12 PASOS HACIA LA
LIBERTAD INTERIOR.
RETORNO A LA HUMILDAD. Joan Chittister
INTRODUCCIÓN: UN MUNDO EN
CAMBIO
«¡Gana!, ¡gana!, ¡gana!», enseñamos a nuestros hijos, y se dejan morir
de hambre o utilizan esteroides o engañan hasta que lo logran.
«¡Somos el número uno!», gritamos, y para probarlo gastamos cantidades
desproporcionadas de los presupuestos generales del Estado en instrumentos de
muerte, en lugar de en programas de desarrollo humano. «¡Sé competitivo!, ¡sé
competitivo!, ¡sé competitivo!», decimos. De manera que la industria
estadounidense quita las fábricas de Ohio y las pone en Tijuana, a fin de que
las empresas de los Estados Unidos puedan obtener mayores beneficios. Mientras
tanto, a los trabajadores de los Estados Unidos no les queda sino buscar
empleos de salarios más bajos, y los trabajadores de México se convierten en la
columna vertebral del nuevo sistema de esclavitud industrial.
«¡Ábrete camino!, ¡haz dinero!, ¡triunfa!, se nos enseña. De manera
que trabajamos hasta que no nos queda en la vida más que el interés por el
poder y el prestigio, y la presión de tener que controlar el mundo, en lugar de
conectar con él con armonía y salud mental.
Cuando está claro que las cosas
no son como deberían, pero nada está obviamente mal, ¿cuál es el problema?
Cuando el éxito es el desastre de nuestra vida, y el dominio la obsesión de la
misma, ¿cuál es la cura para el demonio que posee nuestra alma? Cuando nuestras
relaciones se rompen una vez tras otra, ¿qué barrera emocional es responsable
de ello? Cuando nos falta el sentido de lo suficiente y malgastamos nuestra
vida tratando de lograr lo que no tenemos, ¿dónde podremos encontrar paz,
sentir serenidad, adquirir esperanza?
Es bastante irónico que la cura
pueda no encontrarse en absoluto en el siglo XXI, sino que radique en una
formulita del monacato del siglo VI. La cura tanto del malestar personal como
del chauvinismo nacional puede encontrarse en el desarrollo de una
espiritualidad de las relaciones como es debido. Miles de personas en el curso
de los siglos lo han pensado así; pero si algo de verdad hay en ello, entonces
el mundo puede necesitarlo hoy más que en ningún otro momento de su historia.
Es evidente que algo falta en los Estados Unidos. Hay algo de lo que
carece todo el mundo occidental. En consecuencia, algo falta en muchas vidas.
Todo el mundo parece saberlo; pero nadie parece saber exactamente qué es.
Hay quien dice que es bueno que los viejos recursos familiares, como
la unión y la frugalidad, se hayan perdido. Hay quien dice que lo que falta es
disciplina moral, y exigen que las condenas a cárcel sean más largas y los
jueces más duros. Unos cuantos lloran la muerte del patriotismo, la religión y
el respeto por los valores, pero la mayor parte de los valores de los que
hablan -nacionalismo, obediencia ciega y provincialismo- son más históricos que
reales en un mundo de sofisticada tecnología, individualismo rampante,
globalización y viajes espaciales. No; es un hecho que hay cosas que se han
perdido para siempre, como el Pony Express o el precepto de que las mujeres se
cubran la cabeza en la iglesia. A principios del siglo pasado, el ferrocarril,
la refrigeración y la educación hicieron sentir sus efectos en lo que en otro
tiempo fue un mundo en gran medida local y unidimensional. Ahora el mundo está
en medio de un cambio aún mayor.
Pero el mero hecho de que el mundo sea distinto no significa que sea
mejor. Con los cambios ha venido la confusión pública, la desorientación
psicológica y el desconcierto personal. ¿Qué es verdaderamente valioso en la
vida?; ¿dónde está la paz?
La verdad es que, aunque podamos sufrir por lo que hemos perdido en
esta generación, también sufrimos por lo que hemos añadido. En una cultura de
ordenadores, coches e independencia personal, no sólo hemos cambalacheado con
la estabilidad en la sociedad, sino que también hemos añadido un toque de
desesperación, un matiz de frenesí. El planeta está en órbita, el país está en
órbita, las familias están en órbita. Este pueblo se mueve de sitio en sitio,
de novedad en novedad, de idea en idea. Todo está en cambio continuo. Todo el
mundo está yendo a algún sitio en busca de alguna otra cosa. Todo el mundo está
en ebullición. Todo el mundo está en afanosa tensión por conseguir más de algo:
más cosas, más seguridad, más status, más poder...
Vivimos en una sociedad hipertensa, hiperactiva e hiperansiosa. La
pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta quizá no sea que nos hemos hecho
demasiado desarrollados, demasiado sofisticados, demasiado cultos, demasiado
ricos...; puede que la respuesta sea sencillamente que nos hemos metido
demasiado dentro de nosotros mismos y nos hemos distanciado demasiado del
centro de nuestra vida. El problema no es tanto lo que tenemos cuanto lo que
hacemos con ello y lo que ello nos hace a nosotros. Puede que las cosas que
hemos adquirido se hayan vuelto anteojeras para nuestra alma, cencerreo para
nuestra mente y confusión para nuestro corazón. Lo que realmente hemos perdido
es la conciencia de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el universo, y lo
que ello significa en todo cuanto hacemos.
HACER
UN EXAMEN
Todos los seres humanos de los Estados Unidos han crecido haciendo
exámenes: exámenes de matemáticas, de historia, de conducir... Los exámenes
forman parte de la vida moderna, así que vamos a hacer uno. La pregunta es:
¿cómo definirías los pasos del itinerario espiritual? Para responder, numera
las siguientes actitudes o acciones espirituales en el orden que creas
indicativo de la progresión necesaria, natural o normal desde una espiritualidad
básica hasta el logro de una gran virtud. El número 1 indicará el que creas
primer paso en la vida espiritual, y el número, el que consideres paso final en
el proceso de plenitud espiritual. ¿Listo?
Muy bien. Empecemos. Para alcanzar un alto grado de santidad, yo creo
que una persona debe:
a) Tener un director espiritual.
b) Vivir con sencillez.
c) Reconocer la presencia de Dios.
d) Escuchar a los demás.
e) Hablar amablemente a los otros.
f) Aceptar la voluntad de Dios.
g) Perseverar.
h) Reconocer sus faltas,
i) Aceptar a los demás como son.
j) Estar centrado/a y sereno/a.
k) Ser honrado/a acerca de sí mismo/a.
1) Estar dispuesto/a a aprender de los demás.
Y ahora viene la sorpresa: el documento que ha inspirado este texto
fue escrito el año 520 y ha sido impulsor de un modelo de vida espiritual que
tiene mil quinientos años de antigüedad. Dicho sencillamente: funciona. La
cuestión es si tus respuestas son distintas en este momento y lugar de las que
habrías dado cuando ese texto clásico fue escrito.
Estas líneas representan los doce pasos de la humildad que constituyen
la columna vertebral de la Regla de san Benito, guía de las primeras formas de
vida cristiana comunitaria organizada del mundo occidental. A diferencia de las
espiritualidades del siglo XIX, que tanto han marcado nuestra evolución, los
doce grados de la humildad no se basan en una teología del mérito. Benito, en
otras palabras, no nos instruye en el sutil arte de «ganar» a Dios o «merecer»
a Dios u «obtener» a Dios. La espiritualidad benedictina se basa simplemente en
el reconocimiento de que Dios está presente en todos nosotros. Aquí y ahora. La
espiritualidad benedictina se basa en el presupuesto de que no necesitamos
pasar las horcas caudinas para llegar a Dios. Por el contrario, nos limitamos a
hacernos conscientes de que Dios está con nosotros, y entonces somos capaces de
pasar bajo cualquier horca caudina de la tierra confiados y acunados por esa
certeza.
Una vez sabemos que Dios está
con nosotros, como enseña Benito, podemos aceptar una dirección espiritual que
nos lleve al autoconocimiento, nos ponga en paz con el mundo que nos circunda,
nos faculte para convertirnos en parte discente de la comunidad humana y,
finalmente, nos abra amorosamente a todos en la vida. Entonces, una vez que
hayamos aceptado a Dios, a nosotros mismos, nuestro entorno y a las personas
que nos rodean tal como son -dice Benito-, llegaremos a la paz interior, que es
signo de una vida vivida como es debido.
Llegaremos a la humildad, a la aceptación de nuestro muy sencillo pero
sumamente dinámico lugar en el mundo. Benito, dicho de otro modo, quiere que
pongamos los pasos del desarrollo espiritual en el siguiente orden:
1) Reconocer la presencia de Dios.
2) Aceptar la voluntad de Dios.
3) Aceptar dirección espiritual.
4) Perseverar.
5) Reconocer las propias faltas.
6) Vivir con sencillez.
7) Ser honrado/a acerca de uno mismo.
8) Estar dispuesto/a a aprender de los demás.
9) Escuchar a la gente.
10) Hablar amablemente a los otros.
11) Aceptar a los demás tal como son.
12) Estar centrado/a y sereno/a.
Entonces -asegura Benito-, una vez hechas estas cosas, «llegarás al
amor de Dios, que elimina el temor». Entonces estarás en paz con el mundo; no
tendrás nada de qué preocuparte; te conocerás tan bien que estarás abierto/a a
los demás; y no te afectará en absoluto lo que digan sobre ti, porque serás tan
transparente que no quedará nada sobre lo que mentir ni a ti mismo ni a los
demás. La aceptación de Dios, la guía espiritual, el yo y los demás es la
prescripción de Benito para la vida humilde y santa. A diferencia de los
teóricos espirituales modernos, Benito comienza con la presencia de Dios en
nosotros y nos pide que «ascendamos» hasta el punto de poder aceptarnos a
nosotros mismos y cuanto supone la vida debido a ello.
Desgraciadamente, nuestro tiempo suspende el examen con alarmante
regularidad. Se nos ha enseñado que Dios es algo que ganar en la vida, que Dios
importa, pero las personas y la vida no, y que la vida espiritual tiene que ver
con las cosas «espirituales». Pero la verdad es que la santidad está
constituida de la materia de lo tedioso, lo cotidiano, lo sencillo, lo
verdadero. Cuando -como dice el póster- aprendemos a «florecer donde estamos
plantados», es cuando se acaban el desasosiego, la insatisfacción y los
zarpazos sin fin por lo máximo, lo distinto, lo emocionante y lo perfecto.
Pasos 1
y 2
RECONOCER LA PRESENCIA DE
DIOS
ACEPTAR LA VOLUNTAD DE
DIOS
CENTRAR NUESTRA VIDA EN DIOS.
Benito de Nursia, fundador del monacato occidental, dice que el
orgullo es el defecto humano básico y que la humildad es su correctivo. Benito
hace que la piedra angular de su regla de vida sea un capítulo sobre la
humildad que se escribió para hombres romanos en una cultura que valoraba el
machismo, el poder y la independencia al menos tanto como nosotros. La humildad
-dice la Regla de Benito- es un antídoto contra la violencia y la clave de la
salud mental. Pero la humildad no es una virtud norteamericana.
La psicología popular, en un necesario intento de corregir las
distorsiones de la baja autoestima, se ha centrado en construir en la psique
humana un sentido del valor personal. Si la humildad tiene algo que ver con ser
pasivo, manso y retraído, se trata de cualidades que no podemos considerar
sanas, y menos aún inteligentes. Pero la corrección conlleva su propio conjunto
de problemas. Debido a la total concentración en el yo, con suma frecuencia no
nos preocupa más que el individualismo y abrirnos camino.
Durante demasiado tiempo en la vida espiritual hemos sustituido el
compromiso con la humildad por la fidelidad a las humillaciones; como si la
humildad fuera una deficiencia del espíritu humano, en lugar de lo que le
proporciona moderación; como si la humillación no fuera la semilla misma de la
ira, el resentimiento y la ansiedad espiritual. Los resultados son desastrosos
tanto espiritual como psicológicamente. Y, lo que es más, también tienen serias
consecuencias sociales.
El siglo XXI tiene mucho que re-aprender acerca de la humildad, y la
Regla de Benito pude ser su mejor modelo. Benito identifica doce grados de
humildad, doce niveles de crecimiento personal, que llevan a la paz interior,
al logro de un estado mental que nos permite vivir una vida verdaderamente
humana con los demás seres humanos. Y lo que quizá sea al menos igual de
importante es que los doce grados de humildad llevan al desarrollo personal y a
la conciencia comunitaria. Impregnan la vida entera suave, discreta y
totalmente.
Todo el mundo tiene algo que
controla su vida entera. Para unos es la ambición; para otros, la avaricia;
para unos terceros, la dependencia; para otros aún, el miedo; y para algunos,
su narcisismo, esa exagerada conciencia de sí mismos que minimiza cuanto les rodea.
Benito, por su parte, quiere que impregnemos nuestra vida de la conciencia de
la realidad toda.
Hay un antiguo relato monástico que llega hasta el núcleo de la
humildad, hasta el corazón de la virtud:
Cierto día el maestro dijo: «Es mucho más fácil viajar que quedarse
quieto». «¿Por qué?» -quisieron saber los discípulos.
«Porque -dijo el maestro-, mientras viajas hacia un objetivo, puedes
aferrarte a un sueño. Cuando te paras, tienes que afrontar la realidad».
«Pero ¿cómo cambiaremos si no tenemos objetivos o sueños?»
-preguntaron los discípulos.
«El verdadero cambio es el involuntario. Afronta la realidad, y tendrá
lugar el cambio involuntario».
La humildad es la cualidad de vivir la vida en plenitud, de hacer
frente a la realidad, aceptarla y ser conformado por ella.
Benito expone sus enseñanzas sobre la humildad en seis principios
básicos. Vista en los términos de esos principios, la definición que Benito da
de la humildad y la del sigloXXI están claramente a años luz la una de la
otra.
GRADOS UNO
Y DOS:
AFRONTAR
LA REALIDAD
El primero de los seis principios benedictinos sobre la humildad es
que Dios no es un objetivo que alcanzar, sino que es una presencia que hay que
tener muy en cuenta. El primer grado de humildad -dice la Regla- consiste en que
«tengamos siempre ante los ojos el temor de Dios y nunca lo olvidemos». Del
primer grado se sigue en el segundo que «no amemos nuestra propia voluntad»,
sino que comprendamos que la voluntad de Dios es lo mejor para nosotros. Dejad
a Dios ser Dios -enseña la Regla-; sabed que la voluntad de Dios es lo mejor
para vosotros -dice la Regla.
En otras palabras, en estos dos primeros grados de humildad
renunciamos al derecho a ser Dios. Se trata de un momento apasionante en la
vida que da a nuestros mundos el derecho a seguir adelante sin ser controlados
por nosotros. Ello significa que no podemos dar por sentado el derecho a
dominar a nuestro cónyuge, ni a formar a nuestros hijos a nuestra imagen y
semejanza, ni a las rabietas en el trabajo, ni a las exigencias respecto de
nuestros empleados, ni la minusvaloración de los mismos. Todos ellos tienen
otro dios también, y no es nuestra persona.
La humildad benedictina comienza con el simple reconocimiento de la
presencia y el poder de Dios en mi simple pero diferenciada vida. En primer
lugar, la enseñanza de Benito sobre la humildad implica que la presencia de
Dios exige una respuesta total. Si creo verdaderamente que Dios está presente
en mi vida aquí y ahora, entonces no tengo más opción que abordar esa realidad.
La vida no se dilucidará para mí hasta que no lo haga. Dios, en la visión
benedictina de la vida, no es un padre que espía agazapado esperando cazarnos
en pecado. Dios no es algo con lo que tratar al final de la vida, sino cada
poro de la misma. Dios es la gracia, la energía, el momento creativo. Dios se
convierte en la materia misma de la vida, no en un objetivo que alcanzar ni en
un premio que merecer. Dios es una presencia ahora, un modo de pensar ahora,
una visión del universo ahora. Dios está en mí, por eso soy una valiosísima
parte del universo, pero yo (mi raza, mi país, mi familia, mi voluntad...) no
soy el centro del mismo.
Súbitamente, para la persona verdaderamente humilde, el mundo entero
empieza a tener un aspecto distinto. «El mundo está grávido de la grandeza de
Dios», dice de él el poeta Gerard Manley Hopkins, y la persona humilde sabe que
es verdad. Hay gloria, pues, en mundos que están constituidos por diferentes
colores y diferentes culturas y diferentes intereses. Hay gloria en el mundo
que nos rodea, y nos la perdemos si estamos centrados en nosotros mismos. Hay
gloria, que estamos destruyendo y reduciendo y pasando por alto cuando no vemos
más que a nosotros y nuestras necesidades y caprichos como persona, como
pueblo, como país.
La humildad, por tanto, es la virtud de la liberación del yo que nos
abre a la sabiduría ajena. La humildad es el fundamento de la serenidad
interior. La Regla de Benito es una antigua espiritualidad que sirve para
abrirnos, liberarnos de nosotros mismos y permitirnos aprender a amar y a ser
amados. Se basa en el reconocimiento de la existencia de Dios de modo real y
cotidiano, y en la renuncia a la necesidad de adaptar la vida a nuestros
designios. La humildad es la realidad que nos proporciona una conversión
involuntaria que es verdadera.
La espiritualidad benedictina es a la vez asombrosa y simple: no basta
con estar sin pecado. Lo más importante es estar impregnado de la mentalidad de
Dios. Es llegar a orar diariamente: «¡Oh, Dios! Tú eres mi Dios. Te anhelo todo
el día».
Entonces el «vence, sé competitivo, ábrete camino y triunfa» ya no se
apodera de nuestra alma ni nos amarga la vida ni consume nuestro corazón ni
destruye nuestra psique ni nos hace perder la alegría. Entonces empezamos a ser
libres.
Pasos 3
y 4
ACEPTAR LA DIRECCIÓN
ESPIRITUAL
PERSEVERAR
CUANDO LA FUERZA ES DEBILIDAD
El rabino Ibn Gabriel decía: «La ambición es esclavitud». Napoleón
Bonaparte (que debía saberlo bien) decía: «En el mundo sólo hay dos poderes: el
poder de la espada y el poder del espíritu. A largo plazo, la espada será
siempre conquistada por el espíritu». Es un pensamiento importante, en especial
cuando tantos de nosotros nos vemos atrapados entre esos dos poderes.
Los periódicos están llenos de historias atroces. «Empleado indignado
mata a su jefe»; «Político acusado de comprar favores»; «Ataque terrorista a
autobús escolar»; «Caída de las Torres Gemelas», gritan los titulares. Gentes
con trabajo y dinero -no meramente pobres, analfabetos o marginados- se ven
atrapadas por la necesidad consumista de hacer el mundo a su medida. Y se
enfurecen con la vida tal como es, exigiendo que adopte su tamaño.
Mientras tanto, la gente se sienta frente a su televisor y sacude la
cabeza: «Somos un país violento», decide con impotencia. Y nada cambia. Pero
quizá nada cambie porque el auténtico problema no es que somos violentos, sino
que el auténtico problema puede consistir en que muy pocos se preguntan por qué
la violencia es un elemento tan claro del entramado de nuestra sociedad.
¿Por qué, en nuestro país, la intimidación nuclear, el asesinato y la
violencia destructiva, la política mezquina y las muestras de fuerza coactivas
son tan comunes y se dan por descontado?
Benito de Nursia dice que lo que al mundo le falta realmente es
humildad, el antídoto de la fuerza bruta.
El poder nos gusta, y gastamos un montón de tiempo y de dinero en
conseguirlo. Lo consideramos un derecho adquirido de Norteamérica: ¡nada de
pusilánimes en nuestro mundo! Sin embargo, si una interpretación de la humildad
es equivocada, la reacción no es mejor. Crear bravucones arrogantes y
egocéntricos en nombre de la seguridad en sí mismos es tan malo como crear
adultos bobalicones e inseguros en nombre de la religión. Ambas son recetas
para el desastre.
No sólo damos por descontado la violencia, sino también la lucha por
el poder y la ambición ciega, lo cual es aún peor. Incluso decimos que son algo
sano. Cuando los niños contestan a sus padres y se enrabietan y enfrentan por
salirse con la suya, sonreímos y observamos con satisfacción lo independientes que
se han vuelto. Cuando los jóvenes se niegan a controlarse creyendo que tienen
derecho a hacer lo que les plazca, nos jactamos de lo pronto que maduran en la
actualidad.
Esos mismos jóvenes que confían que nosotros los guiemos en la vida,
llegan a la mediana edad desilusionados, deprimidos y eternamente
insatisfechos. Pugnan por alcanzar lo inalcanzable y no logran su propósito, de
manera que viven una vida de insatisfecha ambición y limitada persistencia.
Fracasan en su matrimonio y comienza la cuesta abajo: se retiran a la adicción,
la anomía y la apatía, y nos preguntamos qué ha ido mal.
Se trata de un estado triste, pero no meramente psicológico. Es un
estado espiritual. Benito dice que los dos primeros grados de humildad son
reconocer que Dios está con nosotros y saber que la voluntad de Dios es lo
mejor para nosotros. Si Dios está con nosotros, ya tenemos cuanto necesitamos.
Si la voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, entonces no puede sucedemos
nada que, en última instancia, no redunde en nuestro bien.
GRADOS
TRES Y CUATRO:
LA
ADULTEZ ESPIRITUAL
Los grados tercero y cuarto de humildad consisten en aprender a
aceptar la dirección de otros y «soportándolo todo, no cansarse ni desistir».
En los dos primeros grados de humildad aprendemos nuestro lugar en el
universo; en los dos segundos grados de humildad nos abrimos a la apreciación
del lugar que los demás tienen también en él. Los dos primeros grados de
humildad tienen que ver con la consciencia; los dos segundos grados tienen que
ver con el acceso a la adultez espiritual mediante la aceptación de la
sabiduría, los talentos y el poder de otros.
Los maestros sufíes cuentan lo siguiente:
«¿Puedo ser discípulo tuyo?» -preguntó el buscador.
«No eres más que un discípulo, porque tienes los ojos cerrados. El día
que los abras, verás que no hay nada que aprender de mí» -dijo el venerable.
«Entonces ¿para qué sirve un maestro? -preguntó el buscador. «El
propósito de un maestro -dijo el venerable- es hacerte comprender la inutilidad
de tener un maestro».
El tercer grado de humildad de Benito consiste también en llamarnos a
aceptar dirección hasta que podamos funcionar sin ella. Aceptar dirección es
parte del crecimiento. La capacidad de abrirnos a la dirección ajena nos da
confianza equilibrada en nosotros mismos, capacidad de controlar nuestra
persona e inteligencia para guiar a otros.
La dirección nos hace atravesar el bosque la primera vez para que
después podamos encontrar el camino por nosotros mismos. Es lo que las madres
hacen con sus hijos el primer día de colegio, y lo que los padres hacen cuando
los adolescentes empiezan a conducir. Es lo que los psicólogos hacen cuando nos
ayudan a atravesar una crisis vital. Cuando pasemos a la siguiente, la propia
idea de crisis se nos hará menos atemorizadora y más manejable. Todo el mundo
necesita un mentor que le guíe de la oscuridad a la luz, de lo extraño a lo
familiar, de lo difícil a lo experimentado. Pero no podemos tener quien nos
lleve de la mano por siempre. Finalmente, en algún momento difícil, nos
encontramos solos. Aislados, privados de consejo, nosotros mismos somos nuestro
último recurso.
Entonces únicamente los recursos enterrados en nosotros son la medida
final de nuestra capacidad de funcionar bien bajo presiones de toda clase:
morales, sociales y espirituales. Llegamos al punto de la adultez espiritual.
Desarrollamos el poder que cuenta, el poder de controlarnos a nosotros mismos.
Pero tenemos que renunciar al poder para conseguirlo.
La adultez es la capacidad de tratar finalmente con la vida por
nosotros mismos, de considerar nuestras decisiones y de sopesar sus consecuencias,
de funcionar para los demás y para nosotros mismos, de reverenciar los talentos
ajenos y propios. Llegar al final de la vida encerrados en nuestras propias y
endebles fronteras es haber hecho una sumamente pequeña contribución a un
sumamente pequeño mundo. Siempre que alguien no consigue crecer
espiritualmente, el mundo entero es un lugar más triste.
El crecimiento depende de lo que se aprenda de los demás. Y aprender
de los demás depende de la humildad, de estar dispuesto a someter esa falsa
sensación de poder ilimitado a la experiencia, la visión y el penetrante
corazón de otro.
La adultez espiritual es tan real como el desarrollo biológico o la
capacidad física. Pero la inmadurez espiritual con demasiada frecuencia es
ignorada y confundida con la práctica o la bondad espirituales. Aún peor, la
inmadurez espiritual es pasada por alto en el diagnóstico del fracaso
profesional, la perturbación social y el colapso psicológico.
Benito nos previene contra la inmadurez espiritual, porque lleva al
ataque de ira y la desesperación. Corroe el yo y rebaja a las mismas personas
que tan importantes son en nuestro desarrollo. Produce furia, destrucción y
rebajamiento personal; se resiste a la guía, el consejo y la sabiduría ajena. Y
algunas veces lo hace violentamente.
El tercer grado de humildad puede salvarnos de nuestro terco yo
urgiéndonos a aceptar dirección.
El cuarto grado de humildad puede salvarnos de nuestro mimado yo
urgiéndonos a afrontar las dificultades inherentes a esa dirección.
Aceptar la dirección de otro nos abre a la sabiduría del mundo que nos
rodea y nos libera para seguir aprendiendo en la vida. Pensar que es
responsabilidad nuestra tener respuesta para todo es una terrible carga. Y una
carga aún peor es creer que tenemos esa respuesta.
La gente suele trabajar con la falsa idea de que no saber algo es
signo de fracaso. Ello supone que reprimen los talentos de quienes están bajo
su férula en su afán de probar su propia competencia y autoridad. Y también se
predisponen a fracasar. Quienes piensan que no les queda nada que aprender de
nadie y retan a los demás a intentar enseñarles algo, muestran el tamaño de su
alma: pequeño. Todo el mundo tiene algo que aprender de alguien, y aprender
nunca es fácil.
En el proceso hacia la adultez espiritual caemos en la cuenta de que
no tenemos la última palabra, la respuesta final, la visión más clara. Tenemos
una palabra entre muchas con la que contribuir al mosaico de la vida, una
respuesta entre muchas respuestas, una visión entre múltiples perspectivas. La
humildad radica en aprender a escuchar las palabras, orientaciones y visiones
de cuantos nos rodean. Ellos son la voz de Dios llamándonos aquí y ahora.
Resistirse tercamente al cuestionamiento de las personas que tienen
derecho a plantearnos exigencias y obligación de ayudarnos -cónyuge, jefe,
profesor, supervisor, director...-, dudar de su cariño y ridiculizar sus
esfuerzos, es una peligrosa incursión en la arrogancia que puede finalizar en
la ruptura de la relación o incluso en desastre público. Cuando no respetamos
la buena voluntad y la sabiduría ajenas, corremos el riesgo de hacer de todo el
mundo objeto de competición, un obstáculo que superar, un enemigo. Buscamos
fuera de nosotros la explicación del fracaso que está en nuestro interior.
Sustituimos la adultez espiritual por una perpetua adolescencia espiritual.
El cuarto grado de humildad nos conmina a que persistamos, no
renunciemos, sigamos intentándolo, hasta que finalmente aprendamos la lección
del momento. Este grado nos dice que desarrollemos una mente de principiante.
Sin humildad nos aferramos a nuestra manera obrar como caracoles al
acantilado, avanzando a micras por la vida. Nos escondemos dentro de nosotros
mismos, sin caer ni siquiera en la cuenta del nutriente poder el mar que trata
de arrastrarnos a mundos mayores. El cuarto grado de la escala espiritual -dice
Benito- es la capacidad de perseverar, porque incluso lo difícil, incluso lo
contradictorio, tiene algo que enseñarnos.
Soportar las cosas duras bien es, para Benito, signo de humildad y de
madurez cristiana. Pero es una idea difícil de aceptar por el cristiano actual.
El objetivo del siglo XXI es curar todas las enfermedades, rectificar toda
ineficiencia, derribar todos los obstáculos, acabar con todo estrés. No
esperamos nada, soportamos poco y respetamos menos, reaccionando con furia ante
las irritaciones. No toleramos el proceso. Queremos poder, y queremos ejercerlo
ya.
Pero Benito dice que persistamos. Perseverad. Aguantad. Es bueno para
el alma atemperarla.
¿Cuando cesará la violencia y dejarán de gritarnos los titulares la
rapacidad de nuestro mundo? Únicamente cuando aprendamos a aprender los unos de
los otros; únicamente cuando comprendamos finalmente que Dios no viene con
pompa y alharacas. Dios está en la humanidad de nuestra vida. Se necesita
humildad para encontrar a Dios donde no esperamos encontrarlo: en la voz de la
sabiduría que habla a través de los demás, incluso cuando esa sabiduría es
dificultosa o exigente o poco clara.
Únicamente entonces seremos adecuados para guiar a otros; únicamente
entonces seremos adultos espiritualmente hablando; únicamente entonces acabará
la violencia y reinará el espíritu. Necesitamos el poder de la humildad para
salvarnos de la mezquindad de nuestra egoísta vida, de la insignificancia de
nuestro pequeño horizonte y de la poquedad de nuestra limitada visión.
Benito sabía hace mil quinientos años lo que podemos necesitar
descubrir en una sociedad movida por el poder, que, en definitiva, el poder
brutal no puede prevalecer. La ambición es una esclavitud.
Pasos 5 y 6
RECONOCER LAS PROPIAS
FALTAS
VIVIR CON SENCILLEZ
DESPOJARSE DE LAS FALSAS
IMÁGENES
Hay dos sabias frases que yo tengo muy presentes; la primera es de
Mary Pickford y dice así: «Si cometes errores..., siempre te queda otra
oportunidad... Puedes comenzar de nuevo en el momento que quieras, porque el
fracaso no es caer, sino quedarse en el suelo».
La segunda idea luminosa es de la Primera Dama de los Estados Unidos
Martha Washington y dice lo siguiente: «Nuestra dicha y nuestra desdicha
dependen en su mayor parte de nuestra actitud, no de nuestras circunstancias».
En este tipo de sabiduría consiste la humildad. El primer grado de
humildad es la consciencia de la presencia de Dios en la vida; el segundo es la
aceptación de la voluntad de Dios para el mundo. Después, en los grados tercero
y cuarto, Benito nos llama a reconocer el valor de la experiencia de los que
nos rodean y a someternos a sus ya probadas intuiciones. La consciencia de Dios
y la apertura a la guía ajena son el fundamento de la humildad.
Pero la humildad tiene también que ver con la auto-aceptación. Esto
puede ser lo más difícil de todo. Una cosa es reconocer la presencia de Dios y
el valor ajeno, y otra enteramente distinta admitir lo que no somos, estar en paz
teniendo menos de lo que queremos, y dejar de aparentar, incluso ante nosotros
mismos, que somos lo que hemos inducido a los demás a creer que somos.
Con el quinto y el sexto grados de humildad, san Benito desenmascara
para nosotros a dos demonios: la tiranía de la perfección y el peligro de la
codicia. Ambos ponen la felicidad fuera de alcance justo cuando podemos
sentirnos más tentados de pensar que la hemos finalmente alcanzado. Ambos
alimentan el desasosiego humano, haciendo del hogar un lugar en el que es
imposible estar.
En una época que distingue a sus héroes por limusinas y tamaños de
despacho, publicidad y ascensos, status y niveles sociales de aterradoras
proporciones, los grados quinto y sexto de humildad benedictinos nos
proporcionan libertad para prescindir de todo ello. Prescinde de todo ese afán,
nos dice esta antigua sabiduría; prescinde de todo ese enmascaramiento y esa
apariencia; prescinde de todo ese aferramiento y acaparamiento y consumo y
endeudamiento y presión social. Prescinde de todo ello y vive.
GRADOS CINCO Y SEIS:
LIBERTAD
El quinto grado de humildad benedictino requiere que no ocultemos a
nuestro guía espiritual «todos los malos pensamientos que llegan a nuestro
corazón ni las malas acciones cometidas en secreto». La norma se las trae... El
quinto peldaño de la escala de la humildad, en otras palabras, es bien sencillo
y desarmante: es la auto-revelación, el fin del fingimiento. Es el pináculo de
la liberación, el alivio y la verdadera rectitud. La auto-revelación es justamente
lo que nos salva de la tiranía de la perfección. Y es esencial para el
crecimiento humano.
Es una carga terrible tener que ser perfecto, tener estar en lo cierto
cuando se teme no estarlo, no equivocarse nunca cuando, en lo más profundo de
uno mismo, se sabe que se está equivocado. Y cargar con el secreto de las
propias necesidades y la culpa personal es un peso aún peor, que nos consume
por el miedo a ser descubiertos. Así desarrollamos la terrible necesidad de
controlar a los demás. Después de todo, lo que no podemos aceptar en nosotros,
nunca podremos tolerarlo en los otros.
El quinto grado de humildad nos dice que, si queremos crecer, son
imperativas la auto-revelación y la interacción con los demás. Los psicólogos
nos dicen que las luchas que ocultamos son las luchas que consumen nuestras
energías y nos amargan la psique. La regla benedictina, siglos antes de que se
viera confirmado por una profunda investigación, dice que debemos dejar de
llevar máscara y de pretender ser perfectos. Debemos, sencillamente, aceptar
las gracias de crecimiento que pueden llegarnos de los corazones sabios y
cariñosos que nos rodean. Debemos admitir nuestras debilidades y limitaciones.
Alguien -amigo, cónyuge, progenitor, alguna persona lo suficientemente
cercana como para preocuparse por nuestro desarrollo- nos guía a través de la
ciénaga de incertidumbres y luchas en que nuestra vida, de algún modo, se ha
convertido. Alguien nos sostiene mientras avanzamos. Con quien se preocupa por
nosotros, nos desprendemos de todas las falsas imágenes y nos convertimos en
quienes verdaderamente somos. Reconocemos los puntos fuertes del otro, a fin de
que puedan, a través de nuestras debilidades, sacar lo mejor de nosotros.
Debemos aprender a aceptar la gracia de perfección procedente de la
esposa ante la cual nunca hemos confesado nuestra sensación de incompetencia o
confusión. Debemos aprender a aceptar la gracia de auto-consciencia procedente
del marido al que nunca hemos dicho que las tareas domésticas, los niños y
hacerle la cena no bastan para llenarnos la mente ni satisfacer los anhelos de
nuestro corazón.
Debemos aprender a aceptar las gracias de respaldo procedentes de
colegas a los que nunca hemos pedido ayuda y con los que competimos a fin de
asegurarnos de nuestra propia valía. Debemos aprender a aceptar las gracias de
fracaso procedentes de contar a alguien el dolor que nos hemos causado por
nuestra propia culpa.
La humildad nos hace valientes. Una vez que admitimos lo que somos,
¿qué otra crítica puede rebajarnos, menoscabarnos o destruirnos? Una vez que
sabemos quiénes somos, mueren todas las falsas ilusiones de grandeza y todo el
fariseísmo. Nos ponemos en paz con el mundo. Una vez que nos deshacemos de la
carga de la perfección, podemos empezar a relajarnos y vivir.
La perfección no tiene que ver con la completa inocencia y la fuerza
ilimitada, sino con la disposición a comenzar de nuevo. Tenemos mucho que
aprender de nuestras imperfecciones: acerca de lo esencial, así como acerca de
las posibilidades y del lado amable de la vida.
La mayor tragedia de la vida puede consistir en negar nuestra
insuficiencia y no recurrir a otro cuando caemos. Tratamos de salvarnos
aferrándonos a una imagen personal que, en lo más profundo de nuestro corazón,
sabemos que es inútil y que está muy desvalorizada, y ello nos impide
convertirnos plenamente en nosotros mismos. Nos destruimos al no confesar el
germen de codicia, ambición, ira y lujuria en el momento mismo en que está
creciendo en nuestro corazón. Nos damos nosotros mismos vida analizando a fondo
nuestros problemas con las figuras sabias que nos rodean y que en ese momento
son más fuertes que nosotros.
El sexto grado de humildad fluye de manera completamente natural del
quinto. Una vez que admitimos nuestras luchas, nuestros fracasos y nuestra
necesidad de crecer, podemos desprendernos del peso que conlleva la sensación
de tener derecho a algo. El sexto grado de humildad, enseña este antiguo método
de vida espiritual consistente en que «estemos contentos con todo lo que es vil
y despreciable».
Se trata de un momento grávido de una invaluable posibilidad.
Significa que nunca me volveré a sentir frustrado ni insultado. Nunca tendré
que sentirme avergonzado de mis muebles ni de mi coche ni de mi barrio de la
ciudad. Al saber quién no soy, no necesito tener que aparentar ser de otra
manera. Puedo saber quién soy y puedo sentirme cómodo. Entonces, si esas
circunstancias cambian y cuando lo hagan, seré capaz de cambiar con ellas sin
sentirme insignificante en mi interior, ni demasiado insultado ni demasiado
reverenciado.
Que no quepa duda al respecto. La humildad es paz. Toma en su mano la
vida con suavidad y se la toma tal como viene. La humildad anda con cuidado,
sin obstinarse en que el ahora sea más, sino sencillamente consciente de que el
ahora puede ser mejor. La humildad nos hace capaces de ver que el presente
contiene riquezas a nuestra disposición que no habíamos visto antes porque
teníamos los ojos puestos más allá del momento actual.
Ligada a la auto-aceptación está, como es natural, la capacidad de
aceptar lo que tenemos. El anhelo de cosas se ha convertido en una obsesión
norteamericana, en el signo de la vida como es debido. A los niños pequeños se
les enseña diariamente en televisión a querer las mejores bicis y las
zapatillas deportivas más caras. Los adultos han aprendido que un jardín sin
piscina es de segunda clase. Los recién licenciados han aprendido a esperar que
el título conlleve el salario y un gran coche. La necesidad de tener lo
suficiente se ha tornado en una lucha por tenerlo todo que corroe el alma.
Y es de estas cosas de lo que la humildad nos salva. Lo que
necesitamos para hacernos felices en esta vida es más que cosas. La vida no
consiste en tener los mejores productos, sino en tener lo necesario para
nuestro cuerpo, a fin de que nuestra alma pueda desarrollarse. La vida consiste
en saber apreciar lo que se tiene.
De todos los grados de humildad, el quinto grado, el de la
auto-revelación, puede ser el más norteamericano, y el sexto grado, el del
autocontrol, el menos norteamericano. ¿Por qué no tener todas las cosas que es
posible tener? Porque no las necesitamos. Porque sobrecargan el alma y nos atan
a los aspectos inferiores de la vida.
No hay tiempo para la lectura espiritual cuando nos vemos obligados a
limpiar una piscina que nadie usa. No hay tiempo para la familia mientras se
asciende por la escala empresarial, en lugar de por la de la humildad. No hay
tiempo para descubrir las alegrías básicas de la vida cuando se nos hace
aprender desde pequeños la necesidad de superar al vecindario en número de
cosas. No hay tiempo ni siquiera para aprender el valor del dinero cuando lo
usamos para algo que no es en absoluto necesario. Pero este grado de humildad
nos llama a estar contentos con menos. Nos libera de la abrumadora carga de lo
innecesario en la vida.
El sexto grado de humildad hiere en lo más vivo. ¿No se debe comprar
un coche mayor?; ¿no es cristiano ser propietario de una casa en la playa?; ¿es
pagano construir bien, comprar bien, invertir bien? Y, en tal caso, ¿que hay de
los grandes monasterios y las grandes iglesias y las grandes obras de arte tan
habituales en la propia Iglesia? La situación es delicada y no deben buscarse
excusas. La acumulación, el acaparamiento, la construcción en exceso y el
hiperconsumismo mientras los pobres se vuelven cada vez más pobres son
antagónicos de la bondad.
La pobreza no es una virtud. La belleza, la
sencillez, lo suficiente y la justa distribución de los bienes son las virtudes
que la humildad siembra. La humildad consiste en uso debido, cuidado generoso y
manos abiertas, consiste en saber quiénes somos a los ojos de Dios y en no
pedir más lugar que ése.
Hay una fina línea entre el buen gusto y el burdo consumo, entre la
belleza y la avidez de no estar nunca contento con nada, de tener que ser el
número uno en todo. Pero es una línea por la que merece la pena caminar. El
desafío consiste en vivir proféticamente en un mundo que piensa únicamente en
términos de conseguir más en lugar de en términos de tener lo suficiente. La
humildad, la verdadera humildad, exige que poseamos únicamente para dar y que
acumulemos únicamente para compartir.
Estar dispuestos a admitir quiénes somos y a aprender a conformarnos
con lo que tenemos son las dos piedras angulares de la humildad, que nos lleva
a un contacto pacífico con un mundo en plena confusión. Basta para dejar de
odiar a los demás y es más que suficiente para lograr una tregua en las
hostilidades que la guerra por las cosas alimenta en nuestro interior.
Verdaderamente, «el fracaso no es caer, sino quedarse en el suelo». Y,
ciertamente, «nuestra dicha y nuestra desdicha dependen en su mayor parte de
nuestra actitud, no de nuestras circunstancias». O, como enseña la antigua
sabiduría, no debemos ocultar nuestras malas acciones y debemos aprender a
estar contentos con las cosas más nimias.
La humildad es la clave para levantarse en la vida y enriquecer el
alma. ¿Por qué nos está llevando tanto tiempo redescubrirla?
Pasos 7 y 8
SER HONRADO ACERCA DE UNO
MISMO
ESTAR DISPUESTO A
APRENDER DE LOS DEMÁS.
LAZO DE FAMILIA Y DON DE LAS NACIONES
John Buchan escribió en cierta ocasión: «Sin humildad no puede haber
humanidad». A punto de aniquilarse a sí misma, esta generación dice:
«¿Humildad? ¿Quién la necesita? Somos el número uno». Mientras enseñamos a la
gente a hacer y tener más, las calles de todas las grandes ciudades son llagas
abiertas de más y más pobres. Como resultado, nuestra sociedad está más
desesperanzada, más apática, más desmotivada y más iracunda. Los hijos de esta
generación codiciosa deambulan en bandas, robando para vivir, con los ojos
puestos en las cosas en lugar de en la vida. Seguramente, algo puede
explicarlo. Ciertamente, algo puede evitarlo.
Hace unos años, nuestro país debatía las prácticas penales de
Singapur. Una asombrosa mayoría de los Estados Unidos aprobaba la paliza a
bastonazos impuesta por el sistema jurídico de Singapur como castigo para un
ciudadano estadounidense de diecisiete años acusado de vandalismo. La paliza a
bastonazos puede provocar un «shock» e incluso la muerte. Pero los encuestados
decían estar cansados de violencia. Querían acabar con ella, a pesar de la
relativa insignificancia del delito, a pesar de la brutalidad del método.
Aborreciendo la violencia, elegían la violencia para eliminarla. Al parecer, la
violencia es mala cuando alguno de nosotros la ejerce, pero buena cuando el
resto de nosotros -los superiores, los justos, los sin pecado- la ejercemos.
Ahora respondemos a Al-Qaeda, Iraq y, posiblemente, a Corea del Norte del mismo
modo. Y dos tercios de la población estadounidense lo aprueban también.
Es una postura extraña: una vez que nos definimos a nosotros mismos
como buenos, podemos hacer lo que nos dé la gana para oponernos a los que
definimos como malos. Se genera hipocresía, error y una respuesta monstruosa en
nombre de la bondad. Los pecadores arrojamos la primera piedra; sacrificamos
gente inocente a la ira de un clima vengativo; electrocutamos personas en lugar
de enmendarlas con un castigo justo; exterminamos pueblos en la lucha por unos
ideales. Después de todo, salvamos Vietnam destruyéndolo; estamos a punto de
hacer morir a niños de hambre para evitar el fraude a la asistencia social;
enseñamos a soldados cómo torturar civiles en El Salvador; podemos destruir el
planeta con armas «defensivas». Y ahora, dando un paso más en la escalada de la
violencia, amenazamos con emplearlas primero.
La bondad puede volverse a sí misma mala. Y, sin humildad, hay más
posibilidades que nunca de que ello ocurra.
Un proverbio chino enseña claramente: «Si permanecemos en el camino,
seguimos avanzando, y sin duda llegaremos adonde vamos». La arrogancia
corrompe; el mal se multiplica a sí mismo; la rectitud cae en picado. Si
seguimos cultivando ese tipo de virtud en un mundo global, lo hacemos a costa
de correr un riesgo.
Frente a sistemas, culturas y necesidades múltiples, la humildad no es
ascetismo, sino el precio de un desarrollo y unas relaciones humanas sanas. La
humildad es el fundamento de los fundamentos; es el don de las naciones y el
lazo de las familias. Es una medición de la calidad y un signo de valía. Lo que
no es humildad está tan vacío de espíritu como lleno de peligro para el
corazón.
La Regla de Benito dedica únicamente tres párrafos a la obediencia,
considerada por muchos de nuestros contemporáneos como la archivirtud de la
vida espiritual. Pero Benito dedica diecinueve párrafos a la humildad. No cabe
ninguna duda de que trata de atraer nuestra atención.
La humildad es un proceso -enseña Benito que aprendemos grado a grado y
que desarrollamos en todas las facetas de la vida. No es una serie de
habilidades sociales adaptables a cualquier situación, sino un modo de ver el
mundo. Es un modelo vital de doce estadios diseñado para cambiar los corazones
y templar actitudes, así como para insertarnos en el universo a fin de aprender
de él, en lugar de destruirlo con nuestra virtud.
Los seis primeros grados de humildad, como hemos visto, son bien
sencillos. Primero debemos hacernos conscientes de la presencia de Dios, a fin
de no hacer de nosotros el pequeño centro de nuestra pequeña vida. Después
debemos aceptar la voluntad de Dios en la vida que no podemos cambiar, a fin de
poder alcanzar nuestra estatura plena creciendo a través de la superación de
las cosas. Debemos aceptar los controles y los límites legítimos, a fin de
evitar malgastar la vida en una serie de falsos comienzos. Y debemos perseverar
en las dificultades, dando a la vida la oportunidad de hacer lo que está
destinada a hacer por nosotros en cada situación concreta.
GRADOS SIETE Y OCHO: LA
RELACIÓN CON LOS DEMÁS
En el séptimo y el octavo grados de humildad, Benito comienza a
enseñarnos que la mera relación con Dios no basta y que incluso puede ser
falsa. La humildad no es simplemente una pose artificial frente a Dios, una
genuflexión a la entrada, una inclinación de cabeza ante un altar, un conjunto
de habilidades sociales practicadas desde la cúspide de la pirámide social, sino
que radica en nuestro modo de relacionarnos con los demás debido nuestro modo
de relacionarnos con Dios.El séptimo grado de humildad es una verificación de
los otros seis. Llegamos a él cuando hemos verdaderamente encontrado a Dios en
la vida. Alcanzamos su cima cuando hemos aceptado verdaderamente la dirección
de esos otros sabios y santos, cuando nos hemos verdaderamente desenmascarado a
nosotros mismos para nosotros mismos a fin de ver, cuando hemos verdaderamente
aprendido a vivir con un sentido de la proporción, en lugar de extenuarnos
acaparando los frutos de la vida que corresponden a la vida ajena.
El séptimo grado de humildad es también un gran obstáculo para el
mundo moderno. La sociedad contemporánea menosprecia esta antigua sabiduría,
evitando el momento de la vida espiritual que lo conmociona todo, el tiempo de
la auto-aceptación total. El séptimo grado posee una verdad casi inexpresable,
cuyas implicaciones son casi insoportables y cuyo significado es casi
inaceptable. Consiste en que «uno no sólo diga con la lengua que es el inferior
y el más vil de todos, sino que también lo crea con el más profundo sentimiento
del corazón..., diciendo...: "Soy un gusano y no un hombre"».
La mente se echa atrás. ¿Qué clase de psicología es ésta?
Preferiríamos oír: «Sé el mejor»; «Tenlo todo»; «Adelante»; «Ten
personalidad»... Pero el séptimo grado no es en absoluto una mala psicología,
sino que puede ser lo mejor que la experiencia humana puede ofrecer. Nadie
puede ser el eterno mejor ni tenerlo todo ni seguir adelante constantemente. El
impío grial de la auto-realización total es un espejismo, una mentira
inalcanzable, un desierto espiritual desecante y árido. Cuando tenemos que ser
los mejores, no podemos ser nosotros mismos.
En el séptimo grado de humildad, Benito nos llama a aceptar lo que
siempre hemos sabido: que nos hemos engañado a nosotros mismos y hemos tratado
de engañar a todos los demás. Seamos quien seamos, tengamos lo que tengamos,
nos convirtamos en lo que nos convirtamos, seremos a pesar de todo únicamente
nuestro propio agónico, hiriente y atemorizado yo. En el séptimo grado de
humildad, aprendemos a relajarnos. Una vez que dejamos de fingir ser lo que
sabemos que no somos, somos libres para aceptarnos a nosotros mismos y aceptar
también a los demás. Ya no tenemos que fingir. No tenemos que ser justicieros,
sino que podemos limitarnos a ser justos.
Una vez que asumimos nuestra esencial pequeñez, quedamos liberados de
la necesidad de mentir, incluso a nosotros mismos, sobre nuestras fragilidades.
Más aún, podemos respetar, reverenciar y tratar amablemente a los demás que han
sido lo suficientemente afortunados para dejar que su propia pequeñez saliera
ostensiblemente a la luz. El hijo del vecino que bebe ya no nos escandaliza,
sino que constituye una advertencia de lo fácil que es que cualquiera,
incluidos nosotros mismos, sucumba ante las presiones de la vida si no se
aferra a sus anclas. La nuera que no limpia la casa es para nosotros un
recordatorio de las cosas importantes que también hemos permitido que perdieran
su importancia en la vida. Las personas mezquinas, desagradables, taimadas e
iracundas que nos rodean nos hablan de nuestras emociones desvirtuadas y de la
violencia que 61 alberga nuestro corazón. Vemos cara a cara el hecho de que también
nosotros somos capaces de hacer lo peor. Podemos perder nuestro autocontrol. De
hecho, lo hemos perdido.
Con esta aceptación de lo magro de nuestras virtudes personales y de
lo masivo de nuestros fallos tenemos oportunidad de comprender los fallos ajenos.
Tenemos ocasión de volvernos amables.
Puede resultar difícil creer que, en palabras de nuestros antepasados,
soy «el inferior y el más vil de todos». Pero igualmente difícil es argumentar
cuando se invierte la frase: «El séptimo grado de humildad consiste en creer
que soy el más elevado y el mejor de todos». En lo más profundo de nuestro
interior, donde las impresiones no enturbian el conocimiento, sabemos que el
escenario que nos hemos construido depende mucho del vestuario y el maquillaje,
la distancia y la iluminación, para lograr el efecto deseado. En lo más
profundo de nosotros mismos sabemos que somos al mismo tiempo más y menos de lo
que la gente llegará nunca a ver.
A no ser que nos reconozcamos como potencialmente más débiles,
pecadores y confusos que los demás, ¿cómo podremos comprenderlos y aceptarlos?
A no ser que sepamos que somos débiles y agónicos seres humanos, la tortura, la
aniquilación, la guerra nuclear, la esclavitud y los malos tratos se
convertirán en virtudes. Si hacemos de nosotros la norma social, ¿quién más
estará a la altura de nuestros criterios? Si nos vemos a nosotros más como
María de Nazaret que como María Magdalena, más como Juan que como Judas, ¿dónde
habrá espacio para la conversión en nuestra vida?; ¿dónde cabrá la compasión
por los demás?
El séptimo grado de humildad nos pide que aceptemos la idea de tener
espacio de sobra para crecer. Gracias al séptimo grado de humildad podemos
abrirnos a nuevas posibilidades en nuestro interior. Dejamos de decir: «Bueno,
pues qué lástima, pero así es cómo soy». Y empezamos a decir: «Puedo ser mucho
más». El séptimo grado nos da una nueva perspectiva de la vida, nos abre los
ojos a lo bueno del mundo y hace que la esperanza sea intemporal.
Tras aceptar nuestro debilísimo yo, estamos preparados para dar el
siguiente paso: estamos listos para aprender de los que nos rodean. El octavo
grado de humildad -nos instruye la Regla- consiste en «no hacer nada sino lo
que la Regla del monasterio o el ejemplo de la priora o el abad indiquen que se
debe hacer». El octavo grado de humildad nos libera para heredar el mundo, para
no descubrir mediterráneos. El octavo grado de humildad nos proporciona un respeto por los demás que nos permite seguir a los grandes en lugar de
perdernos trazando nuestro propio camino mientras avanzamos.
«Es preferible preguntar diez veces cuál es el camino que tomar la
ruta equivocada una sola vez», dice un proverbio judío. El octavo grado nos
dice que permanezcamos en la corriente de la vida para aprender lo que los
demás han aprendido antes que nosotros, para valorar las verdades enseñadas por
otros, para buscar la sabiduría y atesorarla en nuestro corazón. La humildad
nos da derecho a hacer a nuestros amigos las preguntas cuyas respuestas no
queremos admitir que no sabemos: cómo tratar a los adolescentes; cómo sembrar
un buen césped; cómo gastar menos; cómo orar para sobrevivir a las ignominias
de la vida... El octavo grado de humildad nos enseña a vincularnos a maestros
para no cometer el error de ser nuestro propio guía ciego.
Se tarda mucho tiempo en aprender todos los secretos de la vida solos.
Es una tragedia constituir uno mismo el propio mundo, y también es trágico
volverse inepto para las relaciones que podrían enriquecerle a uno más de lo
que merece y a pesar de sus limitaciones.
La humildad es el cemento de
las relaciones, el terreno de la amistad, el comienzo de la fe. Nuestras
comunidades tienen mucho que enseñarnos. Lo único que necesitamos es respeto
por la experiencia y una reconfortante confianza en otras personas. Esa
confianza nos lleva a hacer lo que ahora no podemos ver como valioso pero
suponemos que es santo, porque vemos la santidad que ha producido en quienes
nos han precedido en la familia y en la Iglesia.
La humildad es lo que nos da la
vista para ver nuestro mundo con ojos nuevos. La humildad nos faculta para
respetar a los demás lo bastante como para desprendernos de nuestra falsa
imagen personal y abrir los brazos, como individuos y como nación. La
consciencia de nuestras limitaciones y la conciencia de la gloria y la bondad
de Dios en los demás pueden perfeccionarnos. La conciencia de la postración
ajena, que procede de la conciencia de que nuestro yo no está rehabilitado,
puede hacernos tiernos, e incluso santos.
En palabras de Samuel Taylor
Coleridge: «El ídolo da la medida de su adorador», y William B. Ullathorne
escribió: «Lo que una persona busca, venera o exalta más que a Dios, es el dios
de su idolatría».
Nosotros somos unos ídolos demasiado pequeños y gimoteantes como para
que nadie nos adore, y menos aún nosotros mismos. El auto-culto es siempre
principio, medida y signo de profunda crueldad para con los demás. Si queremos
verdaderamente acabar con la violencia en nuestro país, debemos empezar por
admirar a los demás más por la bondad que vemos en ellos. Y quizá debamos
admirarnos menos a nosotros ante la guerra que, como sabemos, está incluso
ahora desarrollándose en nosotros. Incluso ahora amenaza con dar nuestra
auténtica medida. El día que lo admitamos, la humildad llegará y se acabarán
los apaleamientos. Se acabará la violencia. Se acabará la opresión. Y en todas
partes. Porque primero se habrá acabado en nosotros.
Pasos 9 y 10
ESCUCHAR A LA GENTE
HABLAR
AMABLEMENTE A LOS DEMÁS
ACALLAR EL RUIDO INTERIOR
Estoy escribiendo este texto una noche de verano en una barriada de la
ciudad. Por la calle pasan coches con una música estruendosa. En la acera de
enfrente, las ventanas están abiertas de par en par, y la percusión,
pretendiendo ser música, está atronando a la vecindad. Hay adultos en
conversación a voz en grito por las ventanas del bloque. Las risas son bastas y
estrepitosas. De fondo hay ecos de otros gritos de otra calle y de otra
vecindad. Es un lugar ruidoso, atiborrado de gente, alborotado e inquieto. El
ruido de las calles es un claro reflejo de las almas que las habitan.
La calma se ha convertido en un remoto recuerdo. Algunas generaciones
no tienen la más mínima memoria de ella. Ha sido desterrada por la
contaminación sonora, que es endémica, invasiva y clamorosa. En todas partes.
Por doquier. Esto no es Nueva York, sino una pequeña ciudad estadounidense, y
está llena de estruendo a cualquier hora del día. Hay música ambiental en los
ascensores y megafonía pública en los vestíbulos. Las personas que tienes al
lado en cualquier tienda están vociferando por sus teléfonos móviles, y en
todas partes -oficinas, restaurantes, cocinas, dormitorios...- la omnipresente
televisión está expeliendo palabras carentes de ideas, mientras la gente no
presta la más mínima atención y grita más alto que ella hablando de otras
cosas. Hay altavoces en las lanchas, así que ya no se está a salvo en el lago.
Hay conciertos de rock en el campo, así que ya no se está a salvo en las
montañas. Hay teléfonos en los cuartos de baño, así que ya no se está a salvo
en la ducha. Las oficinas de las empresas son colmenas de cubículos pegados
unos a otros. Ya no pensamos; escuchamos. El problema es que estarnos tan
inundados de sonidos que nos hemos acostumbrado a oír únicamente cosas externas
a nosotros.
El silencio es el arte perdido de esta sociedad. Cada momento de
vigilia está lleno de ruidos compitiendo entre sí para captar nuestra atención.
Los alaridos han reemplazado a la razón; la fuerza ha sustituido a la
diplomacia. Los gritos han reemplazado a la conversación como pauta elegida
para la comunicación familiar. Y lo más notable de todo es que, aunque ninguna otra
sociedad en la historia se ha comunicado nunca tanto como ésta, se ha
construido todo un sector empresarial en torno a arreglar la mala comunicación,
cuando puede que sea precisamente silencio lo que falta verdaderamente en la
amalgama humana.
El silencio, como es natural, fue en el pasado algo que era preciso
saber manejar en la condición humana. El silencio se daba por hecho. Cuando los
hombres subían con sus rebaños a lo alto de una solitaria montaña en la que
pasaban semanas, tenían que aprender a estar en paz consigo mismos. Las mujeres
trabajaban en las cocinas moliendo maíz y desplumando pollos, sumidas en sus
pensamientos, sintonizadas con las cosas que las rodeaban. Los niños cosechaban
en los campos en largas hileras separadas, aprendiendo desde pequeños a
escuchar a los pájaros, el viento y el agua, urdiendo sus fantasías con los
materiales de la tierra. El silencio era una parte amistosa de la vida, no una
carencia, no algo temible. La gente sabía que el silencio en que vivían como
algo cotidiano era cualquier cosa menos vacío, más bien todo lo contrario.
Su silencio estaba lleno del yo y de todo su clamor. El silencio tenía
cosas que enseñar y era un tanto severo, lleno de ángeles con los que luchar y
de demonios a los que aplacar. El silencio persistía, exigente y sombrío dentro
de nosotros, esperando atención. La sustancia del silencio, como se ve, es un
alma despertando, algo que, como saben todos los grandes autores espirituales,
los corazones superficiales evitan constantemente. Una cosa es luchar a brazo
partido con los demonios exteriores, y otra enteramente distinta hacer frente a
los adversarios interiores. Pero debemos atrevernos a hacerlo, o moriremos sólo
medio hechos, sólo parcialmente humanos, sólo a medio crecer.
En ello, por supuesto, reside el vínculo entre el silencio y la
humildad. Cuando el gran guía espiritual Benito escribió su tratado sobre la
humildad, lo cimentó en el fundamento de la vida. No escribió sobre la humildad
para hacernos sumisos a otros en toda nuestra vergüenza, sino para que
pudiéramos llegar a conocernos a nosotros mismos en toda nuestra gloria.
La humildad exige -como nos enseña en los primeros ocho grados- que
dejemos a Dios ser Dios en nuestra vida, que renunciemos a nuestra pretensión
de total independencia, que nos quitemos la máscara y dejemos de desempeñar el
papel que representamos en público, y que estemos abiertos a aprender de las
figuras sabias que han recorrido el camino antes que nosotros.
GRADOS NUEVE Y DIEZ:
DESPERTAR EL ALMA
En el noveno y el décimo grados de humildad, Benito empieza a
hablarnos de las cualidades que aportamos a nuestra relación con los demás. La
primera -dice Benito- es el silencio. Y la segunda es la seriedad.
Los monjes del desierto del siglo m eran sumamente claros a propósito
del papel del silencio en el desarrollo de una espiritualidad madura.
«Venerable anciano, dame una palabra», dijo el buscador pidiendo
dirección. Y el santo varón dijo: «Mi palabra para ti es que te vayas a tu
celda, y tu celda te lo enseñará todo». Dicho de otro modo, las respuestas
están en ti. Y lo mismo ocurre con las preguntas, tus preguntas, las preguntas
que nadie sino tú puede hacer. Todo
lo demás en la vida espiritual es mera fórmula,
mero ejercicio. En último término, lo importante son las preguntas y las respuestas que se agitan en el interior de cada uno de nosotros. «No,
no -insistimos-. Todo va bien; no estoy preocupado». Pero por debajo, en los silenciosos espacios conocidos únicamente por nosotros, la
furia nos consume. O los celos retuercen nuestro corazón; o la ambición corroe
nuestra integridad; o la codicia ofusca nuestras opciones; o la soledad nos
deseca y nos socava. Entonces es cuando llegamos a conocernos a nosotros mismos
como ninguna otra persona nos conoce; entonces es cuando nos sonroja lo que vemos;
entonces es cuando llega la humildad.
Quienes se acobardan ante el silencio lo temen como la peste; temen la
carga que les supone y sienten una gran prevención ante el vacío que implica y
el «shock» que producen sus revelaciones. La pesantez y el vacío que tememos
suelen dar paso a la agitación y a una presión interna para que se produzca un
cambio. El silencio nos faculta para escuchar la cacofonía de nuestro interior.
Estar a solas con nosotros mismos tiende a equivaler a una presencia exigente.
Descubrimos enseguida que debemos cambiar o que nos derrumbaremos bajo el peso
de nuestra propia insatisfacción con nosotros mismos, bajo la consciencia de lo
que podríamos ser pero no somos, bajo el impulso de lo que querríamos ser pero
no logramos convertirnos en ello. Bajo el estrépito está la materia bruta del
alma.
El silencio, no obstante, hace más que confrontarnos con nosotros
mismos; el silencio nos hace sabios.
Cara a cara con nosotros -si escuchamos las corrientes subterráneas que están
en confrontación en nuestro interior-, enseguida logramos respetar las luchas
ajenas. El silencio nos enseña cuánto nos queda por aprender. O quizá, a medida
que vamos envejeciendo, el silencio nos recuerda también que hay cualidades que
nunca podremos alcanzar con certeza y que batallarán en nuestra alma hasta el
día de nuestra muerte. Entonces no hay espacio en nosotros para los juicios
mezquinos y las evaluaciones estrechas de miras respecto de los demás. Como
dice Pogo1 ese gran «director espiritual»: «Hemos encontrado al
enemigo, y somos nosotros».
Súbitamente, del silencio brota la humildad, que atempera la
arrogancia y nos hace amables. Al haber logrado conocernos mejor a nosotros
mismos, podemos tratar más amablemente a los demás. Sabedores de nuestras
luchas, reverenciamos las suyas; sabedores de nuestros fracasos, sentimos un
temor reverencial ante sus éxitos; tenemos mucha menos prisa por condenar,
mucha menos tendencia a alardear, muchas menos ganas de castigar, mucha menos
certidumbre de nuestras certezas, y somos mucho menos dados a convicciones
precipitadas, vacías
y nunca probadas. Entonces el silencio se convierte en una virtud social.
Cuando la arrogancia hace erupción donde quiera que sea, hace
invariablemente erupción en la conversación. Nuestras opiniones se convierten
en regla; nuestras ideas en objetivo; nuestros juicios en norma; nuestra
palabra en última, en única palabra.
Ser el último en una conversación, en lugar de ser el primero, es una
agresión incomprensible para nuestro ego. Benito dice una y otra vez: escucha,
aprende, permanece abierto a los demás. Ése es el barro con el que la humildad
es moldeada y cocida. Ésa es la materia de las relaciones agraciadas, el genio
del crecimiento personal. Y se necesita el suficiente silencio para ser capaz
de oírlo.
La humildad es lo que hace a los poderosos accesibles para los
impotentes. La humildad es lo que permite que los países pobres pidan a los
ricos. La humildad es lo que faculta a los letrados a aprender de los
iletrados. Conociéndonos a nosotros mismos en nuestros puntos más débiles,
logramos estimar a los demás. Es un momento sagrado de la vida. En él finaliza
la risa cruel, y la burla ya no puede entrar en nuestro corazón. El décimo
grado de humildad -dice Benito- consiste en que «uno no se ría fácil y
prontamente».
Los antiguos dedicaron bastante tiempo a la calidad de la risa, algo
que, para nosotros, se ha convertido en un valor olvidado. Hoy apenas
establecemos distinciones entre la sonrisa y la risa sardónica. Toleramos como
«humor» lo que es, en su base, procaz e incluso brutal en ocasiones. Nos reímos
de lo obsceno, lo hiriente, lo burlesco, lo débil y lo inepto. Nos reímos de
las tribulaciones, discapacidades, defectos e impedimentos ajenos, porque no
asumimos los nuestros en el silencio de nuestro corazón.
La risa incontrolada es una característica del siglo XXI, porque antes
la risa era un asunto sumamente serio. Todas las primeras fotos del siglo XX
muestran a gente seria. Los colegios para señoritas enseñaban el fino arte de
sonreír bajo presión y de ser sobria ante las trivialidades. La advertencia del
Sirácida de que «el necio ríe estrepitosamente...» (21,20) era tomada como un
elemento básico de la vida espiritual. Pero hay que hacer distinciones que han
perdido lustre y sentido en una cultura de series cómicas, programas de
entrevistas, clubs de la comedia y monólogos graciosos. El hecho es que el
humor y la risa no son necesariamente lo mismo.
El humor nos permite ver la vida desde una perspectiva fresca y
graciosa. Aprendemos a tomarnos a nosotros mismos más a la ligera en presencia del buen humor, que nos da fuerzas
para soportar lo que no podemos cambiar y vista para ver lo humano bajo lo
pomposo. La risa, por otro lado, es una expresión de emoción que lleva siglos
siendo normalmente condenada en los círculos de debutantes y entre las clases
superiores de la sociedad. Las reinas, hasta el día de hoy, son serias y
controladas; los reyes, incluso los pocos que quedan, son estrictos y sombríos.
La gravedad es lo apropiado para el territorio denominado responsabilidad y
madurez. La risa, sostenían nuestros antepasados, caracterizaba a lo vulgar, lo
basto, lo de mal gusto de la vida. Como mínimo demostraba una desafortunada
falta de autocontrol. Y nuestros antepasados no estaban del todo equivocados.
O, dicho de otro modo, estaban medio en lo cierto.
En el décimo grado de humildad, Benito no prohibe el humor. Al
contrario, insiste en que nos tomemos nuestro humor muy en serio. No todas las
cosas de las que nos reímos son divertidas, sino que algunas, de hecho, son
trágicas, y es preciso oponerse. Los chistes raciales no son divertidos, ni los
sexistas, ni los «handicaps» de la gente que sufre. La pornografía, la
pomposidad, los alaridos y los ruidos sin sentido no tienen gracia. La burla,
el escarnio, el sarcasmo y los comentarios despectivos, por muy agudos,
sutiles, inteligentes o incisivos que sean, no son graciosos. Beavis y
Butt-head[2]
no tienen gracia; son crueles. Están destinados a degradar los aspectos más
valiosos de la vida. Son unos arrogantes usurpadores del derecho de Dios a
juzgar, y lo hacen bajo una falsa apariencia de alegría, una pátina de
felicidad, un viso de buena voluntad. Son la más inmoral de las inmoralidades.
La persona humilde -nos recuerda Benito no usa nunca sus palabras para
hacer polvo a otra persona ni ríe nunca con la nerviosa risa del desprecio. La
persona humilde cultiva un alma en la que todo el mundo está a salvo. Una
persona humilde maneja la presencia de los demás con mano suave, corazón tierno
y mente abierta.
Con silencio y una sonrisa, las personas humildes hacen frente a la
acidez que hay en ellas y son un bálsamo para aquellos cuyo corazón se
resquebrajaría de verse en ridículo. Con silencio y una sonrisa, se destruye la
pomposidad, se desvanece la presunción, y quedo liberado para ofrecer mi
vulnerabilidad a la solicitud del mundo, a fin de que lo vulnerado del mundo
pueda encontrar solicitud en mí.
¿Y cómo ocurre esto? Benito es sumamente claro: nos entregamos a Dios,
nos entregamos a la sabiduría ajena, renunciamos a nuestra máscara, renunciamos
al ruido que se convierte en un escudo entro nosotros y nuestro yo más
profundo. Llegamos a la integridad mediante la aceptación de nuestra
incompleción. Cuanto más gentilmente tratemos a nuestro incompleto yo, más
gentiles seremos con los que nos rodean. Lo que no esperemos de nosotros
mismos, no lo esperaremos de los demás. Lo que no encontremos en nosotros
mismos, no lo pediremos de los demás. Lo que sabemos es fruto de una gran
lucha, lo valoraremos en los demás.
La calidad de nuestra solicitud por los demás surge en correlación
directa con nuestra aceptación de nosotros mismos en nuestra totalidad: nuestro
lado oscuro con el brillante, nuestro lado áspero con el suave, nuestro lado
cultivado con el inacabado, y no porque nos consideremos perfectos, sino,
precisamente, porque no lo somos. Érase una vez -cuentan los ancianos- un
rabino que dio una moneda a un mendigo disoluto y fue severamente criticado por
ser un blando. «¿Tendré que ser más remilgado que Dios, que me dio la moneda a
mí? -preguntó el rabino.
El silencio es una de las piedras angulares de la vida y el desarrollo
social benedictinos, pero el objetivo de la espiritualidad benedictina no es no
hablar. El propósito del silencio monástico, así como del hablar monástico, es
el respeto por los demás, el sentido del lugar oportuno, el espíritu de paz. La
regla no exige un silencio absoluto, sino un hablar juicioso. El silencio
egoísta y aislador, el silencio pasivo-agresivo, el silencio insensible a las
necesidades del otro no es el silencio benedictino.
La espiritualidad benedictina nos forma para escuchar siempre la voz
de Dios alrededor y dentro de nosotros. Cuando es mi propio ruido lo que ahoga
esa palabra, la vida espiritual se convierte en una farsa. La espiritualidad
benedictina nos forma para conocer nuestro lugar en el mundo. Cuando nos
negamos a dar cabida a los demás, cuando ocupamos todo el espacio de nuestro
mundo con nuestros propios sonidos, nuestras propias verdades, nuestra propia
sabiduría y nuestras propias ideas, no queda sitio para las ideas de nadie más.
Cuando una persona debate beligerantemente con otra, y más aún si se trata de
los maestros y guías de esta vida, su ego se convierte en una mayoría de uno, y
no le queda nadie de quien aprender. Pero la espiritualidad benedictina es
constructora de comunidad humana. Cuando el discurso es descontrolado y el
cotilleo se convierte en el alimento del alma, la destrucción ajena no 80 81
anda muy lejos. Cuando el discurso es chillón y vociferante, cuando lo
frivolizamos todo, cuando nada es sagrado ni queda a salvo del ridículo de la
burla, está en riesgo la seriedad de toda vida, y nuestro espíritu desfallece
por falta de belleza y sustancia.
Que no quepa duda acerca de
ello, la capacidad de escuchar a otro, de sentarse silenciosamente en presencia
de Dios, de prestar un oído lúcido y de reflexionar constituye el núcleo de la
espiritualidad benedictina. Y puede, de hecho, ser lo que más se echa en falta
en un siglo saturado de información, harto de ruido, pero falto de reflexión.
La Palabra que buscamos habla en el silencio de nuestro interior. Ignorarla y
renunciar al espíritu de silencio insensibiliza el corazón benedictino en un
mundo insensibilizado por el ruido.
Los antiguos contaban lo siguiente: «Érase una vez un discípulo que
preguntó a un venerable anciano: "¿Cómo puedo experimentar mi unidad con
la creación?". Y el anciano le respondió: "Escuchando".
El discípulo presionó un poco más: "Pero ¿cómo tengo que
escuchar?".
Y el anciano le instruyó: "Conviértete en un oído que presta
atención a todas y cada una de las cosas que dice el universo. En el momento en que oigas algo que tú mismo estés diciendo,
detente"».
La humildad dilata la mente para escuchar el ruido de nuestro interior
que debe ser acallado. La humildad nos pone en sintonía con la sabiduría
exterior a nosotros que debe ser aprendida. La humildad nos salva de anegar
nuestro corazón en el ruido de nuestra propia confusión.
Pasos 11 y 12
ACEPTAR A LOS DEMÁS TAL COMO SON.
ESTAR CENTRADO Y SERENO
VIVIR EN PRESENCIA DE DIOS
«Toda crueldad nace de la debilidad», decía el orador romano Séneca.
Se trata de algo acerca de lo cual no nos gusta pensar. Llamamos con tanta
frecuencia a la crueldad «justicia» que hemos olvidado lo destructiva que, de
hecho, puede llegar a ser. Rompemos relaciones con nuestros hijos y con
nuestros amores, a fin de castigarlos; nos alboroza la ejecución de retrasados
y pobres en nombre de la erradicación del mal de la sociedad; destruimos la
reputación de la gente con impunidad en nombre de la verdad. Peor aún,
olvidamos lo lejos que realmente estamos de la vida, la madurez y la visión
espirituales cuando hacemos estas cosas.
Benito conocía sumamente bien la conexión entre crueldad y desarrollo
espiritual. De hecho, la identificaba con gran inteligencia. En el capítulo
sobre los doce grados de hum que es la coronación de los siete capítulos sobre
la vida espiritual de la Regla de Benito, hace una de las cosas más sorprendentes
de la literatura espiritual de la Iglesia: enseña que el primer paso en la vida
espiritual consiste sencillamente en reconocer la presencia de Dios; sí, pero
hace una afirmación aún más aguda: el culmen, lo definitivo, el punto más
excelso de nuestro desarrollo espiritual lo define Benito como la dulzura de
palabra y la serenidad de alma.
Está claro, pues, por qué el undécimo grado de humildad de Benito
exige que tratemos a todo el mundo con respeto. Es obvio, pues, por qué el
duodécimo grado de humildad de Benito consiste en el logro de serenidad, calma
y sencillez personal. Es un hecho que no podemos aceptar a los demás ni estar
serenos en la vida hasta que nos conocemos a nosotros mismos con implacable
pero gentil honradez y aceptamos la voluntad de Dios con ilimitado abandono.
Nuestro modo de tratar a los demás es la medida de nuestra verdadera santidad.
Nuestro grado de percepción de la presencia de Dios en todas las cosas calibra
nuestra verdadera unión con él. Estos grados son el epítome. El logro de estos
últimos grados de humildad constituye la prueba final de nuestra sinceridad y
de nuestro temple espiritual.
Este análisis resulta sorprendente. Después de todo, nuestra
generación, la de la era de las cadenas de montaje y los procesos mecánicos,
describe la vida -la vida entera- en términos de progreso desde lo simple a lo
complejo, desde lo fácil a lo difícil, desde lo obvio a lo complicado. Partimos
de la base de que las personas son obvias, y Dios es complicado. Juzgamos que
las relaciones humanas son simples, y la vida espiritual es compleja. Enseñamos
que vivir con otros es normal, y que llegar a Dios es difícil. Parece, pues,
que aprender a vivir como es debido con lo simple, lo obvio y lo «real» es
básico, y que aprender a conocer y experimentar a Dios es la parte brumosa,
misteriosa y mística de nuestra vida, tan poco mística.
Pero Benito, el mentor monástico, enseña justamente lo contrario. Como
Dios está en todas partes, está sin lugar a dudas aquí. Ahora. Siempre. Conmigo
mientras escribo. Contigo mientras lees. No tengo que realizar unos esotéricos
ejercicios espirituales para ganarme a Dios. No tengo que pasar pruebas y hacer
cosas difíciles, ni que pasar pruebas y probar mi valía, ni que pasar pruebas y
volverme perfecto, sino, sencillamente, tengo que vivir en su Presencia. Y
entonces ninguna prueba es demasiado difícil para mí, ni ningún esfuerzo es
excesivo, ni tengo que demostrar nada, ni es necesaria la perfección.
Viviendo conscientemente en presencia de Dios, comienzo a ver a través de los
ojos de Dios y vivo el plan de Dios. Me convierto en contemplativo.
Entonces, si me permito a mí mismo sumirme en Dios, súbitamente la
vida se vuelve vivible. Puede que no necesariamente más fácil, porque los
recibos de todos los meses siguen siendo recibos, el dolor sigue siendo dolor,
y las relaciones difíciles siguen siendo difíciles; pero yo he cambiado. Ahora
soy más capaz de afrontarlos. Tengo más perspectiva, más esperanza, más aguante
y más coraje para cambiar lo que debe ser cambiado.
GRADOS ONCE Y DOCE: AMABILIDAD Y SERENIDAD
Súbitamente, el undécimo grado de humildad brilla con otro resplandor.
Empezamos a ver que la vida espiritual es más que el mero desarrollo de una
relación piadosa con Dios, que está más destinada a hacer que nos sintamos bien
que a hacernos santos. La vida espiritual -tanto su valoración como su
significado- depende de nuestro modo de relacionarnos entre nosotros. Es en el
otro donde reside la voluntad de Dios. Cualquiera a quien rechazamos es un
mensaje perdido en nuestra vida. Lo hemos 90 visto en el otro, y lo hemos
rechazado. Hemos visto las necesidades ajenas, y nos hemos negado a ser
compasivos; hemos visto el dolor ajeno, y nos hemos negado a comprenderlo;
hemos visto la ira ajena, y nos hemos negado a escuchar; hemos visto los
talentos ajenos, y nos hemos negado a reconocerlos.
No hemos reverenciado el santificador lugar que ocupan los demás en
nuestra vida. La ridiculización es el veneno del alma.
Los demás son el puente hacia nuestro desarrollo. Ellos compensan lo
que falta en nosotros. Ellos demandan nueva percepción en nosotros, nueva
consciencia, nuevas capacidades de paciencia y aceptación. Ellos exigen de
nosotros que superemos nuestras repulsiones para arriesgarnos a la audaz
confianza de bajar las barreras de nuestra vida. Ellos nos enseñan a admitir
las diferencias, a fin de no todos muramos en el irrespirable espacio en blanco
del que nos rodeamos. Ellos nos facultan para asumir el corazón de Dios para
con ellos.
Y, por encima de todo, los demás nos enseñan que nadie tiene derecho a
acaparar todo el espacio en la vida. En la vida existen otras ideas, otros
modos de hacer las cosas, otras necesidades y deseos distintos de los nuestros.
Es un momento doloroso éste de poner a prueba la veracidad de lo que decimos
creer. Y tiene lugar en ocasiones extrañas: cuando nos sentimos tentados de
ignorar una petición de limosna, porque estamos cansados de dar a «vagos»;
cuando estamos tratando de seguir nuestro propio camino; cuando nos resistimos
a la oportunidad de dar empleo a mujeres y a minorías; cuando nos tienta contar
el último chiste racista, que ridiculiza y desacredita a toda una etnia.
La aceptación reverente de los demás es, verdaderamente, el paso final
de una vida vivida por completo en Dios.
Finalmente, como enseña el sabio Benito, el duodécimo grado de
humildad muestra nuestro genuino crecimiento, nuestra auténtica profundidad.
Debemos aprender -nos instruye- a ser una presencia pacífica en el mundo, para
que el mundo pueda ser verdaderamente un lugar más pacífico gracias a nosotros.
Tenemos que aprender a dejar de dar portazos y de silbar donde no se debe.
Tenemos que dejar de ponernos histéricos cada vez que suena el teléfono o nos
cambian los planes. Tenemos que dejar de pavonearnos y de quejarnos, de agitar
y de fomentar los problemas en el barrio, en la oficina o en el centro de
reunión. Donde nosotros estemos, los demás deben estar seguros. Cuando entremos
en una habitación, los estómagos no deben encogerse de miedo por su reputación,
su autoestima o su paz mental.
Una presencia amable proporciona a todos un atisbo de lo sagrado de la
vida. Cuando las personas son una presencia tranquila y amable, el mundo entero
sabe que está a salvo de la dominación, y respira con mayor facilidad, duerme
más profundamente y se siente un poco más sereno. Una presencia acogedora da al
resto del mundo permiso para ser también acogedor. Puede que Helen Keller nos
enseñara cuanto necesitamos saber sobre la humildad cuando escribió: «Doy
gracias a Dios por mis "handicaps", porque a través de ellos me he
encontrado a mí misma, así como mi trabajo y a mi Dios». La aceptación de los
«handicaps» -personales y ajenos- es el propósito de la humildad.
La humildad nos conecta con el mundo y hace que el mundo esté en
conexión como un espacio bueno y agraciado. La humildad nos tranquiliza y
tranquiliza a los demás; la humildad inspira y reafirma, enriquece y faculta.
La humildad nos proporciona felicidad y hace al mundo el don de la
paz. Y, lo mejor de todo: el lograrla está a nuestro alcance. ¿Se puede pedir
más?
[1] Personaje de una «tira cómica» de Walt Kelly que se publicó en la
prensa norteamericana en los años cuarenta. (N. tic la Trad.)
[2] Personajes de una serie de televisión de gran éxito, emitida en la
cadena MTV de 1993 a 1997. (N. de la Trad.).
1 comentario:
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