El tema de nuestra reflexión es un
gozo particular: el de pertenecer a Dios y pertenecernos unos a otros en la
experiencia comunitaria de la consagración a Dios. Podemos partir de un intento
de definición: el gozo de pertenecer es la sensación positiva y gratificadora
que advierte el ser humano en el momento en que se reconoce en una relación
interpersonal o en un ideal vivido con otras personas, y se siente, a su vez,
acogido-reconocido en una o en otra situación.
Trataremos de comprender, pues, cómo
se vive este gozo, descubriendo sus elementos constitutivos (identidad,
pertenencia, sentido de pertenencia), mediante un análisis espiritual y
psicopedagógico a la vez.
1.
De la
pertenencia al sentido de pertenencia en la vida consagrada
“Amadísimos hijos, ahora entráis a formar parte de esta
familia religiosa, y a partir de ahora lo tendremos todo en común”[1] Así dice el Rito de la Profesión
Religiosa. Una fórmula que, en su esencialidad y sencillez, presenta claramente
no sólo el efecto jurídico de la profesión perpetua de los votos a nivel de
pertenencia (“entráis a formar parte de esta familia religiosa”), sino que
indica también su sentido profundo, como un punto de partida y también de
llegada (“a partir de ahora lo tendremos todo en común”). Efectivamente, el
formar parte de un instituto se convierte en algo pleno y efectivo solamente
cuando se da una comunión de vida real, que abarca todos los ámbitos de la
existencia; si no, en esa presunta pertenencia hay algo que no es del todo
verdadero y auténtico, e incluso algo sutilmente falso y, evidentemente, sin
gozo.
¿Cómo alcanzar un auténtico sentido
de pertenencia? Es importante comprenderlo, porque el sentido de pertenencia es
el fundamento –a su vez– del gozo de pertenecer.
1.1. Pertenencia objetiva y subjetiva
La pertenencia no es, ante todo, un
hecho canónico-jurídico, fruto de un acto formal como la profesión pública
perpetua de los votos, ni es tampoco el resultado de una decisión privada del
individuo, sino que conlleva ambas cosas. Representa el punto conclusivo y
convergente de un discernimiento mutuo, por parte del instituto y de la
persona: el primero, reconoce la presencia de su propio carisma en un
determinado individuo, que –a su vez– descubre en ese carisma y en quienes lo
viven el don que él mismo ha recibido de Dios, su proyecto (el Yo) ideal. El
punto de encuentro de este doble discernimiento es la petición pública por
parte del individuo de pasar a ser miembro de ese instituto, y la aceptación
–por parte del instituto– de esa petición. El fundamento objetivo de la
pertenencia depende, por tanto, del carisma y de su presencia en el individuo,
reconocida oficialmente; pero para que se dé sentido de pertenencia debe
despertarse en el individuo un modo particular de percibir y, luego, de
realizar su identidad dentro del carisma mismo, como si estuviera escondida en
él. O, dicho con otras palabras, el individuo tiene que advertir una cierta
atracción hacia ese carisma, descubrir su belleza, intuir que en él hallará la
posibilidad de realizarse en sumo grado, y, al final, decidirse a modelar su
propia persona según ese carisma. Solamente entonces tiene lugar el paso
estratégico de la pertenencia (como hecho objetivo) al sentido de pertenencia
(elemento subjetivo). Pero está claro que si no nace esa primera conexión entre
pertenencia y sentido de pertenencia, no es posible esperarse, después, ninguna
sensación gozosa.
Vamos a tratar de ver, entonces, en
qué consiste esa decisión y este paso, que frecuentemente, en muchas personas
consagradas, son sólo implícitos y, por tanto, débiles, con consecuencias nada
insignificantes y muchas veces… deprimentes.
1.2.De la identidad a la pertenencia.
El sentido de identidad y el de
pertenencia representan los elementos estructurales y constitutivos del yo,
como los dos polos en los que cada uno encuentra los contenidos específicos de
su propia fisonomía. Toda persona se define, efectivamente, a partir de lo que
es y de lo que está llamada a ser, así como también de aquello a lo que
pertenece y a lo que se entrega; y lo que cada uno es, depende naturalmente de
aquello de lo que se siente parte[2].En el caso de la persona consagrada,
la identidad personal está definida por el carisma, o sea, por ese modo de ser,
de orar, de vivir la relación, de prodigarse por los demás, de vivir los votos,
de anunciar el evangelio contenido en el carisma: ese es su nombre, que Dios le
ha preparado y dado, esto es el hombre nuevo que está a la espera de ser
realizado. Y precisamente de esta convicción deriva también el sentido de
pertenencia, que es exactamente el reflejo, en el plano relacional-social, del
sentido de identidad. Cuanto más fuerte es éste, más fuerte será aquél. O
cuanto más la persona se reconoce en un carisma, más natural e inevitable será
la decisión de entregarse a él y a los hermanos que comparten el mismo don del
espíritu. Y se trata de una entrega que ya pregusta un cierto gozo y crea
personas gozosas. Por otra parte, podríamos decir que todo ser humano debe
necesariamente entregarse a algo o a alguien, no lo puede evitar; él tendrá que
decidir a quién o a que cosa, pero de cualquier manera no puede evitar hacerlo.
Si pretende “tenerse-para-sí”, sin atarse a nada o a nadie, de hecho se vuelve
dependiente, sin saberlo, de una infinidad de cosas y de personas. Decidiendo
entregarse a aquello que la define en su identidad, la persona hace una opción
inteligente y atenta, porque así entra concretamente en un contexto de vida y
de personas, de valores e ideales, en cuyo centro se halla precisamente lo que
es central también para su propia persona, y donde puede, por tanto, llevar a
cabo el proyecto de su “yo”.
En todo caso, pues, no existe
identidad sin pertenencia; y lo mismo se puede decir de los consagrados. Más
aún, la pertenencia nace de la identidad.
Y si la identidad de un consagrado está definida por el carisma, entonces podemos definir la pertenencia como el efectivo y afectivo formar parte de una familia religiosa, en la que se expresa concretamente ese carisma, incluso codificado en una regla de vida, y visible en la existencia de otras personas. Personas que, precisamente en virtud de esa elección, se convierten en los propios hermanos (o hermanas), ya que también ellos han reconocido en ese carisma el proyecto pensado por Dios para ellos, confirmado por la Iglesia como una lectura auténtica de la Palabra, rico de una historia y de una tradición que ponen de manifiesto su vitalidad.
Y si la identidad de un consagrado está definida por el carisma, entonces podemos definir la pertenencia como el efectivo y afectivo formar parte de una familia religiosa, en la que se expresa concretamente ese carisma, incluso codificado en una regla de vida, y visible en la existencia de otras personas. Personas que, precisamente en virtud de esa elección, se convierten en los propios hermanos (o hermanas), ya que también ellos han reconocido en ese carisma el proyecto pensado por Dios para ellos, confirmado por la Iglesia como una lectura auténtica de la Palabra, rico de una historia y de una tradición que ponen de manifiesto su vitalidad.
1.3.De la pertenencia a la identidad
Pero todo esto: familia religiosa,
regla, historia, tradición… cada religioso lo ve y lo siente (y lo debe ver y sentir)
como algo que forma parte del propio yo. Esa historia es y narra también la
propia historia (o prehistoria); la familia religiosa es también la propia
nueva y verdadera familia, cuyos lazos son más fuertes y resistentes que los de
la carne y la sangre; la regla expresa el proyecto de Dios sobre el consagrado
y se llama “regla de vida” precisamente porque describe su vida en todos los
aspectos; la tradición no es simplemente una serie de usos transmitidos por los
antiguos padres, sino garantía de fidelidad (por parte de Dios y de los mismos
padres) y criterio de lectura para descifrar, hoy, la propia misión.
Cada consagrado debe comprender que,
sin esa historia, su “yo” sería un enigma sin solución. Efectivamente, la
pertenencia “genera” identidad, o, por lo menos, ayuda a descifrarla cada vez
mejor, reconociéndola en un acontecimiento pasado y aún presente, en rostros
concretos, en gestos inconfundibles, en palabras cargadas de sentido y estilos
de vida característicos. Y el gozo de pertenecer se hace aún mayor,
precisamente porque a través de esa opción de vida la persona se descubre a sí
misma, y se descubre dentro de un entramado de relaciones, tiene como la
percepción del propio yo que nace del tú. Y esto despierta, de alguna manera,
la memoria de los orígenes, de su procedencia de Dios, de su haber sido
engendrado por un acto de amor ajeno.
Entonces, el sentido de pertenencia no puede
ser algo puramente sentimental, en función de un objetivo solamente
psicológico, para evitar, por ejemplo, la soledad y estar bien juntos,
frecuentemente como niños viciados o adolescentes pendencieros, ignorando todo
lo que sucede fuera. Ni se puede confundir con esa sensación
sectaria-patriotera, típica de los débiles o de quienes poseen una identidad
débil e incierta, que se juntan para protegerse y sentirse más fuertes, y tener
la impresión de contar: juntándose entre sí, excluyen a los demás y se aíslan.
De la misma manera, el sentido de identidad no puede reducirse a algo
general-superficial, como si diera lo mismo pertenecer a un instituto o a otro.
Ni puede ser tan inconsistente e insignificante que permita, ante las fatigas
de la vida cotidiana, cambiar instituto o incluso dejar la vida consagrada sin
grandes sufrimientos interiores… Y atención también al fenómeno de las
pertenencias múltiples, o sea, quien vive en la institución y en la comunidad,
pero de hecho tiene el corazón y los intereses en otro sitio, o está triste y
nervioso en comunidad, y en cambio resulta brillante y alegre fuera; atención
también a quien tiene demasiados puntos de referencia para su identidad, sin
jerarquizarlos, como si todos estuvieran confusamente al mismo nivel y él no
tuviera una pasión única al centro de su vida. Pero probablemente es todavía
más grave el caso de aquellos que no pertenecen a nada ni a nadie,
“vagabundos”, sin identidad ni vínculos, hijos de nadie…El sentido de
pertenencia al instituto es verdadero cuando es el reflejo del sentido de
pertenencia al carisma (o del sentido de identidad), y resulta creíble cuando hace
nacer en el corazón no solamente el amor al instituto en general o al carisma
en abstracto, sino el afecto sincero por la comunidad tal y como es, por las
personas en carne y hueso que la componen, con todos sus límites y debilidades,
dones y achaques. Pertenecer a una familia religiosa significa decidir vivir y
envejecer junto a estas personas que, aún y por un motivo nuevo, se convierten
en hermanos y hermanas, porque, más allá de las diferencias y más fuerte que
las miserias, existe un proyecto común pensado por Dios y confiado a cada uno,
proyecto que se hace más claro y puede ser apreciado en toda su belleza y
riqueza precisamente al vivir juntos[3].
Por tanto, así como no existe
identidad sin pertenencia, de la misma manera no puede darse ningún sentido de
pertenencia, ni ninguna sensación gozosa, si no está acompañado por el sentido
de identidad, y si no determina, a su vez, un refuerzo del yo, de su precisa
fisonomía y positividad. Y como la pertenencia nace de la identidad, así la
pertenencia lleva continuamente a descubrir y redescubrir la propia identidad.
2.
Del
sentido de pertenencia al gozo de pertenecer
Estamos en la segunda transición, que
del sentido de pertenencia debería llevar al verdadero gozo de pertenecer. En
realidad ya hemos visto que el gozo acompaña el camino que lleva a un
consagrado a sentirse parte de una familia religiosa. Pero es importante no dar
por supuesto todo esto, o considerar que la sensación gozosa sea automática. El
clima, muchas veces no precisamente idílico o incluso de frío relacional de
nuestras comunidades, nos lo impide. Entonces, ¿cómo hacer crecer y mantener
alto el nivel del gozo, para que eche raíces sólidas, para que el gozo no sea
un accesorio, sino que forme parte del camino de santidad y sea su manifestación
más clara?[4]
2.1.
Triple
camino de comunión
Cuando se habla de estos aspectos de
la consagración a Dios, existe siempre el peligro de quedarse a nivel retórico
o vago. Por tanto, es fundamental precisar que este recorrido que va de la
identidad a la pertenencia y viceversa, se efectúa a lo largo de tres líneas
direccionales, que son los elementos constitutivos del carisma, o sea, la
experiencia mística, el camino ascético y la misión apostólica, entendidos
siempre como dones que hay que compartir.
El motivo se comprende fácilmente:
solamente es posible crecer en la pertenencia si a la vez crece la
identificación con el carisma del instituto, y por tanto el crecimiento en el
sentido de pertenencia tiene lugar siguiendo los componentes constitutivos del
carisma, pero más allá de cualquier interpretación puramente individualista de
ellos. Por tanto, si los componentes constitutivos del carisma son el elemento
místico, ascético y apostólico, estos tres elementos serán también el triple
camino de maduración del sentido de pertenencia, pero realizando un paso que
lleve progresivamente del yo al nosotros, o que abra cada vez más de la
perspectiva privada a la lógica del compartir el mismo camino de santidad, ya
que solamente esto lleva a la experiencia del gozo.
Veamos en concreto:
a) Experiencia mística que hay que compartir.
Al inicio de un carisma hay siempre
una teofanía, y una teofanía sorprendente. Dios se revela y, mostrando el
rostro divino, revela también al hombre su rostro humano.
Nuestros fundadores y fundadoras,
hombres y mujeres orantes, han hecho exactamente esta experiencia: en el
misterio orado, lentamente o improvisamente, se han descubierto a sí mismos, el
proyecto de Dios sobre ellos y sobre otras personas, una identidad que había
que asumir.
Nuestras familias religiosas existen
y están vivas en la medida en que otras personas hoy, por gracia de Dios,
reviven aquella misma experiencia, ante el mismo misterio. Aquí nace el
consagrado, cuando comienza a descubrir su yo dentro de esta relación con Dios,
y deja que el misterio orado se convierta en fuente de su identidad, la forma
de su “yo”. La espiritualidad le revela la identidad y los rasgos propios de su
fisonomía.
Pero no sólo de la suya, sino también
los de la de todos sus hermanos. La espiritualidad revela la identidad de
todos, y por tanto deja intuir también la fuente de la pertenencia común, el
lugar en que madura y crece día a día el sentido de pertenencia, donde,
continuamente, ese sentido encuentra sus motivos profundos[5] Entonces, este tipo de
espiritualidad hace sentir cada vez más, por un lado, la belleza de estar
juntos orando, pero exige también, por otro lado, un mayor compartir la oración
y en la oración misma.
Dentro de una lógica de pertenencia,
ya no tiene sentido que en nuestras comunidades cada uno se ocupe,
sustancialmente y tristemente por su cuenta, de su espiritualidad privada. El
gozo de pertenecer pasa por el compartir nuestros bienes espirituales.
b) Proyecto ascético como norma común de vida.
Es la expresión natural e inevitable
de la experiencia mística. La ascética es el tentativo, discreto y a la vez
decidido, de acoger la acción de Dios en nosotros y responder a ella, con una
respuesta que es, ante todo, acción de gracias, adoración, y solamente en un
segundo momento actividad y demostración de buena voluntad. Todo instituto
posee un programa ascético original, estrictamente ligado a la experiencia
mística (hecho de comportamientos y actitudes, de cualidades morales y virtudes
características), que hace que un individuo sea inmediatamente reconocible como
perteneciente a un determinado instituto, y que aparece explicitado con fuerza
en la Regla y en la Ratio formationis. Cada religioso está llamado a asumir la
fisonomía que se propone en esos textos como su propia forma y norma de vida, como
aquello de donde brota un estilo de vida y un modo de ser comunes, que le hacen
ser cada vez más partícipe de un mismo espíritu y más hermano de otros
hermanos, que él no ha escogido.
Todo esto refuerza y hace eficaz el sentido de
pertenencia al instituto, porque la fidelidad de uno contribuye a hacer cada
vez más claro el carisma de instituto y estimula a todos a revivirlo en sí
mismos, mientras que, por otra parte, impide el fenómeno, ya mencionado, de los
consagrados sin raíces o carentes de un centro, sin gozo porque no
identificados con nada ni nadie, y por tanto, en consecuencia, no
identificables ni reconocibles como pertenecientes a ninguna familia religiosa.
c) Misión apostólica con estilo comunitario.
Toda familia religiosa ha nacido con
un preciso ministerio apostólico. También eso es fruto de la iluminación del
Espíritu, que conoce y escruta no sólo los secretos de Dios, sino también los
de los hombres y las necesidades de los tiempos, suscitando, en aquellos a
quienes llama, el valor de responder de manera creativa y eficaz a esas
necesidades.
La experiencia mística misma se
expresa necesariamente en el acto de amor al prójimo, como amor que se prolonga
y se intensifica en Él, el mismo y único amor a Dios y a los hermanos. La dimensión
apostólica está tan íntimamente ligada a un preciso modo de ser y de pensarse,
de orar y vivir, individual y colectivo, que funciona normalmente como criterio
para evaluar una doble fidelidad: la del instituto a su originaria inspiración
carismática, y la del individuo a su sentido de pertenencia.
A este punto, es importante aprender
a actuar en la misión con estilo comunitario. Ante todo con la conciencia, por
parte del individuo, de que aun cuando trabaja solo, actúa en nombre de la
comunidad: el apostolado no es suyo, no le pertenece; es la comunidad quien le
envía, él representa a la fraternidad.
Más aún, no solamente él es un
enviado de su comunidad, sino que actúa gracias a ella: si puede hacer esa
determinada obra es porque alguien le ha preparado, alguien le ha entregado su
tiempo, le ha aconsejado, ha puesto en sus manos determinados instrumentos,
sobre todo le ha transmitido un cierto espíritu…, y sigue habiendo alguien que
se queda en casa y, a lo mejor hasta lo sustituye, o le prepara la comida, o
realiza los trabajos “humildes” de casa, o reza por él, o lo sostiene con su
fidelidad. Por tanto, es justo no sólo que el apóstol esté profundamente
agradecido, sino que se mantenga estrechamente unido a su comunidad en todo lo
que hace, que no se apropie de su trabajo sino que se esfuerce, en cambio, por
caminar juntos, esperando, si fuera necesario, a quien avanza más despacio,
valorando las aportaciones de cada uno, compartiendo lo más posible las fatigas
y las alegrías, las inseguridades y las intuiciones, cierto de que, por mucho
que dé a la comunidad, nunca será tanto cuanto de ella ha recibido o está
recibiendo.
Así pues, el apostolado alimenta el
sentido de pertenencia y es a su vez alimentado por él; la comunidad testimonio
de fraternidad y el carisma resplandece con la riqueza y complementariedad de
los dones de todos y cada uno. Vivir así la fraternidad, en proyección
misionera, es saborear y testificar el gozo del Reino que viene.
2.2. Doble entrega e integración
Otra línea de crecimiento del sentido
de pertenencia la ofrece el tipo de relación entre el individuo y la
institución. En efecto, el sentido de pertenencia es verdadero cuando es a
doble sentido, o determina una entrega “recíproca”: la del consagrado al
instituto y la del instituto al consagrado[6]
Efectivamente, cuando un religioso se
consagra mediante la profesión de los votos, se entrega al instituto y el
instituto se entrega a él. La profesión es como un pacto que no se apoya
solamente sobre la voluntad manifiesta de los contrayentes, sino sobre la
conciencia –por parte del consagrado– de un don y de una responsabilidad: es
acogido, pero debe, a su vez, acoger; es tratado como un hijo, pero tendrá que
hacerse también padre (o madre).
A partir de ese momento la vida de la
familia religiosa se identifica con la suya, y ya no podrá nunca pensarse fuera
de ella. Con esta entrega se ha puesto en sus manos, para que ella le lleve a
Dios; al ponerse en sus manos, se confía a su santidad y a su debilidad, no
pretende que su comunidad sea inmaculada, le basta saber que representa su
camino de santidad y que solamente en ella le saldrá al encuentro la gracia que
le salva; más aún, es ya una gran gracia el hecho de que él mismo pueda ser
acogido con todo su pecado. ¡Solamente una persona distraída y presuntuosa
podría no darse cuenta ni alegrarse por ello!
Al mismo tiempo, quien pronuncia los votos
acepta que el instituto se entregue a él y se ponga, de alguna manera, en sus
manos; desde ese momento, la santidad del instituto dependerá también de él, y
él será responsable, en concreto, del crecimiento de cada uno de los hermanos.
Pero desde ese momento está también llamado a hacerse cargo de la debilidad de
sus hermanos: aceptará verse condicionado por los que le rodean, no olvidará ni
por un instante que la debilidad del hermano es la vía misteriosa por la que
Dios viene a su encuentro. ¡Solamente un individualista irresponsable podría no
comprender la gran gracia que se esconde en acoger el peso del hermano!
Pertenecer a un instituto es celebrar
juntos la comunión de los santos y de los pecadores. Solamente dentro de esta
comunión es posible el gozo.
2.3. Única pasión y pertenencia
Todo lo que hemos dicho hasta aquí
tiene una raíz precisa y tiende hacia un punto de llegada igualmente preciso.
Hay una casa común en la vida del ser humano, una gran morada que nos acoge a
todos, en la que vivimos y nos movemos, que nos nutre y nos da la fuerza, nos
engendra y nos hace semejantes unos a otros, más allá de cualquier diferencia.
Es la paternidad-maternidad de Dios.
A ella pertenecemos desde siempre, y
de esta pertenencia deriva cualquier otra pertenencia. Más aún, toda
pertenencia terrena es real y sana, profunda y duradera, solamente si nace y
renace de la conciencia de pertenecer ante todo a Él, pertenecer en el sentido
más pleno y profundo, como un formar parte de Él, como pasión de amor e
intensidad de afecto por el Eterno, como intimidad filial que después, por su
misma naturaleza, desemboca y se transforma en fraternidad universal.
Pertenecemos a Él, y por tanto nos pertenecemos también los unos a los otros, y
cuanto más fuerte sea el sentido originario de la pertenencia divina, tanto más
lo será también el vínculo humano.
La comunidad religiosa está puesta en
el mundo como signo de esta pertenencia radical y universal. La fraternidad que
se vive dentro de la comunidad es una pequeña y tímida señal de esta
extraordinaria y sumamente consoladora verdad: ¡somos hijos, parte de la
familia de Dios, y por tanto hermanos entre nosotros!
El sentido de pertenencia, entonces,
no está en función del bienestar comunitario, sino que es una pequeña, terrena
narración de los orígenes no terrenos del hombre, de su identidad filial. O
remite, como una figura o un símbolo, a la cualidad fundamental y radical de la
existencia humana, que es existencia recibida, don de una Voluntad buena, que
me ha preferido a la no existencia, gratuidad absoluta, benevolencia
absolutamente inmerecida, identidad filial…
Y por tanto, esta vida-don, vivida
con otros, debe convertirse a su vez en gratitud profunda, fraternidad
universal, apertura hacia todos, acogida cordial, hospitalidad generosa,
anuncio de que todo hombre no solamente es amado por Dios, sino que es un
diseño de Dios en la palma de sus manos (Is 49, 16). ¿Cómo no sentir el gozo de
vivir en una fraternidad que vive y anuncia esta verdad?
Verdaderamente, “lo tenemos todo en
común”, incluso el gozo. Y es un gran gozo, porque el gozo participado es un
gozo multiplicado…
[2] He
tratado este tema en mi libro I sentimenti del Figlio. Il cammino formativo
nella vita consacrata, Bologna 1998, pp.145-148.
[4] Para esta sección remito a mi libro Fraternità in cammino. Verso
l’alterità, Bologna 2000, pp.78-87
[5] He
profundizado esta idea en A.Cencini, “Come rugiada dell’Ermon”. La vita
fraterna, comunione di santi e di peccatori, Bologna 2000, pp.52-58
[6]Conviene
recordar que esta expresión, y otras que seguirán, no hay que entenderlas en
sentido rigurosamente canónico-jurídico, sino que pretende solamente indicar el
significado de la nueva relación que se establece entre el consagrado y el
instituto, una relación a doble sentido, también desde el punto de vista de la
responsabilidad.
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