin sus fuentes de ingreso habituales: "no exijáis más de lo establecido". Y algo parecido hace con unos militares, que tradicional y aceptadamente se dedicaban a sacar dinero mediante la extorsión: "no hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga" (Lc. 3,10-14).
Mateo describe en breves trazos la figura impresionante de Juan Bautista: "Juan vestía un manto de pelo de camello, con un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel de abeja silvestre" (3,4). Y el Señor Jesús, a su vez, lo muestra así en Mateo 11,7-15: "¿que fueron a ver ustedes al desierto? ¿A una caña agitada por el viento? ¿qué fueron a ver? ¿a un hombre vestido elegantemente? pero los elegantes viven en palacios. Entonces, ¿qué fueron a ver? ¿a un profeta? Eso sí. Yo les aseguro que Juan es más que un profeta. Porque se refiere a Juan esta palabra de Dios: `mira que yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino`.
"Yo les aseguro que no se ha presentado entre los hombres alguien más grande que Juan Bautista”.
En relación con Juan Bautista comenta Basilio Caballero:
Su carisma de multitud no radica en un estilo dulce y halagador. Si entusiasma a la gente es más bien por su talante recio y austero, propio de un servidor insobornable de la verdad, sincero hasta la dureza y la falta de diplomacia.
Juan hereda su mensaje de los profetas del antiguo testamento. Una sola frase condensa toda su predicación: "convertíos porque está cerca del reino de los cielos”.
Conversión: una palabra que encierra un mundo de novedad, y que hemos desvirtuando a fuerza de usarla y oírla pronunciar. (La palabra de cada día).
Si bien Juan es profeta, es sobre todo, el precursor. Cuando hace su aparición en el Jordán "su figura suscita un fuerte movimiento religioso, popular y no de élite, que intrigaba a los jefes del pueblo y planteaba en todos los ambientes muchos interrogantes”.
Todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías. Pero el declaraba abiertamente: "mi bautismo es bautismo de agua y significa un cambio de vida. Pero otro viene después de mí, y más poderoso que yo (y yo ni siquiera soy digno de llevarle los zapatos). (Mt. 3,11). Y anuncia el bautismo y el juicio del Mesías con el lenguaje de la tradición profética:
"El os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Tiene en la mano el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en la hoguera que no se apaga". (Mt.3,11-12).
Siempre se ha considerado la figura del Bautista como una de las más fascinantes del Evangelio. Lo descubro como "profeta" y como "precursor", si bien su relación con la persona del Señor no la veo marcada por la confianza y la intimidad de la de los apóstoles.
Sin embargo, se dan en la vida de Juan cuatro momentos de encuentro con Jesús, momentos que iluminan su caminar y acentúan su espiritualidad de profeta que vive entre el crepúsculo del viejo testamento y el amanecer del nuevo.
El primer encuentro tiene lugar en Ainkarim entre viñedos, olivares y frutales. Nos lo describe Isabel, su madre, cuando se dirige a María: "en cuanto tu saludo llegó a mis oídos la criatura saltó de alegría en mi vientre" (Lc. 1,44). Pequeño aún y escondido en el seno de su madre, Juan se transporta de gozo en presencia de Jesús. No lo ve, no lo oye pero se llena de su presencia y exulta en su Señor. Quizás este encuentro iluminó los años que, se cree, pasó desde niño en el desierto y más tarde en las grutas de Qumran. Años como los de Jesús de vida silenciosa y oculta.
El segundo encuentro tiene lugar en el Jordán donde Juan ya profeta hace oír su voz poderosa cargada de resonancias antiguas, predica la penitencia y anuncia la cercanía de Alguien que está por llegar. Jesús viene desde Nazaret con el propósito de ser bautizado. Juan, en el centro de una multitud abigarrada, administra su bautismo. Sabe que ese Alguien presentido vendrá pero ignora cuando; y porque lo adivina en todo, escruta el camino, deja que su mirada de siglos se pierdan en el paisaje. No conoce a aquel a quien precede, no tiene señal alguna para identificarlo. Y Jesús llega a él como cualquier judío, con la túnica de lino de mangas anchas y el manto de lana con bordes azules; sin nada en su figura que llame especialmente la atención.
Sin embargo, Juan lo reconoce de inmediato. Otra vez el corazón salta en el pecho, pero ahora la reacción es la de un hombre que se ha sosegado en el retiro y en la oración; la reacción de quién se encuentra con Alguien que es más que él y a quien humildemente reconoce. Trata respetuosa, casi amorosamente de disuadirlo: "-¿tú acudes a mí? ¿si soy yo quien necesito que tú me bautices?- Déjalo ya, que así es como nos toca a nosotros cumplir todo lo que Dios quiera". ¡Cómo conmovería a Juan ese "nosotros" que lo aunaba con el Señor, que lo enlazaba a su persona en el cumplimiento de la voluntad del Padre! Es sólo un momento de contacto, de encuentro personal, de soñada intimidad. Viene luego la misteriosa Teofanía. Jesús marcha al desierto y Juan queda en Betabara, lleno de la ausencia del tan largamente presentido.
Pasan algunas semanas y Juan interrogado por las autoridades judías se define como: "… Una voz que grita desde el desierto: 'aplánenle el camino al Señor'". El es, se reconoce, el heraldo del Mesías. Iba ante Él, lo precedía pero no iba con Él; para otros el goce de estar a su lado, para él la soledad del que señala senderos nuevos.
Otro día ve que Jesús se acerca. Es otro encuentro pasajero. No pretende retenerlo, guardarlo para sí, y fiel a su misión exclama: "este es el cordero de Dios, el que va a quitar el pecado del mundo. Éste es de quien yo dije: detrás de mí viene un hombre que me pasa delante, por que existía antes que yo". (Jn.1,29-30).
El último encuentro personal del Bautista con el Señor Jesús nos lo narra el evangelista Juan. "Al día siguiente, de nuevo estaba allí Juan con dos de sus discípulos. Al ver que Jesús iba pasando, dijo: `este es el cordero de Dios`. Cuando lo oyeron esos dos discípulos, siguieron a Jesús". (Jn. 1,35-37). Y el Bautista ve cómo Andrés y Juan se van en pos de Jesús.
Se cierra, así, el ciclo de los encuentros con Jesús que sigue siendo para él, el Jesús qué pasa, el inasible, el trascendente, el tanto más deseado cuanto más elusivo; pero también el que se enseñorea de tal manera de su vida que puede exclamar: "a Él le toca crecer, a mí disminuir“. (Jn. 3,30).
Cuando Juan presenta a Jesús como "cordero de Dios" habla desde el conocimiento personal que tiene del Señor, su persona y misión. Para él, su precursor, Jesús es eminentemente el Salvador, el simbolizado y figurado en el cordero, víctima expiatoria y propiciatoria, ofrenda y sacrificio. Así, Cordero y Salvador, es como Juan lo ha soñado, intuido, contemplado, esperado y amado en los años que precedieron al encuentro en el Jordán.
Jesús-Cordero está en el trasfondo de su predicación de penitencia y de conversión; como está, también, en su vida austera, sacrificada, en su mensaje radical, en su espiritualidad de desierto, de soledad, de despojo. Toda su relación con Jesús está marcada por la austeridad que se deriva de la contemplación que hace de Él como víctima, como sacrificio, como holocausto, salvación y rescate. Jesús no se da a Juan en la intimidad, no se detiene con él. Por esto está siempre escrutando el horizonte, siempre en espera, siempre en adviento, sin la ocasión propicia de preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Jn.7,20).
Porque el anuncio que hace de Jesús corresponde a lo que esencial y entrañablemente lleva dentro de sí, por eso Juan y Andrés, a sus palabras: "ese es el Cordero de Dios", se van tras el nuevo maestro. Juan Bautista les da al Jesús íntimo, al personal, al predicado, al contemplado, al amado. Sólo un Jesús así, tan íntimamente llevado, puede ser anunciado y entregado. ¿A cuál Maestro mostramos nosotros? ¿Lo anunciamos desde dentro, desde la propia experiencia, desde la vida toda?
María y José
Ellos son las grandes figuras de la adviento. Concentra en ellos la esperanza de Israel; viven en la alegría de que el Señor llega, la alegría de su presencia que va más allá de la realidad. María está entretejida en amor, fe y esperanza en la trama toda del adviento. En ella se concentra toda la esperanza del Antiguo Testamento y la acogida gozosa del Mesías por los creyentes del Nuevo Testamento. En Ella culmina la historia de Israel y empieza la nueva Iglesia. Escribe al respecto el padre Álvaro Juan Quevedo:
Adviento es el tiempo litúrgico en el que se pone felizmente de relieve la cooperación de María en el misterio de la Redención. Esta relación no es un accidente o algo añadido, sino que es una relación querida por el mismo Dios que la escogió para ser la Madre de su Hijo Jesús. Durante el tiempo de adviento, la liturgia recuerda con cariño y admiración a la Virgen María, porque nadie mejor que ella vivió el adviento de su Hijo. Y es Ella quien nos puede enseñar a practicar la esperanza y a vivir la alegría cristiana en el tiempo de adviento.
Ella es la maestra y el modelo que se nos da para hacer de la vida un adviento; para ser como ella: oración, vigilancia, alegría y espera amorosa. Lucas nos dice que María conservaba y meditaba en su corazón todo cuanto iba sucediendo. Nos la presenta envuelta en el recogimiento del misterio; en el silencio de una virginidad capaz de dar a luz a la Palabra.
En relación con Nuestra Señora nos dicen las constituciones en el capítulo I,8:
"el Instituto profesa amor filial a Nuestra Señora de Belén. Es ella quien nos enseña a interiorizar la palabra y nos impulsa comunicarla a los hermanos".
Nos ofrecen a Santa María de Belén como ideal y como meta especial de nuestro amor y seguimiento. Ella es quien nos abre a la belleza del misterio del Niño nacido en Belén y nos lo muestra como la única razón de nuestra vida. Es Ella quien nos da lecciones de sencillez y humildad, disponibilidad y pobreza. Y es Ella, finalmente, quien nos señala el "Camino de Belén" quien nos toma de la mano y nos conduce ante el pesebre.
El Adviento, nos dice Paulo VI:
"… Es el tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del señor". Para con Ella encontrarnos "vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza para salir al encuentro del Salvador que viene" (M.C. 4);
para hacer de este tiempo litúrgico "una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella cuya virginidad intacta dio a este mundo un salvador" (M.C. 5).
Al Nuestra Señora del Adviento podríamos dirigirnos devota y amorosamente con el mismo papa Montini:
María, tú eres el anuncio,
María, tú el preludio,
María, tú la aurora,
María, tú la vigilia,
María, tú la preparación inmediata,
que corona y da remate
al desenvolvimiento secular
del plan divino de la redención;
tú la meta de la profecía,
tú la clave de comprensión
de los misteriosos mensajes mesiánicos,
que entre el punto de llegada del pensamiento de Dios,
"término fijo de eterno designio", según se expresa Dante.
Y cuando llegue la nochebuena orarle con el Cardenal Pironio:
Señora del silencio y de la espera:
Esta noche nos darás otra vez al Niño.
Velaremos contigo hasta que nazca:
en la pobreza plena, en la oración profunda,
en el deseo ardiente.
Cuando los ángeles canten:
"gloria a Dios
en lo más alto de los cielos y
paz sobre la tierra a los hombres
amados por Él",
se habrá encendido tierna luz nueva
en nuestras almas,
se habrá prendido una paz inmutable
en nuestros corazones,
y se habrá pintado una alegría contagiosa
en nuestros rostros.
Y ¿Qué decir de José? Él es "esposo de María" (Mt. 1,16), sombra protectora de Jesús, icono del Padre y, no obstante, la figura silenciosa del Adviento. Si los evangelios hablan poco de María, la Madre del Señor, hablan aún menos de José. Mateo lo llama justo, con "la justicia-santidad” de Abraham, Simeón, Zacarías y de tantos otros anónimos que fueron en Israel los portadores de la esperanza del Reino. Mateo subraya con gran delicadeza el papel de José en el misterio de la salvación. El esposo de María no reivindicó su derecho a llevar el título de padre del Niño, como tampoco Jesús reclamó ser tratado igual que Dios.
La grandeza de José radica en haber creído y acogido a Jesús en su linaje y en haberle puesto un nombre, función específica del padre entre los judíos.
José, el justo, supera la prueba que se le ha presentado a su fe en el Dios de Israel, y se adentra en la oscuridad luminosa del misterio de Dios, se fía de su palabra. Traspasando el umbral oscuro de la fe, asume su misión con responsabilidad adulta y se incorpora a un plan salvador de Dios con plena responsabilidad, renunciando a todo protagonismo de relumbrón. (B. Caballero, la palabra cada día).
Si bien es cierto que el Evangelio dice muy poco acerca de José, dice lo suficiente para que en fe, en oración, en búsqueda amorosa rastreemos la grandeza de su persona.
Mateo lo sitúa en la descendencia real de David cuando inicia su evangelio con la genealogía de "Jesús, llamado Cristo" (Mt. 1,16). Nos lo muestra, luego, en lo que se ha llamado "la duda de José". Comentarios a la Vida Litúrgica nos dice así acerca de este momento y situación:
Teniendo en cuenta la ley y costumbres judías, el estado de María únicamente creaba problema a José. ¿Por qué? Creemos que él estaba al corriente de lo ocurrido. No vemos ninguna razón para que María, su esposa, no le hubiese informado de todo. Entonces ¿por qué la duda? La duda de José no fue acerca de la culpabilidad o inocencia de María, sino sobre el papel que él personalmente tenía que jugar en todo aquello. Una intervención sobrenatural -aparece el motivo del ángel- se lo aclara: deberá poner el nombre del Niño, es decir deberá ser su padre legal y entonces, conocido su papel en aquel matrimonio, turbación, desconcierto o duda.
Lucas en el capítulo I nos da en síntesis admirable la biografía de María, la Madre de Jesús: "… El ángel Gabriel fue enviado a una joven virgen que vivía en una ciudad de Galilea llamada Nazaret, y que era prometida de José, de la familia de David.
Y el nombre de la virgen era María. De paso habla de José, un José cuya única identificación es la de pertenecer a la familia Real de David; admirable, a la vez, de entroncar a Jesús en la línea de la promesa. Vuelve a hacer mención de José cuando, como cabeza de familia, va a Belén con su esposa a inscribirse. Lo menciona en el establo cuando a este llegan los pastores; tácitamente se refiere a él en la circuncisión al imponerle un nombre al Niño. Lo muestra acompañando a María en la ceremonia de la presentación, para referirse a él, por última vez, en el episodio del templo cuando Jesús llega a los 12 años y comienza a ocuparse de las cosas de su Padre. Luego, todo es silencio en torno a José.
Ahondando en el Evangelio podemos descubrir a José en el papel de padre, de protector y de amigo de Jesús. Estas tres formas de presencia están relacionadas con tres lugares: Belén, Egipto, Nazaret. En Belén José ejerce fundamentalmente el papel de padre. Sería ignorar la grandeza de su corazón pensarlo despreocupado de la situación de Nuestra Señora y del Niño que está al llegar. Con cariño, delicadeza y ternura elige el establo, a preferencia de un lugar en la posada, porque allí tanto la Madre como el Niño podrán gozar del retiro y del silencio. Ya en el establo es José quien limpia, ilumina, calienta y hasta perfuma el ambiente con ramojos de plantas de olor: cinamomo, manzana silvestre y quizás flores de narciso. También es José quien cuida del Niño mientras Nuestra Señora descansa y quien lo pasea y mece en brazos cuando, como todo bebé, llora de hambre, de incomodidad o de frío. Como padre le impone un nombre en la circuncisión, porque el Niño es auténticamente israelita y tiene que ser circuncidado como todos los niños de su pueblo. Es también en función de paternidad como lo presenta en el templo y ofrece por él la ofrenda de los pobres.
En su papel de protector lo vemos en la huida a Egipto y en el sueño que la precede. "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise; porque Herodes buscará al niño para matarlo". (Mt. 2,13). Con prontitud toma al niño y ve que Nuestra Señora disponga lo más necesario para el viaje. Y en silencio en la mitad de la noche salen de Belén. En ese momento de incertidumbre, de preocupación y temor, José es la fuerza, la seguridad y el apoyo. A él le compete la elección de la ruta más segura para llegar a Egipto y el sorteo de las imprevisibles dificultades del camino. Una vez en la tierra de los faraones a él corresponde buscar para el niño y la madre el lugar más seguro y acogedor. En Egipto José trabaja, vela y provee a las necesidades conjuntas del niño y de la madre. Avisado de nuevo por el ángel determina el regreso y elige establecerse en Nazaret para tener al niño al resguardo de Arquelao, hijo de Herodes que reina en Judea.
Los 30 años de la vida oculta de Jesús de Nazaret son los años de su relación de amistad e intimidad con José. Nada nos dice al respecto el Evangelio en razón de lo lógico y obvio de la situación. ¿Cómo no pensar en una permanente, amorosa y sencilla relación entre un niño y su padre? ¡Y hay tantas cosas en Jesús que nos hablan de la influencia de José! La actitud de amor a María que se cristaliza en servicio y en entrega cuando, muerto José, Jesús se constituye en su compañía y único apoyo. De José aprende las labores humildes de la carpintería. Con él camina por Nazaret y su entorno y aprende de su padre campesino cómo se abona una higuera; cómo crecen juntos el trigo y la cizaña; como la hierba que hoy tiñe de verde el suelo será mañana echada al fuego. Es también de él de quién aprende en qué tierra produce la semilla el ciento por uno, cuál puede ser el valor de los pajarillos. ¡Hay tantas cosas en un evangelio leído entre líneas que patentizan la presencia de José junto a Jesús! ¡Nadie ha vivido más cerca de él; nadie lo conoce mejor, ya que para José, su corazón no guardaba ningún secreto! ¿Acaso no era el icono de su Padre?
El Instituto, fiel a un legado de familia, "tiene a San José como especial modelo de fidelidad a la misión que el Padre le señaló en la entrega a Jesús y a María". (C. I,9).
Santo hermano Pedro de Betancur
Para cuantos caminamos por la ruta de Belén otra figura familiar del Adviento es el Santo hermano Pedro. Nos dice el padre Mesa:
La etapa litúrgica de Navidad, con su preámbulo del Adviento y su prolongación hasta las fiesta de las candelas, ponía el alma de Pedro de San José en trance de contemplación y ternura. Desde que entraba el adviento -refiere Vázquez de Herrera- colocaba en la copa del sombrero la imagen de un pequeñito niño Jesús envuelto en sus pañalitos muy limpios y en ricas mantillas que el mismo cosía y formaba de retazos de cambray y tela que pedía a los sastres y los sahumaba y bañaba en aguas olorosas.
Él le guardaba el sueño con un profundo silencio, cuando fingía en su imaginación que dormía. El cuidaba vigilante que ni una mosca: los vanos, impertinentes pensamientos… despertasen o disgustasen al Niño en cosa alguna o divirtiesen a Pedro hacia otro cuidado que no fuera el de servir al Niño obsequiosamente. Alrededor de la copa de su sombrero a modo de tapicerías o pensiles de aquel paraíso, situaba estampas de tema navideño.
Ideó la celebración de las fiestas del Príncipe Eterno que prolongaban el espíritu del Adviento y de la Navidad hasta el primer día de febrero "inició su celebración en 1654 en su casa de Belén y cada año las acrecentaba y mejoraba con nuevas invenciones que le dictaba el amor”.
¡El Adviento, la Navidad, la Parusía! Vigilancia, deseo, esperanza, preparación al "encuentro con Aquel que era, que es y que constantemente viene"; han de hacer de la vida prolongación del "Amén, ven, Señor Jesús" del Apocalipsis. Culminación de un camino que iniciado en Belén se hace espera de Aquel que dice: "Mira que vuelvo pronto”. (Ap.22,7).
Epílogo
Me adentré por la ruta de Belén como caminante que mira y pondera, que busca y escruta, y que sabe que tras cada giro del camino y tras cada encrucijada pueden ofrecerse a sus ojos horizontes más amplios, perspectivas nuevas y promisorias, lugares de belleza donde se solace el espíritu.
Inicié el camino con el itinerario bien trazado, ajeno -en lo posible- a desviaciones y a pérdidas, para descubrir bien pronto lo que dice Machado: "Caminante no hay camino, se hace camino al andar". Sí, porque cada paso, si es que se desea andar en novedad, tiene que darse bajo el impulso del Espíritu para quien no hay caminos trillados, por que Él "sopla donde quiere”.
Recorrí la ruta de Belén sobre las huellas del Santo hermano Pedro y de la Beata María Encarnación. Cada uno de ellos hizo de Belén una meta; y, a su vez, cada uno se abrió a la eterna novedad del amor que no deja de encasillarse en itinerarios ni planes, y que como la esposa del cántico ofrece al Amado frutos exquisitos "los nuevos, igual que los añejos" ( Cant. 7, 14).
Los evangelistas Mateo y particularmente en Lucas, como que los recogió de labios de María que "guardaba y ponderaba en el corazón", me mostraron los trazos primero del camino y me orientaron hacia el Niño del pesebre para descubrir y aceptar en Él la "buena nueva" que conduce hacia Dios. Cuando se ha llegado hasta el establo, cuando se ha ido reconociendo "la presencia de Dios en el enigma de su Hijo envuelto en pañales, recostado en un pesebre", se advierte con su fruición que todos los trazos del camino se desdibujan ante Él, único camino al Padre.
Los Fundadores recorrieron el camino de Belén de acuerdo a una llamada específica e hicieron de éste la vía de acceso a Jesús y por Él al Padre. Ellos, padres, maestros, gestores de vida y de espiritualidad no pretendieron, sin embargo, constituirse en modelos. De ahí que sea maravilloso descubrir que cuando se rastrean sus huellas, se advierte cómo éstas se aunaron con las de Jesús y para ellos, como para nosotros, Él es el modelo. "Sólo Jesús", realidad única.
Los Fundadores se esforzaron por ser testigos de su espiritualidad, ellos explicitaron en sus vidas los rasgos de una determinada experiencia evangélica, experiencia que, si bien es personal, se constituye en rasgo de familia que marca o debe marcar, a cada uno de los miembros de un Instituto. Es un algo tan característico que determina, señala e identifica. Es como un perfume propio, qué pasa de edad en edad, de persona persona y que obliga a decir: es el aroma de Francisco, de Teresa, de Ignacio; y en nuestro caso: es el perfume de Pedro y de Encarnación.
Cuando ellos murieron nos dejaron una herencia que como los talentos del Evangelio debe ser bien administrada. Frente al propio legado espiritual se puede asumir la actitud de los servidores de la parábola: duplicarlo en proporción a los dones recibidos, descubriendo formas nuevas. O como si se tratara de una pintura, ir desvaneciendo tonos, acentuando líneas, reduciendo o ampliando contornos y, tal vez, con paciencia y de restaurador, ir borrando imágenes, suavizando líneas que con el correr del tiempo se hayan superpuesto al modelo y proyectos originales.
Se puede, también, asumir la actitud del tercero de los siervos del relato evangélico; y ante el temor de tener que dar respuesta al Señor exigente, envolver el legado espiritual en el pañuelo de la costumbre y de la rutina, enterrarlo por el temor de perderlo o alterarlo, sin echar mano de la creatividad, de las exigencias espacio-temporales, con un criterio más de conservación que de crecimiento.
Siervo que recibe cinco talentos y lo eleva a diez en el Instituto, la Beata Madre Encarnación Rosal. Dentro de la espiritualidad de Belén y en fidelidad a Pedro, ella da relieve y color a la aspecto del dolor en el Jesús de Belén. Ella descubre el carácter expiatorio y reparador que se patentiza en Belén y desde ahí se prolonga a través de la vida de Jesús y asume en el calvario "el valor expiatorio sacrificial de la muerte”.
En la contemplación de Jesús en Belén el Santo Hermano Pedro y la Beata Encarnación, descubren la actitud oblativa y reparadora del Dios hecho Hombre, su dolor y su kénosis. El Santo hermano Pedro ora y llora ante el pesebre y sus lágrimas son fruto de la compasión que experimenta por el Dios niño que sufre y llora de frío, de incomodidad, de pobreza y expía nuestros pecados. La Madre presenta el Misterio de Belén como "altar de los primeros sufrimientos de Cristo y cátedra de sus más grandes virtudes". Ella penetra y se embebe en el dolor del Corazón de Jesús, se hace confidente de diez de sus más especiales dolores y lega al Instituto una devoción nueva en la Iglesia, pero muy dentro de la espiritualidad cristiana; devoción que la hace vivir en la entrega a la voluntad del Padre, en el servicio a los hermanos, en el amor incondicional a la Iglesia, en permanente sacrificio de expiación.
Esta devoción que se constituye en "aire de familia" debe tender a centrar el amor en la persona de Jesús, en su Humanidad Sacratísima, especialmente en el misterio de pobreza y de humildad de Belén; y en el Corazón que Él mismo nos ofrece como escuela: "… Aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde…" (Mt. 11, 29).
Bucaramanga, mayo 13 de 1999.